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miércoles, 31 de mayo de 2023

El humanismo trágico de Gabriel Marcel: el ser humano en un mundo roto

 El humanismo trágico de Gabriel Marcel: el ser humano en un mundo roto*

Gabriel Marcel's Tragic Humanism: Human Being in a Broken World

Por: Julia Urabayen Pérez

Departamento de Filosofía

Universidad de Navarra

Navarra, España

jurabayen@unav.es

Fecha de recepción: 12 de mayo de 2009

Fecha de aprobación: 1º de octubre de 2009


Resumen: este artículo presenta la filosofía de Marcel como una reflexión sobre el ser humano que es, en el fondo, una forma de humanismo. Es, no obstante, un humanismo trágico, una visión del ser humano como un ser digno que puede destruirse a sí mismo. Esta capacidad de envilecimiento es tal que ha llevado a los seres humanos a vivir en un mundo roto. Sin embargo, la descripción que Marcel realiza de la sociedad industrial occidentalizada no cae en el desanimo, pues a pesar de que no se dan las condiciones óptimas, siempre es posible recuperar la sabiduría, el pensar capaz de ejercer un control sobre la técnica. En este escrito se describirá la filosofía concreta del francés, se pasará a su visión del ser humano y se concluirá con la exposición de su análisis de la crisis que está padeciendo el ser humano agónico tras la muerte de Dios.
Palabras claves: humanismo, muerte de Dios, mundo roto, envilecimiento, sabiduría.
Abstract: In this paper, I deal with the philosophy of Gabriel Marcel, as a reflection on the human being which is, in the end, a kind of humanism. It is nonetheless a tragic one. He thought about the human being as a valuable being but with the capacity to self-destruct. This capacity of degradation is so far reaching that it has broken the world in which we live. But Marcel's picture of the Western Industrialized Civilization, as we can see in this article, is not a pessimistic one because, even if the best conditions are not present, it is always possible to recover the wisdom, the skill to think and to control the technology. That's why in this article, I will begin with a description of Marcel's concrete philosophy, then I will explain his anthropology and I will end with an exposition of his analyses of the crisis which the agonizing human being is suffering as a result of God's death.
Key words: humanism, god's death, broken world, degradation, wisdom.

En un mundo sacudido por la crisis económica, las catástrofes humanitarias y los desastres ecológicos, entre otras cosas, la fragilidad, la contingencia y la sensación de indefensión se agudizan. Los seres humanos se sienten a la intemperie y perciben con desazón el miedo pascaliano ante el espacio infinito; en este caso, ante el vacío que se abre frente a uno.
Desde luego, no es la primera vez que tienen lugar tales sentimientos, percepciones, emociones y vivencias ante una situación de crisis. La literatura filosófica y no filosófica está llena de reflexiones en torno a estos temas. Sin olvidar que han sido muchos los pensadores que han reflexionado sobre estas cuestiones, en este artículo voy a abordar únicamente uno de ellos: Gabriel Marcel. Este filósofo francés ha sido muy poco estudiado en comparación con otros de sus coetáneos (nació el mismo año que Heidegger y Wittgenstein) y algunos de los filósofos de la siguiente generación (Sartre, Lévinas, Merleau-Ponty, Ricoeur, Arendt, por nombrar solo a algunos de los que acudieron a las tertulias de su casa).
A pesar de esto, sus reflexiones sobre la crisis que padece el hombre del siglo XX, y por extensión, el del XXI me parecen profundas, agudas y actuales, pues afrontan problemas que siguen siendo los nuestros. Comenzaré situando brevemente al autor, pues como pensador existencial es de los que considera que no debemos reflexionar de un modo abstracto; siempre pensamos en una situación, ya que somos seres encarnados.
Marcel se formó en la filosofía kantiana e idealista que dominaba la Sorbona durante las primeras décadas del siglo XX. Pero la dura vivencia de la Gran Guerra hizo que muy pronto percibiera que tal forma de pensar es incapaz de ofrecer una respuesta a los seres humanos que sufren y mueren. La búsqueda de un pensamiento más concreto y vital, le llevó, primero, a las clases de Bergson y luego a la formación de su propia filosofía como un pensar existencial. Marcel no solo vivió la Primera Guerra Mundial, también padeció la Segunda. Es decir, asistió a la ruptura de su mundo, a la caída de todo lo que parecía haber sustentado el apacible modo de vivir europeo.
