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miércoles, 22 de abril de 2015

El concepto de "institución"

El concepto de "institución"
Texto de Pablo Miró Rocasolano
costumbres
hábitos
instituciones
normas
usos
r
eglas formalesreglas informales
Habitualmente se entiende por institución cualquier organismo o grupo social que, con unos determinados medios, persigue la realización de unos fines o propósitos. Sin embargo, dentro de la literatura económica, se utiliza el concepto "institución" como algo más genérico: la forma en que se relacionan los seres humanos de una determinada sociedad o colectivo, buscando el mayor beneficio para el grupo. Son  los usos, hábitos, costumbres o normas por los que se rigen las relaciones sociales y económicas entre los miembros del grupo. El beneficio de la institución es mayor cuanto más eficiencia genere en la economía y más minimice los costes de transacción y de información. Eso será más posible cuanta más experiencia posean los agentes que participen de dicha institución, más sencillas sean las reglas y menor sea el número de individuos que las tienen que ejecutar.
La obtención por el grupo del mayor beneficio social no siempre será posible, pues las condiciones siempre cambiantes a muy corto plazo del entorno pueden hacer variar el resultado y, además, nunca se tiene un conocimiento perfecto de la realidad. En cualquier caso, para que ese objetivo sea posible, paradójicamente, esas relaciones estarán guiadas por un conjunto de normas o reglas que auto limitan o restringen el ámbito de actuación de los individuos, unas llamadas formales y otrasinformales
 Reglas formales son las normativas de carácter jurídico y las leyes. Las reglas informales, consisten en los hábitos y conductas costumbristas adoptados por el colectivo. Son reglas no escritas, pero que son aceptadas y adoptadas por el colectivo para el buen funcionamiento del mismo. Ambos tipos de reglas (que existen porque el hombre vive en sociedad), por sí solas, no son suficientes, si no se enmarcan en el contexto socioeconómico presente y si no gozan de cierta flexibilidad a los posibles cambios de dicho entorno. 
Puede suceder que, finalmente, el contenido de las reglas informales se acabe plasmando en regulaciones formales; sin embargo, suele ser éste un proceso demasiado lento. Si resulta que se tarda mucho tiempo en que se dé ese cambio, es posible que, cuando ya se hubiera producido, hayan aparecido nuevas reglas informales y conductas de los individuos, adaptadas a las nuevas condiciones políticas y socioeconómicas, de cara a sacar el mejor resultado social; y por tanto, que ya hubiera habido un cambio en las instituciones. Y ese es el problema de la legislación: que a veces llega tarde y mal. 
Por tanto, de esta argumentación se pueden desprender dos afirmaciones importantes:
1) Generalmente las instituciones no son algo diseñado, sino resultado evolutivo de la actuación espontánea de los agentes (personas físicas y jurídicas) que participan de la misma. La mayoría de las instituciones existentes en una sociedad y en un momento determinado, al haber sobrevivido a un largo proceso de aparición, diversificación y selección, resultan ser estables y robustas. 
2) El tiempo es un factor fundamental. Mediante el aprendizaje y la evolución de las costumbres y, principalmente, los individuos saben sacar mayor rendimiento de sus actuaciones y modelos de convivencia. Es decir, el tiempo da forma a las instituciones; y éstas instituciones, junto a los factores de producción de los modelos clásicos (tierra, trabajo, capital), y los factores de crecimiento más modernos (capital humano, cambio tecnológico y de combinación de técnicas) dan lugar, de una manera u otra, al desarrollo económico. 
No hay contradicción entre las afirmaciones de que las instituciones evolucionan y a la vez son estables. La estabilidad hace referencia a las interrelaciones internas dentro de dicha institución; es decir, a su consistencia. Y es esa misma consistencia la que nos da garantías de que las instituciones se adapten a nuevos marcos socioeconómicos. Pero la adaptación puede ser un proceso muy lento ya que a los agentes económicos les cuesta desprenderse de sus hábitos anteriores.

