La Teoría de la Elección Racional en las ciencias sociales
Godofredo Vidal de la Rosa*
Introducción
La Teoría de la Elección Racional (TER) aparece durante la primera mitad del siglo pasado en la academia estadounidense como una crítica al modelo de la economía de bienestar que se intentaba construir en Europa por académicos de orientación socialdemócrata y socialista. La TER además de destruir los supuestos fundamentales de esta teoría, introdujo una revolución teórica y metodológica para todas las ciencias sociales. Por supuesto, no estoy diciendo que ésta haya sido una consecuencia secundaria o no intencional de la primera. En un libro y un artículo recientemente publicados, S. A. Amadae (2003, 2005) ha aclarado esta sinergia entre una revolución científica y el clima de la Guerra Fría. En esta historia, Kenneth Arrow encabeza una serie de acontecimientos intelectuales que definirían a las ciencias sociales, al menos las de habla inglesa, durante el siguiente medio siglo. Arrow no lo hizo sólo, sino acompañado de diversas mentes brillantes, como John Nash, Thomas Schelling, Robert Axelrod, Anatol Rapoport, Gary Becker, entre muchos otros de su talla. Aunque generalmente se identifica a la TER con un paradigma de la ciencia económica, esta impresión es infundada. La TER es una perspectiva teórica general de las ciencias del comportamiento humano, y su ámbito es el de la interacción humana, es decir, se refiere a toda clase de situaciones sociales. Su presencia en la economía es, por cierto, indisputable, pero también en disciplinas alejadas en apariencia del modelo del homo economicus. Así, Thomas Schelling y otros autores desarrollaron una teoría de la estrategia política y militar de la "disuasión" nuclear, pero también contribuyó con el análisis de la acción estratégica en general, y en particular a una renovada reflexión del significado del término acción racional.1 En la ciencia política la irrupción de la TER fue equivalente a una toma por asalto del establishment académico, con los trabajos de William Riker y la Escuela de Rochester (Amadae y Bueno de Mesquita, 1994). Sin embargo, la psicología y la sociología no estuvieron exentas. Aunque los sociólogos hayamos sido los más persistentes defensores del bastión de la sabiduría convencional o teoría sociológica, con el paso del tiempo la TER no sólo fue una fuerza invasora, sino que recibió la influencia civilizatoria de las disciplinas más antiguas y hasta venerables, como la filosofía que invadía. El resultado fue una hibridación creativa; la TER en las ciencias sociales ha mostrado una capacidad de desarrollo y aprendizaje asombrosa.
La teoría de la elección racional llegó para quedarse. A pesar de la indiferencia mostrada por los sociólogos latinoamericanos al respecto del modelo de la elección racional, la TER representa una innovación teórica y metodológica revolucionaria y ambiciosa del último medio siglo. Como mencioné, su origen como disciplina consolidada se debe a los trabajos de Kenneth Arrow, que le valieron el Premio Nobel de Economía en 1972, pues desarrolló un poderoso edificio axiomático basado en la teoría de conjuntos para replantear un problema añejo, ya postulado en la Ilustración y sus postrimerías por los filósofos utilitaristas: ¿cómo es posible lograr la agregación de preferencias individuales diversas en un concepto lógicamente coherente de preferencia colectiva? En otras palabras, Arrow investigó la legitimidad de la existencia de criterios de utilidad colectiva o social, o si se quiere, en el lenguaje antiguo, la existencia de un interés general sostenido en una voluntad general. Retomó un problema que primero abordó Jean-Antoine-Nicolas Caritat, conocido en la posteridad gracias a personajes como el marqués de Condorcet (1743-1794) y otros pensadores,2 estableciendo sólidamente el coloquialmente llamado Teorema de la Imposibilidad, que establece sin ambigüedad que no existe un método, cualquiera que sea, que permita agregar las presencias individuales en un criterio de utilidad colectiva que sea lógico y consistente. Arrow tenía en mente la, en ese entonces de moda, economía del bienestar, sostenida por teóricos socialistas y liberales que buscaban la manera de establecer metodologías de planificación económica. También demostró que no existe ni puede existir tal economía sin violar al menos algún criterio de equidad y consistencia lógica. Los teoremas de Arrow fueron aprovechados por los economistas y la teoría de la elección racional se aposentó en los departamentos de economía de las universidades anglosajonas. Su interés era, sobre todo, analítico, pero también contenía un argumento que podía ser dirigido contra la idea de la intervención estatal para regular o dirigir la actividad del mercado. La implicación de los descubrimientos de Kenneth Arrow no sólo podía apuntar contra la presunción de una acción estatal en nombre del interés popular o del pueblo, sino también contra la idea, mucho menos difundida pero inevitable, de que el mercado es un método de agregación de preferencias consistente y lógicamente sostenible y que el equilibrio del mercado es autosostenible. Ideas harto convencionales, como las del interés general, el pueblo, y la identidad inequívoca de las mayorías, se convertían en construcciones convencionales más o menos arbitrarias y dependientes de la manera en que se ordenaran las opciones de los individuos.
