A los economistas les gusta asumir la pose de un científico.
Lo sé, pues suelo hacerlo yo mismo. Cuando doy clases a mis estudiantes de
grado, conscientemente describo el campo de la economía como una ciencia de
modo que ningún estudiante piense, al empezar el curso, que se está embarcando
en una empresa académica carente de sólidos fundamentos. A nuestros colegas del
departamento de física en el otro lado del campus puede resultarles divertido
que los veamos como primos cercanos, pero somos rápidos en recordar a
cualquiera que quiera escuchar que los economistas formulan teorías con
precisión matemática, recolectan inmensas series de datos sobre comportamientos
individuales y agregados, y utilizan las más sofisticadas técnicas estadísticas
con el fin de obtener juicios empíricos libres de sesgo e ideología (o al menos
eso nos gusta pensar).
Habiendo trabajado dos años en Washington recientemente
como asesor económico, en momentos en los que la economía estadounidense estaba
luchando por salir de una recesión, soy consciente de que el campo de la macroeconomía
nació no como una ciencia sino mas bien como un tipo de ingeniería. Dios puso a
los macroeconomistas en la tierra no para proponer y testear elegantes teorías
sino para resolver problemas prácticos. Los problemas que Él puso en nuestras
manos no eran, además, de dimensiones modestas. Aquello que dio nacimiento a
nuestra disciplina -la Gran Depresión de los años treinta- fue una caída en la
actividad económica de una escala sin precedentes, incluyendo ingresos tan
deprimidos y un desempleo tan expandido que no es exagerado decir que la
viabilidad del sistema capitalista estaba en cuestión. Este ensayo ofrece una
breve historia de la macroeconomía, junto con una evaluación de lo que hemos
aprendido. Mi premisa es que la disciplina ha evolucionado gracias a los
esfuerzos de dos tipos diferentes de macroeconomistas: aquellos que la conciben
como una especie de ingeniería y aquellos que quisieran que fuese más bien una
ciencia. Los ingenieros son, ante todo, personas que se ocupan de solucionar
problemas. Por el contrario, el objetivo de los científicos es entender cómo
funciona el mundo. El énfasis de las investigaciones de los macroeconomistas ha
variado a lo largo del tiempo entre estos dos motivos. Mientras que los
primeros macroeconomistas eran ingenieros que trataban de resolver problemas prácticos,
los macroeconomistas de las ultimas décadas han estado más interesados en
desarrollar herramientas analíticas y establecer principios teóricos. Estas
herramientas y principios, sin embargo, han tardado en encontrar el modo de ser
utilizados. A medida que el campo de la macroeconomía fue evolucionando, un
tema recurrente ha sido la interacción -a veces productiva y a veces no tanto-
entre los científicos y los ingenieros. La desconexión sustancial entre ciencia
e ingeniería de la macroeconomía constituye un hecho lamentable para todos
quienes trabajamos en la disciplina. Para evitar cualquier tipo de confusión,
debo decir desde un principio que la historia que habré de contar no es una de
buenos y malos muchachos. Ni los científicos ni los ingenieros pueden reclamar
para si una virtud mayor. Tampoco es esta una historia acerca de pensadores
profundos y plomeros ingenuos. Los profesores científicos no son típicamente
mucho mejores en resolver problemas ingenieriles que lo que son los profesores
ingenieros en resolver problemas científicos. En ambos campos hay siempre
problemas nuevos, que son, al mismo tiempo, duros e intelectualmente
desafiantes. De la misma manera que el mundo necesita tanto científicos como
ingenieros, necesita macroeconomistas de ambas orientaciones. Pienso, sin
embargo, que la disciplina podría avanzar de manera más fluida y fructífera si
los macroeconomistas recordasen que su campo tiene un rol dual. La revoluci6n
keynesiana La palabra "macroeconomía" aparece por primera vez en la
literatura académica en los años cuarenta. Cierto es que los tópicos de la macroeconomía
-inflación, desempleo, crecimiento económico, el ciclo de negocios, políticas
monetarias y fiscales- han preocupado siempre a los economistas. En el siglo
XVIII, por ejemplo, David Hume (1752) escribió acerca de los efectos de corto y
largo plazo de las expansiones monetarias; en muchos aspectos, su análisis
resulta muy similar al que uno podría esperar hoy en día de un moderno
economista monetario o de un banquero central. En 1927, Arthur Pigou público un
libro titulado Industrial Fluctuaciones que buscaba explicar el ciclo económico.
No obstante, el campo de la macroeconomía como un área distinta y activa de investigación
surgía a la sombra de la Gran Depresión: no hay nada mejor que una crisis para
lograr que la mente se concentre. La Gran Depresión tuvo un impacto profundo en
quienes la vivieron. En 1933 el desempleo en los Estados Unidos llegó al 25 por
ciento, y el PIB real era un 31 por ciento menor al de 1929. Todas las
fluctuaciones subsiguientes en la economía norteamericana han sido olas pequeñas
en un mar calmo comparadas con aquel tsunami. Ensayos autobiográficos de
prominentes economistas de esta era como Lawrence Klein, Franco Modigliani,
Paul Samuelson, Robert Solow y James Tobin, confirman que la Depresión fue un
evento clave en sus carreras (Breit and Hirsch, 2004). La Teoría General de
John Maynard Keynes fue el punto focal de las discusiones profesionales acerca
de cómo entender estos fenómenos.
* Publicado en Journal of Economic
Perspectives, Fall 2006. Desarrollo Economico agradece a American
Economic Association la autorizacion para la presente versibn en espanol.
** N.
Gregory Mankiw es Robert M.Beren Profesor de Economia, Harvard University,
Cambridge.M.A. Estados Unidos. 3 This content downloaded from
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