Instituciones económicas
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Instituciones económicas

El llamado Nuevo Institucionalismo Económico, agrupando corrientes y programas de investigación diversos pero interrelacionados, se ha configurado en el último decenio como el nuevo paradigma dominante en el pensamiento económico. Ofrece una alternativa metodológica a los viejos marginalismos y keynesianismos, a la economía de los equilibrios estáticos y de la formalización de modelos abstractos. En vez de comparar la realidad con óptimos perfectos, trata de analizar instituciones alternativas, subóptimas pero accesibles. 
El papel central en este nuevo programa de investigación lo tiene el concepto de institución económica en su sentido amplio: las normas implícitas o explícitas que regulan la adopción de decisiones por los individuos y que limitan, voluntaria o involuntariamente, nuestra capacidad de elegir.
Es posible que la clave para conseguir el crecimiento y el desarrollo económico y social, estable y sostenible, no esté en la manipulación de variables macroeconómicas, sino en la paciente reelaboración de las instituciones que rigen el comportamiento y las relaciones entre individuos en su actividad cotidiana, en el interior de las empresas y en el seno del aparato del estado.
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La libertad económica y sus enemigos: Falacias y paradojas

La libertad económica y sus enemigos: Falacias y paradojas

Algunas veces, en España, en medio del fragor de graves discusiones políticas, medio en broma y medio en serio, he escuchado una frase sorprendente: «Me contradigo, ¿y qué?». Súbitamente, acorralado en el terreno dialéctico, uno de los interlocutores renuncia al diálogo racional y afirma simultáneamente una cosa y la contraria vaciando el debate de coherencia lógica.          
Algo así sucede con la argumentación de los enemigos de la libertad de comercio y la integración. Lo que sigue, pues, son sólo unas cuantas observaciones dedicadas a tratar de desmontar algunas falacias y exponer ciertas inquietantes paradojas.
 
Ideas viejas
 
En primer término, es conveniente dejar en claro un dato histórico clave: los enemigos de la libertad económica y de la integración no representan la modernidad sino la reacción y las posiciones más retrógradas. Casi todo el análisis que hacen repite las viejas ideas de los mercantilistas de los siglos XVII y XVIII. Fue Jean Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV y padre del nacionalismo económico, quien a mediados del siglo XVII creó el Estado centralista, dirigista, empresario y proteccionista, dotado de miles de inspectores que controlaban precios y salarios.
 
Fueron los mercantilistas de esa época los que propagaron el costoso error de sostener que el objetivo de las transacciones internacionales era alcanzar una balanza comercial positiva, prohibiendo a todo costo las importaciones de productos manufacturados para proteger de la competencia a los empresarios nacionales, generalmente cortesanos privilegiados por la realeza.             
 
Esos planteamientos económicos parecían haber sido derrotados por las reflexiones de Francois Quesnay, Frederic Bastiat, David Hume y, sobre todo, por Adam Smith, pero no hay nada más terco y resistente que un error atractivo, de manera que a principios del siglo XXI la llamada «izquierda progresista» ha asumido como suyos los planteamientos económicos y una buena parte de la ideología de las casas reinantes europeas del periodo del absolutismo, época anterior a las revoluciones francesa y norteamericana y a las guerras de independencia de América Latina.
 