La teoría de la elección racional fue abriéndose paso a disciplinas como la ciencia política y, en general, a todas aquellas que estudian procesos donde existen individuos o actores sociales que toman decisiones, que elijen entre alternativas. Por eso William Riker protestaba cuando alguien pretendía que la Teoría de la Elección Racional significaba un imperialismo de la economía sobre disciplinas aledañas (Amadea y Bueno de Mesquita, 1994). Arrow mismo era, antes que economista, un matemático. Así que Riker podía decir con cierta certeza que la ciencia política había contribuido al desarrollo de la elección racional en la misma medida que la economía. También dio sentido a los teoremas de Arrow en su famosa crítica de los conceptos de mayoría y democracia mayoritaria. Para Riker la Teoría de Elección Racional ofreció un sustento metodológico tan sólido como pudiera imaginar cualquiera. La ciencia política podía asentarse en fundamentos lógicos y matemáticos. A partir de Riker, la ciencia política estadounidense sería una disciplina inédita y radicalmente diferente a sus gloriosas antepasadas de la ciencia política descriptiva y la filosofía política normativa. Incluso llegó a cometer el pecado de la hubris, al postular que la ciencia política podía alcanzar niveles de precisión y generalización como las ciencias físicas (Amadae, 2003; Vidal de la Rosa, 2006).
Lo crucial es que el homo economicus se abrió paso en la lucha de las teorías ante las más laxas versiones del homo sociologicus y el zoon politikon. El interés egoísta podía ser el fundamento de un vasto edificio conceptual que pretendía ofrecer alternativas teóricas superiores a las jamás conocidas. La teoría de la elección racional invadió la psicología; la antropología; a las teorías como el marxismo; e incluso a la misma biología. Acompañado del arsenal de la teoría matemática de juegos el tsumami teórico creo expectativas con frecuencia exageradas sobre su poder explicativo y consistencia lógica.
La Teoría de la Elección Racional no es, sin embargo, un corpus monolítico. Dentro de sus límites: la premisa del interés propio como motivo fundamental de la acción humana y el individualismo metodológico, coexisten diversas versiones acerca del alcance –y por ende, de los límites– de la capacidad explicativa de la teoría. Más que una teoría del todo unificada, se trata de un programa teórico o científico. Fuera de la economía existen, por supuesto, criterios más flexibles y heurísticos hacia la Teoría de la Elección Racional. Digamos que le ha sucedido como a los bárbaros, que al contacto con civilizaciones más antiguas se suavizan en sus modos y se tornan más cautos. Al contacto con la sociología, la psicología y la biología, el modelo básico del homo economicus se ha encontrado con una variedad de comportamientos que el economista convencional no puede imaginar ni en sus mejores sueños. La variedad de culturas, instituciones, motivos y formas de asociación humana no sólo debe contar con las diferencias actuales, sino también dar cuenta de las que han existido a lo largo del desarrollo de la civilización, por lo menos durante los últimos cien mil años. Así que el ámbito de los fenómenos, los "algos" sociales, se ha ampliado mucho más allá de la conducta de los mercados modernos. Esos nuevos "algos" son terreno ignoto. Por ejemplo, la antropología ha resultado ser un campo de debate interesante. La TER debe explicarla no sólo tan bien como las explicaciones convencionales más avanzadas, sino ofrecer un plus, y no simplemente trasladar a un lenguaje de la teoría de juegos, de estratega, lo que se puede explicar con un lenguaje simple. Las creencias son el motivo de la acción social en las sociedades arcaicas y, por ejemplo, dan cuenta del canibalismo azteca, o bien, éste también puede explicarse por motivos más mundanos, como el hambre y la falta de recursos proteínicos para un exceso de la población. El culto a la vaca deriva de motivos cosmológicos o es una adaptación a un acervo de recursos bióticos disponibles a una sociedad concreta. Son cuestiones que requieren, al menos, de reconsideración. Lo mismo vale para la discusión del huevo y la gallina, es decir, ¿los valores o el interés son el motivo duro de la conducta? En un viejo librito Albert Hirshman abordó esta tensión sobre las causas de la acción capitalista, titulándolo las pasiones y los intereses (1978), en el cual reconstruye la prehistoria del debate actual sobre la primacía de las motivaciones económicas en la acción social.