Se ha hablado de las generaciones perdidas en ese período, de las vidas truncadas y de la barbarie que arrasó a la civilizada, o supuestamente civilizada, Europa. Muchos de los filósofos que vivieron tales acontecimientos centraron su obra en la comprensión de tal diluvio, en términos arendtianos, o de la ruptura del mundo, en terminología marceliana. En el caso del pensador francés, el impacto inicial fue la Gran Guerra y sus reflexiones sobre el mundo roto son, en parte, previas a la Segunda Guerra Mundial. Si bien es cierto que ese terrible acontecimiento histórico hizo que su pensamiento se dirigiera con mayor intensidad hacia esa agonía y muerte del ser humano, y adoptara una forma cada vez más religiosa o cercana a la religión.
Su pensamiento ante tales acontecimientos se presenta más bien como una forma de humanismo que ya no es ilustrado en muchos puntos, pero que está muy lejos de ser postmoderno[1]. En sus obras encontramos una imagen del ser humano que presta suma atención a las experiencias concretas, que se detiene en la descripción de la vivencia personal, que valora la existencia y trata de no obviarla ni perderla en los conceptos. Es decir, estamos ante un filósofo existencial y ante un pensador socrático, que busca, pregunta, indaga y camina mientras piensa o piensa caminando.
Comenzaré presentando muy brevemente su noción de filosofía existencial y cómo ésta le conduce a la antropología, condición que permite situar al autor; pasaré después a la descripción de los rasgos generales de su imagen del ser humano, requisito imprescindible para valorar su visión de la crisis del XX; y concluiré con la idea de mundo roto y humanismo trágico.
1.      La filosofía existencial de Marcel: el camino hacia una antropología atenta al ser concreto
La filosofía concreta y existencial de Marcel tiene una raíz esencialmente metafísica y gnoseológica, pues su pregunta inicial es ¿qué es y cómo se conoce la realidad?, pero muy pronto estas cuestiones se dirigen al ser humano, que es el ser que se pregunta por el ser (Marcel, 1940: 192-193). Por ello la antropología se convierte en una pieza clave en el pensamiento de este filósofo francés. Desde sus primeras hasta sus últimas obras están presentes las preocupaciones antropológicas, pero su peso es cada vez mayor, ya que su atención se encamina progresivamente hacia el ser que hace la pregunta y no hacia la pregunta.
La antropología es una constante en las obras de Marcel, pero en ninguna de ellas aparece algo que se parezca mínimamente a un sistema o a una exposición global y ordenada de qué se entiende por tal saber a cerca del hombre, ni siquiera hay una explicación cerrada y totalmente definida de qué es el hombre. Lo que uno encuentra al acercarse a sus escritos son descripciones, breves comentarios o reflexiones, exposiciones sobre un punto o tema concreto, conferencias, ensayos[2].
La forma de pensar y de escribir de Marcel es el diario, el apunte breve, el brotar de ideas al hilo de una reflexión personal y claramente situada o encarnada. Sin embargo, no hay que concluir que su pensamiento carece de unidad: su filosofía está profundamente conectada por una serie de preocupaciones y por un claro objetivo o punto de llegada. La filosofía concreta de Marcel, en la que hay que incluir su antropología, es un camino o más bien una serie de caminos y rutas que se dirigen hacia un "despertar". Es este punto de llegada o este fanal que guía e ilumina la marcha el que dota de unidad a su pensamiento y el que impone una serie de condiciones a su punto de partida[3]. Como lo que se busca es existencial, el despertar de los seres humanos, el punto de partida también lo es: la existencia.
El pensamiento de Marcel es, pues, una filosofía concreta que va creciendo en estrecha unión a sus preocupaciones y desde un suelo nutricio básico: la intuición o más exactamente la seguridad de la condición humana[4]. Además, su antropología se presenta propiamente como una antropología metafísica y fenomenológica; o mejor dicho, como un pensamiento que pretende estudiar las condiciones metafísicas y fenomenológicas de la existencia personal[5].