Progresistas verdaderos y falsos
 
Lo que nos trae de la mano a la expresión que acabo de utilizar, «izquierda progresista», porque es justo señalar, aunque sea de pasada, que la experiencia demuestra que las ideas económicas que defienden los representantes de la «izquierda progresista» no sólo datan de los siglos XVII y XVIII sino son, precisamente, las de los países que menos progresan. En efecto, los países más ricos son los que muestran economías abiertas, han optado por el mercado renunciando a la planificación, poseen las menores protecciones arancelarias, y comercian intensamente con el resto del mundo, como sucede con Estados Unidos, Europa Occidental o Japón. En la otra punta del ejemplo, los países más pobres, como Corea del Norte, Egipto o Cuba son los que optaron por la autarquía, el estatismo y las restricciones al comercio internacional. En consecuencia, son los que menos progresan, e incluso, los que más temen y rechazan el progreso. Algo realmente insólito, porque en la segunda mitad del siglo XX, con los ejemplos de los llamados «Tigres o Dragones de Asia», más los casos de España, Chile, Irlanda, Portugal o Nueva Zelanda parecía evidente cuál era la ruta del verdadero progreso y cuál la del estancamiento y la pobreza. El porqué la izquierda supuestamente progresista se empeña en copiar los ejemplos fallidos en lugar de los exitosos pertenece al terreno de la psiquiatría y no al de las ciencias económicas.
 
Reacción y soberanía alimentaria
 
¿Por qué afirmo que estos países temen y rechazan el progreso? Basta leer el texto de Hugo Chávez en la conferencia de ALADI celebrada en Montevideo el 16 de agosto de 2002, de donde entresaco el siguiente párrafo en el que el presidente venezolano explica por qué se opone a la liberalización del comercio agrícola: «La agricultura es una actividad fundamental para la supervivencia de la propia nación: es mucho más que la producción de una mercancía. Es el fundamento para la preservación de opciones culturales, es una forma de ocupación del territorio y relación con la naturaleza, tiene que ver con la seguridad y soberanía alimentarias.»
 
Esa visión casi esotérica de la agricultura, muy reaccionaria, le impide advertir al ex teniente coronel que uno de los síntomas de prosperidad y progreso es, precisamente, la reducción creciente del número de agricultores en beneficio de los sectores industriales y de servicios, porque carece de sentido empeñarse en la producción ineficiente y costosa de alimentos cuando es posible conseguir mejores condiciones de vida para los trabajadores y disminuir los índices de pobreza especializándose en aquellos rubros en los que se es eficiente y se le puede agregar valor a la producción.         
 
¿Qué hubiera sido de Taiwan si los habitantes de esa isla se hubieran empeñado en ser, como eran en 1948, unos pobres productores de arroz? Hoy sería tan pobre como Birmania o Laos. ¿Qué hubiera pasado si Puerto Rico hubiese insistido en mantener una economía azucarera para defender «opciones culturales» y su tradicional «relación con la naturaleza»? No podría, con sus cuatro millones de habitantes, como sucede en nuestros días, exportar más de treinta mil millones de dólares y tener, junto a Chile, el per cápita más alto de América Latina.
 
El mito de la autarquía
 
Pero vale la pena detenerse en la idea de «soberanía alimentaria». Estamos ante otra expresión de paranoia económica. La frase encierra el temor de que el país no pueda alimentarse porque nadie querrá venderle comida, y, además, la superstición de que es conveniente no depender de importaciones del extranjero para nutrir a la población. Ésa era, por cierto, una de las propuestas del norcoreano Kim Il Sung dentro de lo que llamaba «la idea suché», columna vertebral de la fiera autarquía con que pensaba defender a Corea del Norte de las influencias exteriores, disparate que acabó provocando una terrible hambruna que en la década de los noventa le costó la vida a dos millones de personas.
 
Antes de esta consigna, hubo otras parecidas que provocaron la obesidad creciente de los Estados embarcados en la dirección del nacionalismo económico. Se hablaba –y se habla– de «industrias y servicios estratégicos» a los que el Estado supuestamente no podía renunciar, como, por ejemplo, la producción y distribución de energía, la minería, las comunicaciones, los transportes, la marina mercante, la aviación comercial, la banca, los seguros, los sistemas de jubilaciones, la sanidad o la educación. Cada actividad empresarial era presentada como consustancial a la soberanía y se «demostraba» la necesidad de mantenerla dentro del perímetro del Estado y bajo la administración del gobierno, aunque fuera un foco de corrupción, clientelismo e ineficiencia que empobreciera notoriamente a la sociedad.
 