La TER ha logrado abordar problemas importantes reservados a las tradiciones clásicas o a las disciplinas que han luchado fuertemente por establecer su identidad académica. Por ejemplo, el debate sobre la estabilidad democrática dejó de ser reserva de la teoría estructural funcionalista con el arribo de las teorías de Downs y Riker.3 Por otro lado, como bien lo dice Mario Bunge (1999), la racionalidad tiene muchos significados y seguramente más de los necesarios para establecerse como sustento de la teoría social. En la TER, la palabra racionalidad se utiliza de maneras a veces más intuitivas, contra lo que declaran sus proponentes. Herbert Simon lo ha notado en múltiples ocasiones (Simon, 1985). Sin embargo, a final de cuentas la elección racional ha sido un comienzo heurístico importante para orientar a la ciencia social hacia rutas más rigurosas y horizontes poco explorados. El debate metodológico central, al menos en la academia de habla inglesa, es precisamente la crítica al exceso de narcisismo matemático versus las exigencias de realismo que debe tener la ciencia social.4
El problema del término racional es que se refiere tanto al observador como a los sujetos observados. Con frecuencia ambas dimensiones se confunden. El observador es racional y usa legítimamente métodos racionales y realistas (como la TER), pero ¿actuamos los sujetos comunes racionalmente en la base misma de nuestras prácticas? La respuesta de la TER es afirmativa, aunque para hacerlo haya tenido que estirar el significado de racionalidad. ¿Racionalidad intencional o racionalidad por selección natural?; ¿racionalidad por adaptación al ambiente, del tipo que supone la Teoría de la Evolución, o por accidente? El hecho es que la conducta racional (como acción instrumental maximizadora) parece predeterminada en nuestros rasgos culturales de manera universal. La definición se reduce a dos condiciones. Conductas instrumentales en las cuales existe intransitividad entre las elecciones (que si preferimos A a B y B a C, entonces preferimos A a C y nunca, entonces, C a A), y éstas cumplen con el requisito de completud (es decir, que la información sobre las alternativas está disponible al momento de las decisiones). Ambas exigencias están en el centro de la TER desde la obra de Arrow. Cuando las personas actúan con relación a otras no sólo se comportan racionalmente, y su conducta puede describirse de acuerdo con sus complicadas ecuaciones, sin que por ello debamos necesariamente comprenderlas (aunque aparentemente si las entendemos mejoramos nuestro performance social). Sin embargo, el hecho es que los agentes somos generalmente malos calculadores: intuimos antes que calcular con precisión; atinamos antes que precisamos; experimentamos antes que creamos certezas lógicas. Estas aptitudes las llamamos habilidades heurísticas. Bowles y Gintis (2007) concluyen un pequeño ensayo afirmando que tres rasgos son inherentes al homo economicus reformulado por su inmanencia biológica, alcanzada a través de milenios de co-evolución genética y cultural: heterogeneidad, plasticidad y versatilidad. El homo economicus puede ser revisado como un homo reciprocans (Bowles). El interés propio es un artilugio analítico, pero es sólo una parte del complejo conjunto de motivos y conductas mostradas por los seres humanos como seres sociales. El homo economicus tradicional, el arquetipo maximizador y egoísta, generalmente miope, es un caso particular en el complejo de mecanismos de cooperación colectiva. Heterogeneidad, versatilidad y plasticidad, entonces, son los rasgos que describen mejor que el egoísmo las características que los modelos de conducta racional deben incluir. Así que la Teoría de Elección Racional ha pasado de ser una ciencia estrictamente axiomática a ser una ciencia híbrida entre la formalización matemática, y la modelación experimental (un obsequio de la psicología) y comparativa (es decir, sensible al contexto y a la historia). Esa plasticidad no le da a priori el galardón de la verdad, sino sólo el de la ampliación de los horizontes a las cuestiones importantes.