Se trata, según el propio autor, de una antropología existencial y no de una antropología esencial o centrada en la esencia del hombre[6]. Hay que profundizar en la existencia humana y en sus condiciones y no describir o analizar su supuesta esencia, aunque el francés afirma que el ser humano posee una esencia. Para evitar que su pensamiento pierda el carácter concreto, Marcel propone adoptar como punto de partida la seguridad existencial que posee todo ser humano de su propia condición (Marcel, 1971: 62-63) e ir profundizando en ella mediante dos métodos diferentes, pero inseparables: los análisis ontológicos concretos y la descripción fenomenológica. Es decir, se parte de un conocimiento existencial, de una seguridad, y no de un conocimiento objetivo. Por ello la gran preocupación de este filósofo es no objetivar el conocimiento existencial, no perder el carácter individual y existente que aporta esa primera seguridad, lo que conduciría a sustituir lo real por un conocimiento conceptual, universal, impersonal y objetivo (Marcel, 1974: 339-340).
La manera más adecuada de evitar este riesgo es, según Marcel, mantener siempre el contacto con la realidad, no separarse de esa seguridad existencial, pues ésta "se ejerce sobre las condiciones estructurales" (Marcel, 1971: 169) de la existencia humana. Así pues, su antropología es un pensamiento concreto capaz de explicar qué es, o más concretamente, quién es el ser humano, apelando a su dimensión universal, pero sin perder su carácter existente ni su singularidad. Ello es posible porque para Marcel el estudio de la individualidad, si se hace correctamente, conduce al encuentro de la verdadera universalidad: las condiciones metafísicas o estructurales de la existencia. En las obras de este filósofo, estas condiciones van apareciendo al hilo de los análisis y de las descripciones del ser humano. Se presentan como tesoros encontrados tras un largo, paciente y concienzudo trabajo de excavación. Solo al final de su vida, después de haber investigado el ser humano por muy diferentes vías y caminos, estableció con claridad el número y el sentido de esas condiciones que él había ido desvelando y desentrañando en sus escritos y conferencias. Estas condiciones son: la encarnación, la itinerancia, la intersubjetividad y la intimidad o libertad; y en el fondo todas ellas son diferentes perspectivas sobre el mismo ser humano que es un ser complejo.
ésta es, sin embargo, solo una de las dimensiones de su pensamiento antropológico. Al estudio de las condiciones metafísicas de la existencia humana, hay que añadir la consideración y descripción de las llamadas condiciones fenomenológicas, teniendo presente que éstas no se deducen de aquéllas y requieren un método de acercamiento propio: el análisis fenomenológico (Marcel, 1997: 249). Sin el estudio de estas condiciones, el estudio del ser humano quedaría incompleto y correría el riesgo de perder el aspecto más concreto e irreductible.
Por otra parte, es conveniente no olvidar nunca que para Marcel la plenitud del ser humano, su verdadero ser, no puede ser dicho en una definición porque éste es un misterio (Marcel, 1974: 341) y porque el lenguaje humano, objetivador, abstracto y conceptual, no puede expresar la realidad concreta y existente (Marcel, 1984: 295). Esto significa que, además de existencial, la antropología de Marcel es negativa. No porque sea una consideración peyorativa del ser humano, que no lo es; sino porque no es posible decir o expresar totalmente el ser del hombre. Ahora bien, esta imposibilidad no se basa en un agnosticismo, pues Marcel mantiene que se conoce muy bien el misterio[7]; ni en un irracionalismo, ya que "esto naturalmente no quiere decir que sea incognoscible" (Marcel, 1997: 328), sino en una crítica a una determinada noción de razón[8]. El misterio se puede conocer mediante acercamientos concretos, pero no se puede reducir a un problema u objeto.
