Ensayo sobre la naturaleza del comercio engeneral,
Richard Cantillon
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Sobre el autor
Richard Cantillon (c. 1680 – 1734) fue un economista
irlandés-francés cuya obra Ensayo sobre la naturaleza del
comercio en general ha sido catalogada como “la cuna de
la economía política”. Nació en Irlanda pero desde joven se
fue a vivir a París donde adquirió la nacionalidad francesa.
Poco se sabe sobre la vida de Cantillon, excepto que se
dedicó con éxito a la banca y al comercio desde temprana
edad. Sin embargo, sus negocios le valieron múltiples
enemigos que lo persiguieron hasta su trágica muerte en el
incendio de su casa en Londres, el cual se cree que fue
deliberado.
Cantillon realizó importantes contribuciones en prácticamente todos los campos del
análisis económico moderno: epistemología de la economía, microeconomía,
macroeconomía y teoría monetaria, y economía internacional Essai Sur La Nature
Du Commerce En General fue escrito en 1730 pero no se publicó hasta 1755 debido
a la fuerte censura del gobierno francés. El libro tuvo gran influencia en la teoría
económica de Adam Smith y de algunos fisiócratas franceses. Sin embargo cayó en
el olvido durante gran parte del siglo XIX.
Prefacio
Fuerte contraste el existente entre la serenidad del Ensayo de Richard Cantillon,
cuya versión castellana ofrece ahora el Fondo de Cultura Económica, y la
enigmática personalidad de su autor, en cuyos interesantes perfiles trabajaron con
ahinco Sir Stanley Jevons, verdadero descubridor de esta importante obra, y Henry
Higgs, quien presentó con un admirable artículo la edición bilingüe —en francés e
inglés— por encargo de la Royal Economic Society, de Londres, en 1931.
Leyendo el Ensayo podría decirse que Cantillon había sido uno de esos
afortunados pensadores a los cuales Thorstein Veblen distinguía con la preciada
posesión de largos períodos de "ocio ostensible". Las ideas aparecen en este libro
meditadas, saboreadas, dichas con esa calma, ignorada por nuestros economistas
actuales, acosados siempre por la presión de acontecimientos nuevos y
rectificaciones constantes. Richard Cantillon, el escritor, definía con rigor
filosófico, ejemplificaba con tino y prudencia, insistía una y otra vez, con tenacidad
de predicador religioso, hasta fijar los conceptos con un académico rigor.
En poco más de veinte años el mundo económico asistió a la aparición del
Ensayo, conoció la rica actividad de Turgot y la fisiocracia, y puso la clave a la
primera y gloriosa etapa de la Economía con la aparición de la Riqueza de las
Naciones, de Adam Smith. Pocos años fueron precisos para dar a esta última obra
y a las de Turgot y su grupo la circulación más amplia, no sólo en la Europa
continental y el Imperio bri tánico, sino en los países hispanoamericanos, agitados
ya por los primeros anhelos libertadores e independentistas.
Más de un siglo hubo de transcurrir en cambio hasta que Jevons —en un estudio
que como epílogo reproducimos— llamó la atención sobre el Essai, en 1881, y un
decenio más tarde el Prof. Henry Higgs derramó nuevas luces sobre el autor y su
obra en un luminoso artículo publicado en el Harvard Quarterly Journal of
Economics (año de 1892), en el que quedaron esclarecidas, hasta donde era
posible hacerlo, las vicisitudes, inspiraciones y trascendencia de la obra de
Cantillon.
Para el economista tiene este libro el poderoso atractivo de su incomparable
solidez —sólo puesta en duda por Marshall, quien luego lo atribuía a la ligereza
con que efectuó su lectura. Hoy ya nadie pone en entredicho la razón de quienes
consideran al Essai como "la cuna de la Economía política. La valoración justa de
los tres factores de la producción, luego clásicos en la obra de Jean Baptiste Say;
el planteamiento de los problemas de la moneda, con una concisión y seguridad
nunca más superados, ni siquiera por Ricardo; la función capital de la tierra como
principalísima fuente de la producción y la riqueza, una idea cara a la fisiocracia
naciente ; el planteamiento luminoso de la ecuación producto-tierra; la explicación exhaustiva del problema de los cambios interiores y exteriores, y otros muchos
razonamientos que colman el ámbito entero de la Economía, con la única
excepción de los impuestos, convierten a la obra de Cantillon en "un producto
cultural tan valioso como el descubrimiento de la circulación de la sangre, por
Harvey", según la feliz frase de Henry Higgs.