En el ejemplo del trabajo de Gintis y sus asociados este fenómeno amerita una breve recapitulación. De ser fundadores de la teoría radical o neomarxista en Estados Unidos durante la década de los setenta, estos profesores asumieron en los ochenta un esfuerzo redoblado por asimilar lo que Daniel Dennett llamó "la peligrosa idea de Darwin".5 Lo hicieron, por un lado, publicando trabajos no técnicos para difusión pública altamente analíticos, pero accesibles, los cuales contenían críticas contundentes a las premisas fundamentales del sistema capitalista estadounidense. Su carácter innovador fue que se sumergían en problemas normalmente menospreciados por un teórico europeo típico, extasiado por los monumentales edificios de palabras, con o sin sentido. En cambio, en Estados Unidos, con un clima académico menos sensible a la política ideológica europea y casi naturalmente leales a las convicciones del comportamiento científico,6 la ruta del neomarxismo fue extraña e imprevisible. Literalmente se diluyó en teorías complementarias o alternas. Del neomarxismo a la teoría de juegos, y de allí al acercamiento a la economía evolucionista. El programa de Gintis se convirtió en uno altamente técnico y respetado por sus colegas, asimilando al ethos de la cientificidad característico de las ciencias sociales de Estados Unidos después de Arrow.7
Aquí cabe un pequeño interludio sobre el altruismo y el egoísmo. El homo reciproccans es un agente orientado en sentido altruista, que no sólo actúa en favor de otros buscando un premio ulterior, sino que lo hace en favor del grupo aun a costa de su propio peculio o retribución. ¡Es un altruista puro! Este postulado de altruismo es la base de la llamada reciprocidad fuerte, que es la carta de presentación de Gintis y de sus colegas y que implica que hay jugadores dispuestos a sacrificar sus pagos o aun su existencia para preservar normas de equidad socialmente construidas (criterio de fairness). Por eso Gintis y sus colaboradores sostienen que no sólo los objetivos individuales deben contar en los juegos, sino también la apreciación de los procesos mismos como justos o equitativos, y la situación comparativa o relativa a los demás respecto del jugador. Es decir, la interacción cuenta tanto como las reglas del juego y la percepción o balance comparado de las ganancias y pérdidas entre los jugadores. Sin embargo, esta proposición no anula el hecho de que algunos puedan perseguir metas exclusivamente egoístas. Por ejemplo, los patrones pueden ver por el bienestar de sus trabajadores y entre ambos tipos de jugador crearse un modus vivendi aceptable y definido como equitativo, pero para que funcione la reciprocidad fuerte debe existir la posibilidad no sólo de que algún miembro del grupo valore más las reglas del juego y la norma de reciprocidad, sino que exista la posibilidad de ejercer penalizaciones a los transgresores de la norma de equidad aceptada (o si se quiere, pactada). Con frecuencia los transgresores lo son por que estiman que pueden eludir las multas o castigos; es decir, pueden huir (ser free riders con impunidad). La implicación de este hecho es la siguiente: los subordinados actúan de acuerdo con reglas cooperativas de la economía moral como la defienden James Scott y Barrington Moore Jr., tal como Bowles y Gintis lo refieren en su ensayo (2007). El transgresor del pacto con equidad tiene éxito únicamente si logra eludir la penalización que le impone la norma de reciprocidad. Dicha norma cultural de reciprocidad establece un sustrato de equidad en la base de la misma sociedad. La reciprocidad fuerte implica la posibilidad de penalizaciones a los transgresores, aun a costa de pérdidas para los penalizadores. Esta capacidad incrementa las probabilidades de que el grupo como un todo mejore su situación, sólo que este beneficio depende de que la acción del homo reciprocans sea leída correctamente por los sujetos egoístas. Se trata de una amenaza real de "hundir el barco". Su credibilidad reside en que el transgresor no tenga otra salida, por ejemplo, otro barco al cual saltar abandonando a la tripulación. La reciprocidad fuerte crea estímulos en la confianza y la cooperación precisamente porque la amenaza de autosacrificio individual o grupal con el fin de penalizar la violación de la norma de equidad es real. La reciprocidad fuerte es una forma especial de juegos con equidad.