2.      El ser humano es un ser complejo y digno
La antropología de Marcel comienza con la constatación del carácter primordial e ineludible de la corporalidad, tal como se concreta en su contundente afirmación: "yo soy mi cuerpo". La encarnación es el modo de estar presente el hombre en el mundo: está en el mundo y mantiene relaciones con otros seres gracias a su cuerpo. El hombre es, pues, un ser corporal e inserto en el mundo[9]. Un ser que guarda una relación especial con su cuerpo y con su mundo: no tiene, sino que es su cuerpo y, gracias a ello, es y tiene su mundo. Con el objetivo de explicar y clarificar estas cuestiones, Marcel afirma que hay una distinción, que es un tópico de la época, entre el cuerpo-sujeto y el cuerpo-objeto. Esta diferencia se debe al modo de establecer la relación del cuerpo con la conciencia: en un caso, el cuerpo-sujeto, el cuerpo se da como experiencia interna; en el otro, el cuerpo-objeto, éste se da a la conciencia espacialmente. Estos dos modos de darse el cuerpo a la conciencia, aunque totalmente diferentes e irreductibles, son inseparables y complementarios (Marcel, 1997: 21). El cuerpo-objeto o cuerpo dado espacialmente es accesible a los demás seres humanos y está dotado de las mismas características que todo otro cuerpo. En cambio, el cuerpo-sujeto tiene un carácter íntimo y personal: es único e inaccesible a los otros.
Una vez establecida esta diferencia, Marcel insiste en que es necesario no reducir la corporalidad a la visión espacial y objetiva, al cuerpo visto como un cuerpo entre otros cuerpos, pues tal reducción empobrece al cuerpo[10]. Es decir, el índice personal pone de relieve que para el francés la afirmación "yo soy mi cuerpo" no es una profesión de materialismo, sino un rechazo de la identificación cartesiana del cuerpo con la mera extensión.
El interés de Marcel por el cuerpo es filosófico y se centra en la cuestión de la encarnación o existencia corpórea, pero no entra en la descripción de cómo es el cuerpo humano, pues considera que el estudio detallado de los rasgos del cuerpo visto desde esta perspectiva le corresponde a las ciencias particulares (Marcel, 1997: 324). Tampoco explana el modo en el que se percibe el cuerpo propio ni la manera en la que actúa como una mediación que permite conocer las cosas como existentes. En último lugar, Marcel consideró que el sentido de su afirmación inicial, "yo soy mi cuerpo", se podría reducir al siguiente: "no es cierto decir que yo no soy mi cuerpo, que éste sea exterior a una cierta realidad central de mí mismo, ya que no hay verdad posible de la relación que uniría esta pseudo-realidad y mi cuerpo" (Marcel, 1997: 253)[11]. Es decir, el hombre no puede entenderse al margen o separado de su propio cuerpo y unido a él posteriormente no se sabe cómo.
Uno de los aspectos que más destacó Marcel es que solo en la medida en la que el hombre es un ser corporal, con una corporalidad dotada de potencialidades, puede mantener una relación instrumental y posesiva con las cosas (Marcel, 1997: 239). El hombre es capaz de tener cosas, de disponer de ellas y apropiárselas. Esta posibilidad humana marca una diferencia esencial entre tener algo y ser algo, y le sirve a Marcel para reforzar la tesis que afirma que el hombre es y no tiene su cuerpo (Marcel, 1991: 114-115). Solo la distinción entre estas dos categorías puede evitar el peligro de que el hombre acabe siendo devorado por sus posesiones y desposeído de su verdadero ser (Marcel, 1991: 48; y 1997a: 114).
A pesar de la gran variedad de posibles relaciones entre el cuerpo y las cosas, para él, todas son englobables bajo una misma categoría: el tener. El cuerpo considerado espacialmente tiene cosas, objetos e instrumentos[12]. La posesión es posible por una característica peculiar del cuerpo humano: su potencialidad (Marcel, 1997: 239). Solo esta particular condición somática del hombre permite la posesión de cosas, lo que se presenta, para Marcel, como un perfeccionamiento del cuerpo.
Otro aspecto que destaca el francés en el análisis del tener es que lo tenido se puede perder y que esa pérdida no afecta esencialmente al poseedor, quien continúa siendo quien es (Marcel, 1991: 118). Por ello sostiene que la relación con las posesiones es una cuestión ética: hay que saber comportarse respecto a ellas, no permitir que sean las posesiones las que esclavicen al hombre. El gran peligro en este punto es, como ya he dicho, que el dominador puede terminar siendo dominado por sus dominios, por sus posesiones. éste es uno de los aspectos que más destaca Marcel en su análisis del mundo roto.