Asimetría , desigualdades y otras falacias
 
Otro de los argumentos más populares en contra de la integración de los mercados es la «asimetría». América Latina no debe asociarse a Estados Unidos y Canadá en un organismo como ALCA hasta que el sur y norte del continente tengan niveles parecidos de desarrollo y similar capacidad productiva. Para lograr ese objetivo, Estados Unidos y Canadá deben transferir parte de sus riquezas al sur, de manera que se obtenga cierto equilibrio. Al fin y al cabo, la Unión Europea contempla y asigna fondos de cohesión social para asistir a las naciones más pobres.
 
La idea de establecer una forma de transferencia de rentas de países ricos a países pobres para establecer lazos comerciales abiertos se basa en dos falsas premisas. La primera y más popular consiste en suponer que la riqueza del más poderoso se debe al despojo de que ha sido víctima el más débil, una superstición que también data de la época del mercantilismo y de los entonces llamados «Pactos coloniales». La segunda, radica en percibir la riqueza como un botín estático que el que lo posee debe entregarlo a quienes no lo tienen para lograr que se desarrollen, ignorando que la riqueza se crea precisamente estimulada por el comercio vigoroso. México, por ejemplo, se ha beneficiado visiblemente del TLC, de la misma manera que España o Portugal han avanzado extraordinariamente, y no por los fondos de cohesión que reciben de la Unión Europea –apenas un uno por ciento de su crecimiento–, sino, simplemente, integrándose en una atmósfera económica, técnica y científica más rica que la autóctona, en la que han podido obtener capital, «know how» y economía de escala. Como sabe cualquier persona con un poco de sentido común, en las transacciones entre ricos y pobres, son los pobres los que tienen más posibilidades potenciales de beneficiarse.        
 
Por otra parte, si se acepta la «injusticia» o inequidad que se deriva de la desigualdad en los niveles de desarrollo entre países, y la obligación moral que tienen los más poderosos de dar ventajas en sus relaciones comerciales a los más pobres, habría que pensar en alguna fórmula internacional compensatoria que afectara a todos por igual. Es cierto, por ejemplo, que los estadounidenses tienen cuatro veces la renta per cápita de la que poseen los mexicanos. Pero, a su vez, los mexicanos tienen cuatro veces la renta per cápita de los hondureños o nicaragüenses. ¿Estarían dispuestos los mexicanos a transferir parte de sus riquezas a los vecinos centroamericanos para construir una zona comercial más equitativa? ¿Lo harían los dominicanos con relación a Haití, los chilenos con respecto a Perú y Bolivia, los argentinos en sus transacciones con Paraguay?
 
Es bueno advertir que la llamada asimetría forma parte natural de la historia del desarrollo, y está presente en todas partes, incluso, dentro de las mismas naciones. Massachussets, por ejemplo, tiene el doble de renta per capita que Mississippi. Lo mismo sucede con Buenos Aires con relación a la Rioja, Madrid cuando se contrasta con Extremadura, Ciudad México si se compara con Chiapas o el gran Sao Paulo enfrentado al miserable Nordeste de Brasil. ¿Tendría algún sentido establecer formas distintas de comerciar entre estas regiones sólo porque unas son más pobres que las otras? ¿No se estaría con ello penalizando la enérgica creatividad de ciertos polos de desarrollo?
 
Pero hay más: esa neurótica búsqueda del igualitarismo como objetivo económico y ético, desplegada hasta sus últimas consecuencias, nos lleva directamente al conflicto social. Si es injusto e inmoral que un país haya alcanzado unos niveles de riqueza mucho más elevados que su vecino, ¿qué diremos de las diferencias entre las personas? A fin de cuentas, cuando afirmamos que un país es rico o pobre lo que estamos diciendo es que hay una cantidad sustancial de personas ricas o pobres en ese país. Un profesional en el Distrito Federal de México, por ejemplo, gana veinte veces más al mes de lo que gana un campesino mexicano en Quintana Roo o en Guerrero, ¿qué parte de esa diferencia en nivel de rentas debería remitirle el profesional de la capital a su compatriota rural para que haya «simetría» y «equidad» en las relaciones entre ellos? 
 