Volviendo a los terrenos más generales, cabe mencionar una diferencia entre la proposición de la teoría evolutiva de la elección racional y la racionalidad acotada que propuso el politólogo Herbert Simon (1985), Premio Nobel de Economía en 1978, quien sugirió que la mayoría de los motivos o presencias que se observaban en la acción racional son exógenos, es decir, provienen del entorno social y acotan la exigencia puramente egoísta. Gintis y sus colegas aceptan esta situación, pero retoman la ortodoxia e insisten en que la "cultura" no debe tratarse como variable exógena, lo cual significa sacrificar la variedad por la justeza. La "endogeneidad" es la carta original de la teoría tal como la presentó Arrow, y la continuó una larga serie de eminencias científicas.
El asunto que más altera a los sociólogos es la insistencia irrenunciable al reduccionismo en las explicaciones de la conducta social establecida por la teoría de la elección racional. Los sociólogos sabemos que existen muchos motivos y el estudio del pasado y del presente nos convencen de ello cada día. La cuestión es si esos motivos aparentemente no guiados por el interés propio pueden explicarse también por éste. La respuesta de la TER es afirmativa.8 Es decir, confirma que sí es posible una explicación reduccionista. No obstante, como el filósofo Daniel Dennett (1999, 123 y ss; y Elster, 2007: 257 y ss) nos recuerda, existen al menos dos formas de reduccionismo: el mezquino o duro, que casi siempre termina como un reductio ad absurdum, y el bueno o heurístico. Este último es un ingrediente indispensable en el desarrollo de la ciencia, sea física, biológica o social. La TER recurre al reduccionismo, y ese es su punto a la vez fuerte y débil. El principio de racionalidad de la acción es necesario, más no suficiente. No es posible prescindir de él, pero con frecuencia su uso es una descripción de conductas maximizadoras de algo. El problema es doble. Por un lado, no necesariamente debe referirse a la conducta egoísta. Los trabajos de los biólogos y psicólogos enseñan conductas maximizadoras del beneficio del grupo tanto en animales "racionales" (homo sapiens sapiens) como "no racionales" (por ejemplo, hormigas o abejas, por poner dos casos clásicos). Sin embargo, debe existir una clara distinción. La elección racional no sólo debe de ser maximizadora de algo, sino intencional, para poder calificar como "realmente" racional. Ese carácter es típico de la especie humana y su rasgo único y distinguible en toda la creación conocida. La capacidad de anticipación; la transgresión de las perspectiva miopes; la conciencia de las consecuencias de los actos; todos son elementos integrantes de la decisión racional. La elección no es un simple acierto probabilístico, reforzado por el éxito para la supervivencia, sino la capacidad de alterar radicalmente el propio entorno (sus restricciones) y los propios fines. Sin embargo, queda el hecho de que cualquiera que sea esa finalidad los mecanismos que la describen son similares. La teoría de juegos es útil tanto para describir comportamientos filogenéticos, es decir, de especies enteras, como equilibrios ecológicos o mecanismos tan universales como la selección natural de las especies. Si existen mecanismos analíticos tan flexibles y heurísticos como los que proceden de la simbiosis de la elección racional y la teoría de juegos, la tentación es muy grande para anunciar el advenimiento de un principio unificador en la ciencia social y la biología. ¿Es posible una ciencia social unificada? Edward Wilson (1998), eminente biólogo y fundador de la sociobiología, está totalmente convencido de la necesidad y urgencia de esta integración (igual que muchos físico-matemáticos audaces). Así que Gintis y sus asociados también abogan por una respuesta afirmativa. En lo personal creo que es y será precipitada esta respuesta por un largo tiempo y prefiero el conservadurismo mostrado por Jon Elster (2007). En efecto, aunque existe un consenso extendido con respecto a que la biología afecta en algo (aunque en modos aún no conocidos con exactitud) a la conducta social, y a que las conductas humanas se encuentran inmersas en predisposiciones genéticas, o en general biológicas, aún falta mucho para que la explicación del mecanismo causal sea comprendida. Por ahora es sólo una especie de acotación que recurre a la "caja negra" en espera de respuestas más precisas. De hecho Fehr y Gintis (2007) sugieren un nuevo marco paradigmático para la sociología, que según ellos da sustento a programas inacabados como los de Parsons o Durkheim, en los cuales algunos problemas planeados sobre la variación de motivos de la acción social están todavía irresueltos desde el punto de vista de los micromotivos. La Teoría de Juegos puede ofrecer ese arsenal de mecanismos explicatorios con la virtud de que también puede combinar el lenguaje lógico y matemático con la experimentación cuidadosa. En el mundo académico anglosajón la discusión sobre egoísmo y altruismo parece atraer la atención tanto de científicos como de filósofos de las más diversas especialidades. Este interés compartido permite un diálogo frecuentemente imposible en otras latitudes. Biólogos, economistas, antropólogos y filósofos debaten sobre la naturaleza humana y la conducta colectiva con las ventajas que otorga la opinión plural e ilustrada.
