Juan Camilo Cárdenas. Me maravilló el artículo que publicaste sobre tu investigación acera de la honestidad de las personas. Lo llevaste a cabo en 16 países, y observaste que las personas son más honestas de lo que varios índices de corrupción o de transparencia de los países señalan. Incluso en el artículo proponés que esta honestidad hallada en las personas no contradice esos índices de corrupción o transparencia, sino que tal vez sean las instituciones las que, por mecanismos propios, fomentan el comportamiento deshonesto. 
El tema de la honestidad es muy difícil de estudiar, recién estamos arañando la punta de iceberg. Presenta dificultades metodológicas, porque si les pregunto a vos y al fotógrafo [Ernesto Ryan ametrallaba con su cámara a Juan Camilo mientras conversábamos] si son honestos, probablemente si son deshonestos no me lo van a decir. Pero además está el tema de definir qué es la honestidad. Todos tenemos algo de comportamientos deshonestos y honestos, no es que seamos esencialmente deshonestos o esencialmente honestos. El problema de medir la honestidad a través de preguntas de encuestas autorreportadas es algo que se llama ‘sesgo de deseabilidad’, que se produce cuando la gente contesta lo que cree que el encuestador quisiera oír.

Y tampoco va a contestar algo que esté en disonancia con la percepción que tiene de sí mismo...

Ese tema de la disonancia entre la percepción propia y lo que los otros ven es uno de los elementos más importantes para estudiar la honestidad. Dan Ariely tiene un modelo que toma en cuenta el balance entre la autoimagen y las ganancias de la deshonestidad. Los actos deshonestos que me representan ganancias reales materiales los voy a balancear; voy a sopesar cuánto gano por esa trampa, o, como le llamo yo, por ese atajo, y cómo ese atajo me afecta al verme en el espejo y sentirme bien conmigo. Si haber cometido ese acto me hace sentir muy mal conmigo, y eso empieza a pesar más que la ganancia, definitivamente no cometo el acto deshonesto, pero si lo que gano en el acto deshonesto pesa mucho y la afectación en la imagen que tengo de mí no pesa tanto, entonces voy a tomar el atajo. Ese balance depende de muchas cosas: de la cultura, de si me están mirando, de si mi esposa y mis hijos me ven, de si mis vecinos creen o no que yo hago ese tipo de cosas, y ese balance está cambiando todo el tiempo. Lo que es destacable del estudio que hicimos es que las personas no reportaban si eran honestas o no, simplemente se enfrentaban a una situación en la que si querían mentir nadie se iba a dar cuenta, salvo ellas mismas, y se llevaban un chocolate. Creamos una situación en la que se podía ser deshonesto y no pasaba nada, nadie lo miraba, nadie verificaba y nadie juzgaba a la persona. Y aun así la mayoría de la gente resultó tener una conducta honesta. Nadie está diciendo con esto que toda la humanidad es honesta, si así fuera no tendríamos escándalos como el de Odebrecht. Aun así, como no está bien decir que los seres humanos son egoístas, tampoco está bien decir que los seres humanos en general somos deshonestos.

Una de tus líneas de trabajo es ver cómo esto afecta, por ejemplo, la forma en que lidiamos con los temas ambientales. Muchas veces las personas que están en el terreno no son las más beneficiadas por los sistemas económicos, pero a la vez la sociedad depende de sus acciones para el beneficio de todos. Por ejemplo, analizar qué pasa cuando a determinadas personas les doy plata por no deforestar en lugar de comprometerlas con las buenas razones para mantener el bosque.

Sobre el tema de los incentivos económicos todavía nos falta aprender más. Cuando hice los primeros experimentos económicos en campo sobre temas de recursos naturales, en 1998, uno de los resultados que encontramos fue que cuando uno introduce un mecanismo individual, en ese caso no se trataba de entregar dinero sino de una sanción monetaria, se empeoraron las cosas. Esa es la noción del crowding out, la erosión de las motivaciones intrínsecas. Parte de la pregunta que me he venido haciendo en todo este tiempo es cómo los incentivos monetarios llegan a interactuar con las motivaciones intrínsecas, es decir, si uno hace las cosas porque le pagan por ellas o porque lo castigan, o porque tiene una motivación intrínseca para hacerlas. Cuando uno cría hijos y trata de inculcarles que empiecen a lavar los platos, tender la cama y ayudar en la casa, puede caer en la tentación de darles dinero a cambio de que realicen esas acciones. Después, cuando se necesita que eso siga pasando, los hijos pueden llegar a decir que si no les das dinero entonces no lo hacen. ¿Pagamos o no pagamos entonces por colaborar en la casa? 

Cuando nos salimos del hogar y nos vamos a la casa común, al planeta, creo que hay un paralelismo importante: ¿le pagamos a la gente o no por hacer lo correcto?