Modo de producir y modo de consumir
 
En general, cuando los enemigos de la libertad económica demandan equidad y exigen transferencias de rentas de los países más ricos para lograr un mundo más justo, lo que están comparando son patrones de consumo. Ven que sus vecinos ricos tienen viviendas confortables, automóviles, múltiples electrodomésticos, sanidad, educación, comunicaciones, abundante alimentación y vestido, mientras la realidad material de ellos es sórdida y carente de esperanzas.          
 
En efecto, hay en el planeta veinte naciones prósperas a las que decenas de millones de personas quisieran emigrar, mientras hay otras veinte que son terriblemente miserables y de las que casi todo el mundo desea escapar. Es cierto: hay, de una parte, suizos o daneses, y de la otra, bengalíes o haitianos. Pero lo que los enemigos de la libertad económica no suelen entender es que las diferencias entre las pautas de consumo son una consecuencia de las pautas de producción. En las veinte naciones más desarrolladas existe la propiedad privada, se respeta el Estado de Derecho, hay menores índices de corrupción, se ha realizado durante mucho tiempo un gran esfuerzo en materia educativa y la sociedad civil es el gran protagonista en el terreno económico. En todas ellas el Estado se administra con cierta sensatez, el poder judicial funciona razonablemente, las instituciones son sólidas y los empresarios pueden hacer planes a largo plazo. En todas ellas se ahorra, se invierte, se investiga, y se compite tenazmente por conquistar cuotas de mercado en un tenso proceso productivo que poco a poco va enriqueciendo al conjunto de la sociedad.             
 
Por otra parte, en todas ellas existe una cultura empresarial más o menos homogénea que permite que un empresario sueco, digamos, IKEA, utilice capital alemán para desarrollar una cadena de tiendas en Estados Unidos, que Honda y Toyota envíen a sus ejecutivos japoneses para crear fábricas en Irlanda o en Grecia, o que los expertos de Disney instalen un parque de atracciones en la vecindad de París. En síntesis, el primer mundo es un gran espacio económico en el que los modos de producción y administración son parecidos, intercambiables, y todos se benefician de las interacciones con todos, aunque la renta per cápita de Luxemburgo duplique a la de Grecia o triplique a la surcoreana.   
 
Pero los enemigos de la libertad económica, casi siempre provenientes del tercer mundo, no quieren tener los patrones de comportamiento cívico o los modos de producción de las sociedades del primero, sino sus patrones de consumo. Y todavía quieren algo más curioso: que el primer mundo subsidie su terca ineficiencia para poder persistir en el error a costa de la permanente transferencia de rentas desde los bolsillos de los trabajadores de las naciones del primer mundo a las arcas de gobiernos corruptos e ineptos que no quieren cambiar sus formas de producir o de gestionar el Estado.
 
Consenso de Washington y acuerdos de Maastrich
 
No hay queja más frecuente en los labios y en las pancartas de los enemigos de la libertad económica que las que se escuchan contra el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial, dos entidades que no siempre aciertan en sus recomendaciones, pero es bueno recordar que las medidas de buen gobierno que estos organismos prescriben o exigen a quienes llaman a sus puertas son similares a las que las naciones del primer mundo se exigen entre ellas para concertar sus políticas públicas comunes sin que a nadie se le ocurra acusar al otro de atropellar sus derechos.      
 
Si hay dos recetarios parecidos son los que recogen el llamado «Consenso de Washington» destinado a definir los cambios en las políticas públicas latinoamericanas y el «Acuerdo de Maastrich» pactado entre los Estados europeos decididos a contar con una moneda común. Los enumero sucintamente: equilibrio fiscal, reducción del gasto público, control de la inflación, limitación de la deuda externa, privatización de las empresas públicas, flexibilización del sistema de contratación, desmantelamiento de las barreras arancelarias y apertura de mercados. Es decir: sensatez y sana ortodoxia económica para poder continuar prosperando.       
 