Admirará el lector de esta obra la justeza de muchas afirmaciones hechas por
Cantillon hace dos siglos, pero adaptable precisamente a las circunstancias tan
nuevas —y tan viejas- de la actualidad. Ante el espectáculo deprimente de
doctrinas y pronósticos que en la era contemporánea recorren en pocos lustros el
trecho que va de la gloria al descrédito o al olvido, el Essai comunicará
inmediatamente a quien lo lea la sensación de validez eterna, y nos confortará a
todos con la convicción de que la Economía se apoya sobre muy sólidos cimientos.
Detrás de la obra está el hombre, Richard Cantillon, lleno de rasgos
interesantísimos y curiosas antinomias. Jevons y Higgs han aplicado a la
personalidad de este autor la más se vera y paciente de las investigaciones críticas,
donde entran por mucho la heráldica y la jurisprudencia, la contabilidad y la
literatura. Perplejos quedamos entre la opinión de Mira beau, para quien Cantillon
era una admirable figura, independiente, liberal, dotado de un deslumbrador
talento, y el juicio de George Veron, quien fué por algún tiempo su cajero, y nos lo
presenta como un hombre frío, calculador y despiadado. Caso bien frecuente, por
otra parte, el de este hombre hecho para la vida regalada y suntuosa, donde
destaca por el uso parsimonioso de sus variadas y brillantes dotes persona les,
pero que trata con dureza a sus criados, con crueldad a sus deudores, con doblez a
sus socios, con artería y desprecio —evidenciados en su testamento— a la propia
esposa. En pocas palabras, un personaje que podría figurar dignamente en las
galerías de Madame de Sevigné o del Conde de Saint-Simon.
Sabía mucho Cantillon del dinero y sus secretos, y vivió en una época donde
toda especulación tuvo su asiento. John Law, el astuto y desaprensivo escocés,
cuyas acciones del Mar del Sur subían y bajaban como "burbujas", distinguió con
su encono al autor del Essai y le amenazó con encerrarlo en la Bastilla; pero
Cantillon, avisado negociante de divisas, supo ganarle el juego, colaborando con él
en los períodos de prosperidad; desprendiéndose del desinflado globo, en los de
infortunio ; mandando por delante sus ganancias a Amsterdam y Londres; huyendo
luego tras ellas, sin visitar más que por unas horas las prisiones del Chatelet;
colocando sus disponibilidades en distantes y seguros parajes —Bruselas, Viena,
Cádiz, los Países Bajos, la Metrópoli inglesa— acordándose del dicho de
Shakespeare: "No poner todos los huevos en la misma cesta." Una lección que han
seguido por instinto, sin leerla, con la misma sagacidad desaprensiva, muchos
nuevos ricos de nuestro tiempo que no dejarán tras de sí un Ensayo como el de
Richard Cantillon.
Sabía hacer suyo y personal un negocio, cuando ganaba, y acogerse a la
solidaridad mercantil, cuando perdía. De esa táctica no escapó ni su mujer
siquiera, la bella Marie Anne Mahony, pintada por el elegante Largilliere, y que
contó a Montesquieu entre sus numerosos admiradores. Con razón o sin ella
Cantillon la desheredó en su testamento de 12 de julio de 1732.
¡Qué extraño o será que hoy ignoremos su nacionalidad verdadera, si él mismo
se titulaba irlandés cuando la justicia le alcanzaba y londinense en su testamento, y
era francés de Dunkerque a juicio de ciertos amigos o de Provenza según otros! Lo
cierto es que siendo un gran economista vivió con suntuosidad, murió
violentamente —por cierto, a manos de un criado— y dejó una cuantiosa fortuna,
muchas joyas y obras de arte, una casa en París y otra en los arrabales de
Asnieres.