El ser humano no es solo un ser corporal, también es un ser temporal, un ser cuyo modo de ser es una exigencia y participación en el ser: existencia. éste es, sin duda, un punto clave: ¿se reduce el hombre a la fluidez, al paso del tiempo; o hay algo estable en él? ¿Es el hombre una existencia que se hace a sí misma o una vocación con un sentido? ¿Cómo vive el hombre el tiempo?
Marcel toma como referencia la filosofía de Bergson y mantiene que el hombre es un viajero, un ser itinerante (Marcel, 1997a: 149). El tiempo forma parte esencial de su existencia, que consiste en ir alcanzando una plenitud de la que ya se participa y que guía e ilumina su marcha, que es propiamente hacer el camino y no seguirlo (Marcel, 1970: 328). Marcel no entiende la existencia como una elección injustificada de unos valores que solo lo son porque han sido elegidos. Mantiene que la existencia es un hacerse libremente, pero este hacerse está iluminado por una dimensión, que siendo interior al hombre, es transcendente y dota de estabilidad y sentido a esta realidad contingente, finita y temporal que es la existencia humana (Marcel, 1998: 10-11). La existencia humana no es, por tanto, la nada, es más bien una participación en el ser o una exigencia ontológica (Marcel, 1995: 38).
El carácter temporal de la existencia humana es esencial e innegable, pues "la existencia no puede ser de ninguna manera destemporalizada" (Marcel, 1959: 147), pero no convierte al hombre en un ser para la muerte, en un ser cuya existencia está bajo el peso de la desesperación y la mortalidad. El tiempo es para el hombre la ocasión de perderse o la oportunidad de ganarse, y esta alternativa está al alcance de la libertad.
El peso del tiempo depende de cómo se viva humanamente, de cómo el hombre se apropie y haga suyo su tener que realizar su existencia. El tiempo humano no es lineal, sino que está marcado por la intensidad mayor o menor de ciertos momentos (Marcel, 1997a: 210-211) y por la prioridad de la vivencia no intencional o existencial frente al tiempo de los relojes, tiempo sociológico u organización social del tiempo. Para Marcel hay dos formas totalmente diferentes de vivir humanamente el tiempo: como un tiempo cerrado y como un tiempo abierto (Marcel, 1997: 284). Estas vivencias del tiempo son sumamente importantes, pues marcan profundamente la actitud del ser humano ante su propia vida. La clausura del tiempo conduce y está vinculada a una actitud de indisponibilidad ante los otros, a una inquietud ante el paso inexorable del tiempo que va consumiéndose. En cambio, la apertura del tiempo pone de relieve la disponibilidad de la persona que entiende el tiempo como un crecimiento o una forma de ir realizando la propia vocación.
El tiempo cerrado conduce a una imagen del hombre como un ser abocado a la muerte, como un ser desesperado que vive un tiempo que se consume (Marcel, 1945: 93-94). La clausura del tiempo impide para el pensador francés la alegría, hace imposible el verdadero y pleno desarrollo de uno mismo. El tiempo cerrado surge al considerar éste desde el punto de vista del tener: el número de años de vida que uno tiene, el tiempo que a uno le queda antes de la muerte y así visto este tiempo ahoga al hombre (Marcel, 1940: 224-225).
El tiempo abierto, en cambio, permite la unificación, el perfeccionamiento de uno mismo. Es el tiempo del ser que muestra que el hombre es un ser para la eternidad (Marcel, 1968: 73). El hombre como ser itinerante es un ser en ruta, un ser temporal que se encuentra entre dos mundos y esto hace que sea posible cerrarse en el tiempo, lo que conduce a la desesperación, y también hace viable abrirse a una noción positiva del tiempo que, a través de ciertas experiencias espirituales como el amor, la esperanza y la fidelidad, conduce a la eternidad.
