Los límites de la filosofía política occidental
A partir de estas dos premisas teóricas –el doble concepto de lo político y las cuatro condiciones de la vida humana–, voy a esbozar una interpretación de lo que ha sido la historia de la teoría y la práctica políticas en Occidente.
Toda la filosofía política occidental, al menos desde Platón hasta Hegel, ha restringido el campo de lo político a la esfera del Estado, sea cual sea la forma histórica que éste haya adoptado: la polis griega, el imperio romano, los reinos feudales, las repúblicas urbanas o el Estado-nación moderno. Los filósofos griegos y latinos, los Padres de la Iglesia, los maestros escolásticos, los humanistas del Renacimiento y los tratadistas políticos modernos, todos han hecho coincidir la vida política con el gobierno del Estado, tanto en su vertiente interior –las relaciones de mando y obediencia entre gobernantes y gobernados–, como en su vertiente exterior –las relaciones de hostilidad y alianza con otros Estados o pueblos extranjeros.
Por supuesto, hay notables diferencias entre el concepto restringido de política elaborado por los griegos antiguos, los cristianos medievales y los europeos modernos. En cada uno de estos tres casos, el campo de lo político es delimitado por contraposición con espacios sociales diferentes: el oikos griego, la oikoumene cristiana y la economíamoderna. El paso del modelo político aristotélico (la oposición polis-oikos) al modelo agustiniano (la oposición civitas homines-civitas Dei), y de éste al modelo hobbesiano (la oposición estado de naturalezaestado de derecho), se corresponde con el tránsito histórico de los viejos Estados estamentales (el esclavista y el feudal) al moderno Estado capitalista. Pero entre estos diferentes tipos de Estado se mantiene, a pesar de todo, una profunda continuidad histórica. Y esta misma continuidad se observa en la sucesión de los diferentes modelos teóricos, en la que permanece prácticamente inalterado un presupuesto común: la identificación de la comunidad política con el Estado, más aún, con su élite gobernante, compuesta por aquellos que reúnen, como diría Bataille, la triple condición de «padres, patronos y patriotas». Este mismo presupuesto seguirá perdurando, después de la gran síntesis teórica de Hegel, en todos aquellos «padres de la sociología» –Spencer, Durkheim,Weber, Parsons, Luhmann...– que describen la modernización europea como un proceso evolutivo de diferenciación funcional de las diversas esferas de acción social: el Estado, el mercado, la familia y la cultura.
Ahora bien, el hilo conductor que une a Platón con Hegel no consiste sólo en restringir el campo de lo político y en identificarlo con el gobierno interior y exterior del Estado. Al mismo tiempo, y de forma aparentemente contradictoria, los grandes autores de la filosofía política occidental han defendido una concepción generalizada de lo político, esto es, han caracterizado la vida humana como una vida constitutivamente política y han hecho de la convivencia política la forma más eminente y más plena de humanidad. La comunidad política ha sido pensada como la forma específicamente humana de comunidad, o, al menos, como la forma más elevada y evolucionada de comunidad humana. ¿Por qué estos autores han recurrido simultáneamente a ambos conceptos de lo político y a qué argumentos han recurrido para conciliarlos entre sí?
Aristóteles define al hombre como un «animal político», no sólo porque convive con sus semejantes, sino porque comparte con ellos un lenguaje y una ley comunes. Esta sociabilidad específicamente «política», fundada en la lengua y la ley, es lo que distingue al hombre del resto de los animales sociales o gregarios. Sin embargo, el propio Aristóteles utiliza el término politeia para designar una forma de gobierno que él considera distintiva y exclusiva de las ciudades helenas; y, en virtud de esta particular forma de convivencia, no vacila en diferenciar a los «helenos» de los «bárbaros», a los ciudadanos de los extranjeros, a los hombres libres de los esclavos y a los varones de las mujeres. De modo que, finalmente, la definición aristotélica de «animal político» acaba quedando restringida a aquellos hombres que son a un tiempo ciudadanos de una polis, dueños de una hacienda y jefes de una familia. Ahora bien, dado que se ha hecho coincidir la condición humana con la condición política, al restringir la ciudadanía política, se restringe también la cualificación humana, o al menos se establece una escala gradual de humanidad, en cuya cúspide se encuentra el «animal político» heleno.
