La semana pasada, una extraordinaria y aterradora historia sobre el cambio climático apareció en los titulares de noticias en todo el mundo. El derretimiento del Ártico podría liberar una inmensa cantidad de metano que aumentaría drásticamente el calentamiento global y le costaría al mundo la exorbitante cantidad de 60 billones de dólares. Se nos insta a instalar paneles solares y turbinas de viento para evitar este Armagedón.
Desafortunadamente, se trata de una historia alarmante, basada en escenarios desfavorables, un modelo atípico y políticas ineficaces.
Es comprensible que los activistas que luchan contra el cambio climático estén disgustados debido a que el mundo no ha adoptado su solución preferida de energía ecológica con la rapidez suficiente.
La exageración puede ser un método rápido y atractivo para forzar una solución única en el primer plano del debate público. Pero, no obstante las buenas intenciones, asustar al público guiándolo hacia una solución predeterminada a menudo resulta contraproducente: el pánico da lugar a malas decisiones, y cuando las personas se dan cuenta de que han sido engañadas, pierden la confianza y el interés.
La historia de la “bomba de tiempo económica” del Ártico proviene de un artículo de opinión (no de un artículo científico) publicado en la revista Nature.
En él se asume, con una sola referencia a una revista rusa desconocida, que el total de los depósitos de metano en la plataforma ártica de Siberia Oriental se liberarán en los próximos 12 años. Este evento extremo es luego analizado en un modelo para evaluar el impacto económico del cambio climático en el escenario más pesimista.
Sin embargo, la historia gira en torno a argumentos inverosímiles. La liberación de hidratos de metano, a pesar de ser una historia alarmante por sí misma, es exagerada.
Cómo nació la historia
El propio comentario de la revista Nature concluye que “la disociación generalizada y catastrófica de los hidratos de gas metano no será provocada por el progresivo calentamiento climático a las tasas actuales, en una escala de tiempo de unos pocos cientos de años”.
De hecho, durante el último periodo interglacial del planeta, cuando las temperaturas del Ártico fueron quizás 8 grados centígrados más altas –mayores que cualquier calentamiento global realista–, las concentraciones de metano fueron mucho más bajas que en la actualidad. El pretendido impacto económico global de 60 billones de dólares es igualmente insostenible. Se basa en el modelo económico que en una versión anterior sirvió de fundamento para el tristemente célebre Informe Stern.
En un metaestudio académico de todos los modelos económicos se determinó que su estimación de costos se hallaba en un valor atípico extremo, superior al percentil 95. Desde entonces, el modelo ha sido actualizado para ser 30 por ciento más pesimista. Por supuesto, si se toma un acontecimiento catastrófico inverosímil y se analiza con un modelo económico pesimista igualmente inverosímil, se pueden lograr titulares en todo el mundo. Pero no se obtiene una buena política.
Se estima que la política climática de la Unión Europea (UE) costará 250.000 millones de dólares al año, pero solo reducirá la temperatura en un ínfimo valor de 0,05 grados centígrados hacia finales del siglo.
Alemania ha subvencionado sus paneles solares por más de 130.000 millones de dólares, aunque las reducciones de CO2 solo postergarán el calentamiento global a finales de siglo en treinta y siete horas.
A pesar del grave estado de su economía, España está pagando aproximadamente el uno por ciento de su PIB en subsidios a energías renovables. Paneles solares y turbinas de viento ineficaces consumen actualmente más de 10.000 millones de dólares anuales (8.000 millones de euros), lo que genera una disminución en emisiones de dióxido de carbono por un valor de alrededor de 130 millones de dólares en el mercado europeo.
Las políticas climáticas fracasaron
En las últimas dos décadas se nos ha advertido sobre la necesidad de efectuar el cambio hacia la utilización de energías ecológicas.
Sin embargo, la realidad se ha interpuesto en el camino. Un nuevo estudio muestra que en los últimos veinte años, la proporción de la energía que el mundo obtiene a partir de combustibles fósiles no ha disminuido, sino más bien se ha mantenido estancada en un 83 por ciento.
La proporción de energía renovable libre de carbono sí aumentó entre 1973 y 1992, pero debido a la energía nuclear. Desde entonces, todas las energías renovables modernas han añadido alrededor del 1 por ciento, pero los temores acerca de la energía nuclear han reducido su proporción en aproximadamente 1 por ciento también.
La deprimente realidad nos señala que las políticas climáticas actuales han fracasado. Sí, efectivamente existe un problema climático, pero solo estamos gastando enormes cantidades de dinero para lograr casi nada. Una nueva historia aterradora, con una recomendación de política ineficaz, es simplemente una forma más de desperdiciar el dinero.
La razón es que la energía ecológica simplemente no está lista aún para asumir la posta, ni económica, ni tecnológicamente. En lugar de gastar dinero en actuales tecnologías ineficaces, tenemos que centrarnos en la innovación de nuevas tecnologías, más baratas, con miras al futuro.
Si pudiéramos hacer la energía ecológica más barata que los combustibles fósiles, todo el mundo optaría por ella, incluidos los chinos.
En el Consenso de Copenhague sobre el Cambio Climático, un grupo de economistas –entre ellos tres premios Nobel– determinó que la mejor estrategia a largo plazo es aumentar drásticamente la inversión en I+D (investigación y desarrollo) en energía ecológica.
Sugirieron hacerlo incrementado 10 veces la inversión actual, para llegar a un total de 100.000 millones de dólares al año a nivel mundial. Esta cifra sigue siendo mucho menor comparada con el costo de la política climática únicamente de la UE.
Por supuesto, la I+D no ofrece ninguna garantía. Pero tiene muchas más posibilidades de éxito que continuar con los inútiles esfuerzos de los últimos 20 años.
En este caso, una buena analogía sería la computadora en la década de 1950. No se lograron mejores computadoras fabricando en forma masiva tubos de vacío subvencionados. No se otorgaron subvenciones para que todas las personas en el mundo occidental pudieran tener una computadora en sus hogares en 1960.
Tampoco se gravaron con impuestos las opciones alternativas, como las máquinas de escribir. Los avances se lograron por medio de un aumento significativo en I+D, que dio lugar a innovaciones como el transistor y el circuito integrado, lo que permitió a compañías como IBM y Apple producir computadoras que los consumidores finalmente desearon adquirir.
Esto es lo que Estados Unidos ha hecho con la fracturación hidráulica (fracking). Ha gastado cerca de 10.000 millones de dólares en subsidios para innovación durante las últimas tres décadas, abriendo las puertas a nuevos y enormes recursos de gas de esquisto, que antes eran inaccesibles.
A pesar de algunas preocupaciones legítimas sobre la seguridad, es difícil exagerar los beneficios abrumadores: los consumidores estadounidenses están ahorrando 125.000 millones de dólares al año con un gas más barato, y la sustitución del carbón por el gas ha reducido las emisiones en los Estados Unidos el doble de la cifra lograda por la UE y el resto del mundo.
Durante veinte años se han entretejido historias alarmantes en relación con el calentamiento global, pero poco o nada han hecho las políticas por demostrarlas. La solución no es hacer los combustibles fósiles tan caros que nadie los quiera, porque eso nunca funcionará, sino hacer la energía ecológica tan barata que, con el tiempo, todo el mundo la escoja.
Bjørn Lomborg
Especial para
EL TIEMPO