No obstante, es ingenuo esperar que de la argumentación persuasiva se derive un cambio en las creencias y actitudes de los enemigos de la libertad económica y del comercio internacional. Cuando se juzga la realidad desde la perspectiva ideológica, los prejuicios y el victimismo, la imagen que se obtiene siempre llega distorsionada. Y si no es así, siempre queda el recurso retórico de gritar: «Sí, me contradigo, ¿y qué?».
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Sofismas y desarrollo económico

Sofismas y desarrollo económico

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Como explicaba María Blanco, y ya expuso hace décadas Henry Hazlitt en su Economía en una lección, la economía es un polo de atracción de sofismas y mitos, creencias populares que se sostienen que pueden ser intuitivas, pero que el razonamiento riguroso contradice.
En el ámbito del desarrollo económico estos sofismas son aún mayores si cabe. Por ejemplo: que la ayuda externa es insuficiente y hay que aumentarla en grandes cantidades para que pueda ser realmente efectiva, o que la planificación centralizada, ya sea en su vertiente tradicional (a través de inversiones públicas, educación, etc.) o tratando de imponer coactivamente mercados, que es otra manera de planificar desde arriba. Otras ideas, tampoco acertadas, son que el capital humano y físico es condición necesario para el desarrollo, y por eso se abogó por la teoría de la trampa de la pobreza y por inundar a los países subdesarrollados de dinero con el que invertir y sacar a los países más atrasados del agujero.
Sin embargo, como muestra William Easterly en su libro En busca del crecimiento, éstas y otras ideas, cuando fueron aplicadas, fracasaron rotundamente. Y lo hicieron básicamente porque, según él, incentives matter, y estas medidas se olvidaban totalmente de ellos. Pero no sólo los incentivos importan, sino que existen problemas de información inerradicables, ya que los planificadores centrales no pueden hacerse con la información que es necesaria para poder coordinar la sociedad y hacerla salir adelante.
Todas estas ideas teóricas nacieron en el seno de un paradigma económico que, en sus teorías sobre el crecimiento económico, apenas tiene en cuenta los factores institucionales, ni el carácter dinámico de los procesos sociales, sino que se centran principalmente en la relación funcional (la función de producción neoclásica) existente entre los factores productivos (inputs comoel trabajo, el capital, el progreso técnico o innovaciones tecnológicas) y la producción (output). Así se puede llegar fácilmente a la conclusión de que, a mayor inversión en fábricas y maquinaria, o en educación o I+D, mayor será el crecimiento.
Sin embargo, empíricamente esto no es así; el caso extremo sería la Unión Soviética, que según algún autor (Weitzman) tomó la teoría del crecimiento neoclásica convencional como la base para su crecimiento. Y teóricamente, lo importante es generar un marco de actuación o institucional que impulse y dirija el gran potencial del ser humano, su perspicacia y creatividad, hacia las actividades realmente productivas.
Tener en cuenta el marco institucional (que podríamos definir como las reglas del juego, el marco de actuación o el conjunto de incentivos que influye y determina los comportamientos de los individuos) y el concepto de función empresarial (entendida, siguiendo al profesor Huerta de Soto, como la capacidad innata del ser humano de descubrir oportunidades de ganancia que se dan en el entorno, y actuar en consecuencia para aprovecharlas) es absolutamente necesario para poder avanzar de manera fructífera en el campo del desarrollo y el crecimiento económico, y poder ofrecer recomendaciones de política económica con distintos resultados a las que se han aplicado desde la Segunda Guerra Mundial.