En nuestra era actual de crisis, cuando las ideas —como los hechos económicos
— no ofrecen sino inseguros fundamentos para seguir edificando, la lectura del
Ensayo, de Cantillon, nos comunica una grata sensación de solidez y claridad. En
esa obra vemos anticipados muchos de nuestros presentes problemas monetarios, y
en ella encontramos el hilo luminoso para salir con gracia de los peores laberintos
ideológicos y reales en Economía.
M. S. S
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Primera Parte
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Capítulo I
De la riqueza
LA TIERRA es la fuente o materia de donde se extrae la riqueza, y el trabajo del
hombre es la forma de producirla. En sí misma, la riqueza no es otra cosa que los
alimentos, las comodidades y las cosas superfluas que hacen agradable la vida.
La tierra produce hierbas, raíces, granos, lino, algodón, cáñamo, arbustos y
maderas de variadas especies, con frutos, cortezas y hojas de diversas clases, como
las de las moreras, con las cuales se crían los gusanos de seda; también ofrece minas
y minerales. El trabajo del hombre da a todo ello forma de riqueza. Los ríos y los
mares nos procuran peces que sirven de alimento al hombre, y otras muchas cosas
para su satisfacción y regalo. Pero estos mares y ríos pertenecen a las tierras
adyacentes, o son comunes a todos, y el trabajo del hombre obtiene de ellos el pescado y otras ventajas.
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Capítulo II
De las sociedades humanas
Sea cualquiera la manera de formarse una sociedad humana, la propiedad de las
tierras donde se asienta pertenecerá necesariamente a un pequeño número de
personas.
En las sociedades errantes, como en las hordas tártaras y los campamentos de
indios, que se trasladan de un lugar a otro con sus ganados y familias, precisa que el
caudillo o rey que los guía establezca límites a cada jefe de familia, y dé
aposentamiento a cada uno alrededor del campo. De otro modo siempre habría
disputas respecto a parcelas y productos, maderas, hierbas, agua, etc.; pero una vez
distribuídos los cuarteles y límites de cada uno, tal regulación será valedera, como
una propiedad, durante el tiempo que allí permanezcan.
He aquí lo que ocurre en las sociedades más estables: cuando un príncipe, a la
cabeza de un ejército, ha conquistado un país, distribuye las tierras entre sus
oficiales o favoritos, de acuerdo con los méritos respectivos o siguiendo un
arbitrario designio (en este caso se halló originariamente Francia); establece leyes
para asegurar la propiedad de esas tierras para ellos o sus descendientes; o bien se
reserva la propiedad de las tierras, empleando a sus oficiales o favoritos en el
empeño de hacerlas producir; o las cede a condición de que le paguen sobre ellas
todos los años un cierto censo o canon; o las entrega reservándose la libertad de
gravarlas todos los años, según sus necesidades propias y la capacidad de sus
vasallos. En cualquiera de estos casos, los oficiales o favoritos, ya sean propietarios
absolutos o dependientes, ya sean intendentes o inspectores del producto de las
tierras, no representarán sino un pequeño número, en comparación con el total de
los habitantes.
Aun si el príncipe distribuye las tierras por lotes iguales entre todos los
moradores, en definitiva irán a parar a manos de un pequeño número. Un habitante
tendrá varios hijos, y no podrá dejar a cada uno de ellos una porción de tierra igual
a la suya; otro morirá sin descendencia, y legará su porción a quien ya tiene alguna,
mejor que a otro desprovisto de ella; un tercero será holgazán, pródigo o enfermizo,
y se verá obligado a vender su porción a otro que sea frugal y laborioso, quien irá
aumentando continuamente sus tierras mediante nuevas compras, empleando para
explotarlas el trabajo de quienes, careciendo de tierras propias, se verán obligados a
ofrecer su trabajo para subsistir.
En el primer establecimiento de Roma se dió a cada habitante dos yugadas de
tierra: esto no impidió que muy pronto surgiera en los patrimonios una desigualdad
tan grande como la que hoy advertimos en todos los Estados de Europa. Y así las
tierras pasaron a ser patrimonio de un pequeño número de propietarios.
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