El asunto es que esta exploración ya empezó y va avanzando rápidamente. La pregunta es si los científicos sociales, conservadores como somos, a diferencia de nuestras contrapartes de la física y la biología, sostendremos el paso o, como en la vieja tradición católica, denunciaremos la innovación como herejía. Como Jon Elster (2007) prefiero el radicalismo de los que piensan que las ciencias sociales pueden cobijarse del abrazo de la lógica y las matemáticas sin renunciar a su ambición comprensiva, alejándose eso sí de la charlatanería posmoderna. Aquí sólo quiero asentar que el avance de la Teoría de la Elección Racional no se debe a una moda pasajera. Repito, la TER llegó para quedarse, al menos en este siglo. De aquí que algunas de las cuestiones que Bowles y Gintis (2006) plantean tienen interés particular no sólo para la economía política, sino también para la ciencia política y la filosofía política. Bowles, Gintis y otros sostienen que no hay nada que obligue al homo economicus a constituirse como un agente egoísta y a la vez abusivo. Las conductas que analizan muestran ambos rasgos. No hay razón para encerrar a la racionalidad en los motivos del homo economicus en los límites de la mentalidad de un corredor de bolsa. La racionalidad en la acción social es un criterio analítico que describe comportamientos orientados por normas de justicia y equidad aparentemente innatos, es decir, resultado de la co-evolución genética y cultural de los grupos humanos a través de milenios.9 Ambos motivos de la conducta humana son observados reiteradamente en los laboratorios y ponen en entredicho la identidad entre vicios privados y virtudes públicas. La violación de las normas de reciprocidad conduce, con frecuencia, a dilemas ineludibles para la posibilidad de la cooperación y la confianza. La reciprocidad fuerte es un remedio racional para preservar la cooperación e implica algunas violaciones a los supuestos de la acción puramente egoísta. En la reciprocidad fuerte, el agente puede incurrir en costos para sí mismo sin expectativas de ganancia ulterior sólo para sancionar a los violadores de la reciprocidad del juego justo.
El tratamiento que estos autores confieren al asunto de la equidad y la conducta ética en la vida social es innovador, y puede compararse, por ejemplo, con la manera en que el filósofo John Rawls (1979) introdujo el criterio de un trato justo o generoso (fairness) como condición apriorística de la justicia. Sin embargo, su criterio es introducido como una norma deseable y conveniente, y como tal pertenece al juez externo, es decir, al filósofo Rawls. Es una norma altamente deseable. Mientras que Gintis y su equipo sugieren que la preferencia por criterios de justeza en los procesos de interacción es endógena y que el concepto de interés racional implica no nada más la búsqueda de la maximización de los beneficios de los actores individuales. Los actores no tienen una preferencia contractual ideal, por ejemplo, un imperativo categórico previo, insertado "normativamente", sino que la tienen "naturalmente" (en un sentido literal), expresada en el "juego" de la adaptación evolutiva.
En forma inversa, y ésta me parece la implicación más interesante, sucede que cuando las expectativas de reciprocidad son violentadas los actores se comportan racionalmente, no cooperando. No cooperar es una buena decisión si no hay penalización. Sin embargo, Gintis y Bowles afirman que esta no es la primera elección observada en sus experimentos. No cooperar acontece sólo después de que los agentes descubren que los demás tampoco cooperan. Cooperar es su primera elección, contra lo que pronostica el clásico juego del prisionero. Si no pagamos impuestos, no contribuimos a la producción de bienes colectivos, no respetamos las normas y las leyes y, al final, nos vemos tentados a convertirnos en free riders, o incluso, en algunos casos, a justificar la rebeldía social y política, o cuando menos la anomia. Esta elección surge de la ruptura de los criterios de justeza (fairness) de los pactos sociales y no como la predilección del abusador oportunista.