El simplismo sobre la desigualdad

El simplismo sobre la desigualdad

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El pensamiento políticamente correcto está plagado de soluciones e ideas simplistas para tratar problemas complejos. Curiosamente, estas propuestas casi siempre acarrean una mayor coacción política y no una mayor libertad individual. Para resolver problemas sociales, se confía en la mano santa y eficaz de unos pocos superhombres (burócratas), y no en la de cientos de miles de individuos (sociedad).
La ayuda externa al desarrollo, como vía de solución de la pobreza extrema, es un ejemplo paradigmático. Con frecuencia distintos organismos y políticos se ponen medallas a sí mismos, por el mero hecho de haber dedicado grandes sumas de dinero a la llamada lucha contra la pobreza. Pero ya sabemos que las buenas intenciones no bastan para solucionar un problema, incluso pueden agravarlo.
La desigualdad es otro de los temas estrella, caballo de batalla de los socialdemócratas defensores del Estado del Bienestar. Para la gran mayoría de la gente, economistas de prestigio incluidos, la desigualdad es una cosa inmoral e injusta que hay que evitar y contener, apelando a la justicia social. Sociedades más igualitarias, como las escandinavas, serían mejores que otras más desiguales, como la americana. Aunque existen numerosos tipos de desigualdad, ésta suele ser automáticamente relacionada con la desigualdad de rentas. Se admite que las personas más valiosas y mejor preparadas deberían cobrar más, pero no se duda un momento en afirmar que las rentas más altas deberían pagar mayor porcentaje de su renta en impuestos (progresividad).
En este enfoque se sitúan ciertos indicadores que suelen acompañarse con juicios de valor implícitos altamente discutibles. Así, el indicador por excelencia de la desigualdad de rentas es el Índice de Gini, que divide a la población total en distintos grupos de población de acuerdo a su renta, y mide los grados de desigualdad de 0 (igualdad total, donde cada grupo de población cobraría la misma proporción de la renta total) a 1 (máxima desigualdad).
Si bien un indicador así puede aportar luz sobre algunos aspectos interesantes, lo pernicioso viene cuando se considera el valor 0 del Índice de Gini, es decir, la igualdad absoluta, como un punto de referencia positivo (similar al concepto de competencia perfecta en la teoría de los mercados microeconómica). Esto se hace explícito cuando, por ejemplo, se incluye el aspecto de la desigualdad en indicadores de desarrollo humano: a mayor igualdad, mayor será el índice de desarrollo humano, llegando al absurdo de que una sociedad en la que todo el mundo cobra la misma renta sería la que mayor puntuación obtendría en esta rúbrica.
Sin embargo, este simplismo en cuanto a la consideración de la desigualdad deja mucho que desear. Lo cierto es que, como parece obvio, un cierto grado de desigualdad es necesario y beneficioso, y sociedades más igualitarias no tienen necesariamente por qué disfrutar de un mayor bienestar que otras con mayor desigualdad.
Entonces, ¿es una mayor desigualdad buena o mala? En un excelente artículo titulado "¿Es una mayor igualdad económica mejor?", Robert Higgs afirma que "la distribución social del ingreso o la riqueza, cualquiera que ésta sea, es moralmente neutral: ni un aumento ni una reducción del grado de desigualdad tiene un significado moral inequívoco. Todo depende de por qué cambia la distribución".
Así por ejemplo, atendiendo al enfoque convencional de los indicadores al uso, sería indistinto que el gobierno se embarcara en políticas de favores a sus amiguetes de las grandes corporaciones, o que losbancos centrales tomaran medidas en favor de la gran banca que confiscan rentas a contribuyentes de clase media, a que una parte de la población acumulara mayor capital humano y con ello obtuviera mayores ingresos gracias a su incremento en la productividad. Ambos escenarios incrementarían la desigualdad, pero su valoración debería ser totalmente diferente. Las primeras serían claramente injustas y perjudiciales, mientras que la segunda todo lo contrario.
Ya va siendo hora de abandonar un discurso tan simplista acerca de una realidad compleja como es la de la desigualdad. Un discurso que, además, suele dar rienda suelta a políticas redistributivas e intervenciones estatales que pueden generar más problemas de los que pretenden resolver.