En su análisis del tiempo es clave no perder de vista que el ser del hombre no es su vida (Marcel, 1991: 36). La vida es el transcurso de tiempo que hay entre el nacimiento y la muerte, pero el hombre es mucho más que esto. El ser del hombre es más que su vida, pero no es algo estático o inmóvil[13]; es una articulación de lo temporal y lo intemporal, una acumulación de historia, que denota espiritualidad y que Marcel llama "profundidad" (Marcel, 1997a: 207). Esa profundidad es una llamada, vocación o invitación a dar sentido a la propia vida, a hacer de uno mismo lo que tiene que ser[14] y, por ello, es la aceptación del don que es la propia vida; a lo que Marcel denomina disponibilidad. Desde esta perspectiva, la vida se presenta como una prueba para que el hombre llegue a ser quien es (Marcel, 1991: 143). Por ello la temporalidad humana, al igual, que la corporalidad está atravesada por cuestiones éticas y muestra con mayor claridad el papel de la libertad y el núcleo de la intimidad humana. Una intimidad que es apertura, especialmente a la intersubjetividad.
Marcel destaca que esta apertura del hombre a su perfección se muestra estrechamente unida a la disponibilidad ante los otros seres humanos. El hombre es un ser intersubjetivo, un ser con otros seres. Ser con otros es, por una parte una condición metafísica de la existencia personal, pues no hay yo sin tú (Marcel, 1997a: 198); y por otra, es una condición de perfeccionamiento, ya que el ser humano es más plenamente al abrirse a los otros: "me afirmo como persona en la medida en la que creo realmente en la existencia de los otros" (Marcel, 1998: 26).
Cualquiera de las formas en las que se establezca la relación intersubjetiva se hace, no a través del conocimiento, sino gracias al amor, que es un contacto no abstracto ni objetivo con el ser del otro (Marcel, 1961: 97). El amor trata al otro como un tú y no como un él porque lo presenta como un ser dotado de posibilidades y dispuesto a responder a la solicitud del otro (Marcel, 1997: 137-138)[15]. Además, el amor "es esencialmente el acto de una libertad que afirma otra libertad" (Marcel, 1961: 97). Para el francés, por tanto, la intersubjetividad es una condición de perfeccionamiento propio porque se basa en el amor y éste respeta la individualidad, la libertad, la espontaneidad y creatividad del ser amado como otro ser: "amar a un ser es esperar de él algo indefinible, imprevisible; es al mismo tiempo darle de alguna manera el medio de responder a esta espera" (Marcel, 1998: 63).
Esta dimensión es fundamental, ya que hace ser plenamente al ser humano como ser libre y responsable, como ser abierto capaz de crecimiento. Es más, Marcel piensa que solo de esta forma se logra alcanzar la verdadera individualidad: "participamos del ser exclusivamente en la medida en la que nos constituimos como individualidades, en la medida en la que nos creamos por el amor como sujetos puros" (Marcel, 1961: 97).
La intersubjetividad es un encuentro de dos seres personales, una comunión en la verdad en la que hay una relación personal entre los interlocutores y ese encuentro o presencia mutua es lo que enriquece al yo, ya que "me hace ser más plenamente que lo que sería sin ella" (Marcel, 1997: 221). Para Marcel la intersubjetividad es, pues, la capacidad de abrirse a los otros seres personales y encontrarse con ellos como seres espirituales, como otro tú con el que se dialoga y se entra en comunión. En este sentido, su visión del hombre se acerca a la de Mounier, pues el padre del personalismo francés afirma que la comunión, y no solo la comunicación, es una de las dimensiones esenciales de la persona. En cambio, esta comprensión personalista del ser humano como un yo abierto a un tú es duramente criticada por Lévinas, quien afirma que, de esta forma, se excluye al tercero y se establece una comunidad cerrada, una comunidad de nosotros que excluye al otro (Riva, 2005: 633-655).
El ser humano no es propiamente sí mismo sin los demás, no es un individuo, sino un ser personal y comunitario: abierto a los otros y unido a ellos por lazos de amor y no de mero interés. Pero esto no significa sacrificar el hombre a la sociedad: su carácter único e irrepetible no puede supeditarse a la masa, aunque no puede desarrollarse sin el trato con el otro[16]. El hombre debe superar la masa y la subordinación a la colectividad y recuperar el verdadero sentido de la comunidad, pues "la comunidad es esencial para la personalidad porque la intersubjetividad, o relación con otro, en la que está basada nos proporciona unos medios de descubrirnos a nosotros mismos y de buscar nuestros soportes en el mundo" (Smith, 1984: 343). La comunidad es necesaria para definir la propia personalidad y para insertarse en el mundo, pero no debe ahogar la propia individualidad.