Los trabajos de Gintis y Bowles y sus demás asociados se insertan en este debate seminal de la ciencia social contemporánea, que tiene el bono extra de tener implicaciones para nuestro entendimiento del funcionamiento de las instituciones y políticas sociales. Se inscriben en la visión filosófica en que Amartya Sen (1999), Premio Nobel en 1998, enmarca a la TER, como un instrumento teórico potencialmente constructivo para comprender los problemas económicos y políticos de nuestros tiempos, así como en el mensaje más explícito del filósofo Russell Hardin (2004) de que la TER puede hacer contribuciones sustantivas a nuestras ideas de reformar las instituciones sociales para acotar el abuso y la arbitrariedad, y a la vez aumentar los recursos de los grupos más débiles.
La conducta puramente egoísta puede explicarse no como el principio de la acción estratégica, sino como el resultado de la violación de los juegos cooperativos, es decir, como social, psicológica e institucionalmente producida. A eso se refieren algunos autores cuando mencionan que la cultura cuenta. No los evanescentes valores sino la acumulación de experiencias en juegos repetidos de interacciones estratégicas individuales y colectivas dan significado a las normas de cooperación equitativa. Gintis et al (2005) ofrecen una nueva e importante aportación a diversos problemas asociados con la cooperación social, que conforman la esencia de los múltiples retos que afrontaremos durante el resto del presente siglo.
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1 Está de más, pero hay que repetirlo. La TER se ocupa de la acción racional como sinónimo de acción instrumental. Es decir, de la acción intencional guiada por intereses, sean éstos de cualquier tipo. Otras formas de racionalidad superior pertenecen al ámbito de la trascendencia y no nos competen aquí.
2 Como Lewis Carroll, autor de Alicia en el país de las maravillas, y pseudónimo de Charles Dogson (1832-1898), quien también fue un contribuyente importante a esta línea de análisis matemático.
3 El librito de Brian Barry, Los sociólogos, los economistas y la democracia (1970) sigue siendo la mejor exposición de la confrontación de estos dos "paradigmas" frente a un mismo problema.
4 Véase el libro editado por Ian Shapiro y otros (2004). Esta obra y la de Simon (1985) son de gran interés para quien quiera asomarse a un debate académico cuya intensidad rara vez toleramos al sur del río Bravo.
5 El profesor Jon Elster es otro ejemplo de un antiguo marxista regenerado en el contexto de la discusión sobre el papel de la racionalidad en la acción social, con la diferencia de que no confía en las iniciativas de una ciencia biosocial unificada con base en las ideas de Darwin.
6 Nada más equivocado que afirmar que la academia estadounidense se mantuvo alejada de la "ideología". Los trabajos citados de Amadae (2003, 2005) son ilustrativos de los compromisos patrióticos de muchos científicos sociales. La diferencia es que predominó un consenso liberal, y hasta ahora, secular, a diferencia de las "guerras de clases a nivel cubículo" de las academias europeas occidentales. A la vez, las llamadas "guerras culturales" fueron mucho menos relevantes de lo que se piensa en la evolución del ethos científico de la academia en los Estados Unidos y terminaron con la ridiculización del "posmodernismo".
7 Así, Gintis se ha convertido en un innovador reconocido de la teoría de juegos y su libro Game Theory Evolving (2000) es un texto introductorio ampliamente utilizado en la enseñanza ¡que amerita su inmediata traducción!
8 Una excelente introducción a estos temas en los límites disciplinarios de la sociología y de la economía es el libro de entrevistas que realizó Richard Sweedberg (1990) a los máximos exponentes de la TER sobre sus opiniones en relación con el futuro de la teoría sociológica.
9 Mientras escribía este trabajo apareció en la edición electrónica de la revista Science un artículo titulado "The Origins of Cooperation", que no es ni el primero ni el último reporte que confirma dichas observaciones sobre la "endogeneidad" de la moralidad en los humanos.