Esta misma operación se repite en Hobbes. Por un lado, se equipara la condición humana con el estatuto político de ciudadanía o «civilidad», es decir, con la pertenencia a una determinada comunidad política; por otro lado, ese estatuto se hace coincidir con la pertenencia al estamento dominante de un Estado «civilizado», esto es, se restringe a un reducido grupo de humanos –los que reúnen la triple condición de propietarios, varones y europeos–, de modo que todos los demás –trabajadores, mujeres y no europeos–, a pesar de ser la inmensa mayoría, no sólo carecen de existencia política, sino que tampoco gozan de la plena condición humana, y, precisamente por eso, están destinados a realizar actividades que los sitúan más cerca de la naturaleza que de la civilización, a medio camino entre la animalidad y la humanidad propiamente dicha.
Como puede observarse, esta confusión entre el concepto restringido y el conceptogeneralizado de «política» no es un simple error intelectual, sino más bien una eficaz estrategia teórica para justificar y preservar una determinada relación de dominio entre diferentes categorías de seres humanos. En efecto, este doble uso del término «política», tal y como lo practican los autores citados, tiene la decisiva consecuencia práctica o política de establecer una clara jerarquía y una legítima relación de gobierno entre diferentes escalas de seres humanos: unos dedicados a la vida política en sentido propio o restringido, es decir, a la tarea de gobernar a los otros –en la medida en que ésta es considerada como la forma de vida más distintiva y más plenamente humana–, y esos otros que han de ser gobernados por sus superiores y que se encuentran dedicados a tareas económicas y domésticas, es decir, a tareas no políticas –y, por tanto, no del todo humanas, sino más bien cercanas y similares a las que realizan el resto de los animales.
Así pues, desde sus orígenes griegos, la filosofía política occidental defendió la libertad y la igualdad entre todos los miembros de la comunidad política, pero al mismo tiempo justificó la dominación y la desigualdad entre unos seres humanos y otros. ¿Cómo pudo hacer compatibles ambos principios? Sencillamente, excluyendo de la comunidad política a los grupos sociales dominados y afirmando que la relación de dominio estamental sobre ellos no era una relación instituida políticamente, sino una relación derivada «naturalmente» de las diferencias hereditarias entre unos individuos y otros. En otras palabras, la comunidad política fue concebida como una comunidad de «iguales», pero la igualdad política fue entendida como una identidad natural de etnia, de sexo y de clase social. Los «iguales» lo eran porque compartían la triple condición «natural» de «patriotas, padres y patronos»: sólo quienes reunieran esa triple condición podían pertenecer a la comunidad política. Las diferencias heredadas –entre nacionales y extranjeros, entre hombres y mujeres, entre propietarios y desposeídos– eran determinantes a la hora de establecer jerarquías estamentales entre unos seres humanos y otros. Pero estas jerarquías eran consideradas «naturales», esto es, universales y necesarias, de modo que no debían ser objeto de una confrontación y una deliberación políticas. Los filósofos políticos las daban por supuestas y dedicaban toda su atención a las relaciones políticas en sentido restringido, es decir, a las relaciones entre la selecta comunidad de los «iguales».
En resumen, el doble uso del término «política», tal y como fue formulado por la filosofía política desde Platón hasta Hegel, tuvo tres importantes consecuencias en la teoría y la práctica políticas de Occidente: en primer lugar, las sociedades tribales o sin Estado, a las que se llamó «bárbaras», «salvajes», «primitivas» o «prehistóricas», fueron consideradas como sociedades no políticas o pre-políticas, y, por tanto, como sociedades infrahumanas o no del todo humanas, dado que vivían todavía en «estado de naturaleza» y debían ser «civilizadas» por los Estados europeos; en segundo lugar, tanto las relaciones de explotación económica entre poseedores y desposeídos, como las relaciones de dominación patriarcal entre hombres y mujeres, no pertenecían al campo de lo político, sino que estaban regidas por unas «leyes naturales» eternas e inviolables, por lo que quedaban excluidos de la ciudadanía no sólo los «salvajes» no europeos, sino también los trabajadores y las mujeres de las naciones europeas; por último, las actividades relacionadas con la producción y la transmisión del universo simbólico –la filosofía grecolatina, la religión judeocristiana y la tecnociencia moderna– también se consideraron ajenas al campo de lo político, por lo que la autoridad de esos saberes expertos, encargados de decir la verdad acerca del mundo y de los propios seres humanos, esto es, acerca de las «leyes naturales» que rigen inexorablemente nuestra existencia, había de ser acatada sin discusión alguna.
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