Solo teniendo presente esta imagen del hombre como ser complejo, como espíritu encarnado, puede entenderse el análisis del mundo roto, o de la crisis, que realiza Marcel, especialmente en sus últimas obras. Ante la sociedad actual, el pensador francés afirma que es necesario humanizar la civilización, lo cual implica una reforma que "consiste ante todo en una restauración de los valores: tenemos que aprender de nuevo la distinción entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el mal, entre lo justo y lo injusto, como un paralítico que ha recobrado el uso de sus miembros debe aprender de nuevo a caminar" (Marcel, 1991a: 32).
3.      La crisis del ser humano: el humanismo trágico y el mundo roto
Al realizar el estudio de las condiciones fenomenológicas, es decir, de la situación actual del hombre, Marcel descubrió que éste es un ser agónico sometido a las técnicas de envilecimiento y, por lo tanto, en constante peligro de perder su dignidad y su valor; y un hombre problemático, que, al vivir, en una civilización industrial e individualista ha sido despersonalizado y objetivado (Marcel, 1955: 73). Ante las variadas formas de envilecimiento a las que se encuentra sometido el ser humano, la tarea principal del filósofo es permanecer despierto y dar la voz de alarma para evitar que el hombre termine con lo humano. El problema fundamental es que los medios o los requisitos necesarios para tal empresa son precisamente los que han sido más descuidados y despreciados en las sociedades industrializadas. De ahí que el francés hablara de humanismo trágico: el hombre ha muerto y no se dan las condiciones óptimas para que se salga de semejante situación. Por lo tanto, ya no es posible una sabiduría risueña, basada en la autocomplacencia.
A primera vista pueden parecer extrañas semejantes afirmaciones en boca de quien ha sido presentado como el filósofo de la esperanza, pero es imprescindible no olvidar que Marcel nunca se propuso ocultar las dimensiones más dramáticas de la existencia humana, presentadas especialmente en su teatro, y que el tono de su obra sigue siendo esperanzado. Un humanismo trágico es un modo de humanismo y la muerte actual del hombre para él no es metodológica, sino a la vez histórica y metafísica, pero puede detenerse.
Esta muerte es histórica porque está unida a una serie de aspectos o condiciones que se dan en un momento puntual y fomentan el desarraigo del ser humano así como su conciencia de la ruptura del mundo: entre otros factores Marcel señala el nacionalismo, la revolución industrial y el maquinismo[17], el liberalismo, que ha provocado un fuerte individualismo, el marxismo, que en el fondo no ha superado el individualismo y sobre todo, las dos Guerras Mundiales (Marcel, 1955: 24-25). Esta idea de mundo roto la pone en boca de una de las protagonistas de su obra de teatro del mismo título, que afirma que el mundo es como un reloj que ha dejado de funcionar, como algo que ha dejado de latir y de tener un ritmo, un corazón o un alma (Marcel, 1973: 121). Además, ésta es una crisis metafísica porque afecta al ser del hombre, anula la distinción entre ser y tener, y acaba produciendo su muerte tras una larga enfermedad.
La consideración fenomenológica del hombre del siglo XX presenta, como ya he destacado, el aspecto más sombrío del ser humano: su desolación, su desesperación, su envilecimiento, su crisis, en definitiva, su agonía. A pesar de que la situación es entristecedora, el discurso de Marcel no lo es; él sigue confiando en el ser humano y más concretamente en el ser humano que reflexiona: el filósofo. En mi opinión, la esperanza que ilumina todo su pensamiento no le abandonó nunca. Aunque algunas de sus descripciones destaquen los aspectos negativos, especialmente las que se refieren a la técnica y más concretamente a la tecnocracia, su idea rectora es positiva: el desierto o la lepra, como la llamó Marcel, puede ser detenida. Pero su discurso incide cada vez más en el papel de Dios y, por eso, he dicho que es progresivamente más religioso.
Como siempre, el filósofo existencial comienza con la descripción: la situación del hombre contemporáneo está caracterizada por el desprecio de lo humano en el hombre, por la ruptura del mundo, que es debida principalmente a lo que Nietzsche denominó la muerte de Dios. El hombre contemporáneo es para Marcel un ser marcado por la muerte de Dios, pues ése es el horizonte existencial del hombre que vive en la civilización tecnocrática actual.