Por ejemplo, los bonos de carbón...

Bonos de carbón, pago por servicios ambientales, por deforestación evitada... hay un debate muy grande y la evidencia es mixta. 
Hay casos en los que los incentivos monetarios hacen el equivalente al crowding in, es decir que refuerzan y promueven las motivaciones ambientales, y hay otros casos en que las erosionan. 
Hay un caso interesante, que es el de las bolsas plásticas. Tal vez el más comentado sea de plast tax de Irlanda, que fue un impuesto al uso de las bolsas en supermercados y que en un año redujo su uso en 98%. 
Aquí se acaba de implementar algo similar y lo que he oído de colegas como Marcelo Caffera, que es un buen amigo y un gran economista ambiental, es que efectivamente está cayendo mucho el uso de bolsas plásticas. Pagar cuatro pesos por bolsa es muy poquito dinero, pero probablemente a la gente le dé un poco de vergüenza, porque fue lo que pasó en Irlanda y supongo que aquí estará pasando algo así, ya que al llegar a la caja se tiene detrás a dos o tres personas con bolsas reusables y te preguntan si vas a necesitar una bolsa. Los cuatro pesos monetariamente no lo van a arruinar a uno, pero hay algo de compromiso moral delante de la persona de la caja y de las personas detrás en la cola con bolsas reusables, que te van a mirar feo por usar bolsas plásticas cuando estamos haciendo un compromiso social para cuidar entre todos el medioambiente. Los cuatro pesos, más que el valor monetario, pueden ser un señalizador de un compromiso cívico y moral de las personas.

“A los economistas les hemos dado mucho poder, incluso más del que se merecen”.

Lo opuesto buscan en la caja cuando te preguntan si querés donar una suma pequeña para un hospital o una fundación.

Ese tema de vergüenza u orgullo está todo el tiempo mediando, porque somos seres sociales y nos están mirando, y porque además nos miramos al espejo. Entonces, esos incentivos monetarios pueden estar disparando otras cosas, en algunos casos perjudiciales y en otros beneficiosas. Los impuestos a las bolsas plásticas pareciera que van funcionando. 

El caso contrario más famoso tal vez sea el del experimento en un jardín de infantes en Israel, en el que a un grupo de padres que pasaban a buscar tarde a sus hijos se le comenzó a aplicar una multa y a un grupo de control no. Lo que pasó fue que en los grupos en los que se cobraba la multa aumentó el número de padres que llegaban tarde; la multa dejó de ser una sanción y pasó a ser un precio adicional, que provocó una erosión de la motivación intrínseca. El tema de los bonos de carbono puede llegar a tener ese riesgo, que haya países que contaminen pero les den dinero a países pobres para que cuiden bosques.

Entre las distintas actividades montevideanas de una agenda apretada, diste una charla sobre una nueva forma de enseñar la economía. Hay cosas que rompen los ojos, como por ejemplo que el crecimiento ilimitado es una fantasía inalcanzable con costos enormes o que el planeta es un sistema finito. 


¿Crees que cambiar la forma en la que enseñamos economía es algo central para cambiar el mundo en el que vivimos?

Absolutamente. 
Yo me formé como ingeniero, no como economista. 
Estaba el séptimo semestre cuando nos visitó Manfred Max Neef, un chileno que acababa de ganar el premio Nobel alternativo de economía. Max Neef había trabajado en la banca multilateral, fue consultor de organismos de peso y economista. 
En su conferencia sobre su libro La economía descalza dijo que los economistas se habían vuelto personas muy poderosas, y más aun, que los economistas se habían vuelto personas muy peligrosas. Cuando lo oí decir eso me dije que tenía que estudiar economía, que tenía que ser algo muy interesante como para que alguien lo planteara así. Creo que eso sigue vigente: a los economistas les hemos dado mucho poder, incluso más del que se merecen. 
Y resulta que las cosas que hacen los economistas, cada vez que cambian un impuesto, una política pública o una regulación, impactan a mucha gente. Dado que tienen tanto poder, las universidades tenemos que pensar cómo estamos formando a los economistas. 
Tenemos que formarlos en la ética, en el razonamiento moral, en el pensamiento crítico, y creo que si incorporamos al aula de clase todo el tema de la economía experimental y comportamental y dejamos de pensar que la economía es una ciencia eclesiástica con obispos y dogmas irrefutables y la volvemos una disciplina empírica, observacional y experimental en la que miramos lo que hacen y cómo se comportan los humanos de verdad vamos a mejorar la formación de los economistas. Si lo logramos, puede que los economistas se transformen en personas más humildes, más realistas, y eventualmente pueden convertirse en personas que tomen decisiones más acordes a cómo funciona el mundo de verdad frente al tema de los recursos finitos, de la capacidad de sostenibilidad de planeta, de la equidad, y entones diseñar mejor las políticas.