En este mundo que es un puro mecanismo sin alma, nos encontramos ante el hombre problemático que es una pregunta acerca de sí mismo y una carencia de respuesta. La interrogación por uno mismo es extemporánea, siempre ha acompañado al ser humano[18]. Pero esta pregunta acerca de la identidad propia es actualmente más acuciante porque la crisis del hombre es tan profunda que no solo afecta a la propia intimidad, lo que se caracteriza por la falta de referencias internas para encontrar la propia identidad, sino que también afecta a su dimensión intersubjetiva, itinerante y encarnada: las relaciones con los otros seres humanos se establecen de forma impersonal por medio de las funciones o roles sociales, el tiempo humano es aplastado por el de los relojes que pautan la vida en su totalidad y la corporalidad es vista desde un ángulo funcional y casi mecánico. El hombre cuya intersubjetividad, interioridad, temporalidad y encarnación están en crisis es, según Marcel, el "hombre de la barraca": el hombre desposeído de todo, el hombre sin hogar, no en sentido físico, sino espiritual.
Para Marcel un hombre cuya intimidad, intersubjetividad, itinerancia y encarnación están en crisis es un ser que vive en un mundo roto, al que él denominó "la civilización industrial", que es la civilización que está cimentada sobre los valores funcionales y utilitarios, y se caracteriza por el dominio o hegemonía de la técnica, convertida en tecnocracia. Estas características de la sociedad técnica, según el francés, están conduciendo a la visión del hombre como un ser carente de sentido ontológico y funcionalizado o reducido a las funciones que cumple.
Esta situación es envilecedora porque la persona está siendo tratada como un objeto manipulable. Para Marcel la civilización contemporánea, caracterizada por su lucha en favor de los derechos del hombre, es inhumana, deshumanizadora y ataca constantemente los derechos más básicos de la persona. Por ello la descripción marceliana del hombre y de la situación del siglo pasado se centra en dos aspectos que él valoró como los más significativos: la muerte de Dios y la agonía del hombre, y la civilización industrial, la objetivación y degradación del ser humano debido a la aplicación de las técnicas de envilecimiento.
El hombre del siglo XX es un ser enfermo o incluso moribundo que se ha perdido a sí mismo, que ya no sabe qué significa ser un ser humano. ésta es la enseñanza que Marcel aprendió de la difícil situación histórica que vivió. Del análisis de ese estado de agonía, el francés concluyó que no se trataba principalmente de un aspecto histórico o momentáneo, sino de algo más profundo: una verdadera necrosis debida a la muerte de Dios (Marcel, 1955: 26)[19].
Esta muerte ha significado la desaparición de "una determinada manera de concebir bien a Dios mismo, o bien, hablando más propiamente, del modo determinado de relación que me une a ese Dios al que me refiero en tanto que hombre" (Marcel, 1955: 61). La muerte de Dios es la pérdida de la referencia del hombre a Dios y, como resultado, la absolutización del hombre: el ser humano que ya no tiene una relación con Dios se convierte en su propio ídolo, pero lo trágico es que poco a poco éste se destruye a sí mismo[20]. La pérdida de toda referencia trascendente ha implicado que el hombre, situado en el lugar de Dios, se ha desmoronado al carecer de orientación o de un fanal que ilumine su caminar.
De ahí que para el filósofo existencial la única posibilidad de superar la agonía del hombre consista en recuperar la relación adecuada con lo que es diferente y superior al ser humano. Esta opción implica acabar con la concepción de un Dios causa y encontrar un nuevo camino hacia un Dios personal que permitirá detener la agonía del hombre (Marcel, 1955, 64-65). Para hallar esta dimensión trascendente es imprescindible el recogimiento, el contacto con la propia intimidad en la que se encuentra la vocación personal, que lleva a la apertura porque es un don recibido. Hay que dirigirse hacia la tradición socrático-platónica, que tan bien ha incidido en la unión del aspecto ético y del objetivo en el conocimiento. Pero, como ya he señalado, para el francés el mundo actual hace muy difícil las condiciones necesarias para encontrarse a sí mismo, pues es la civilización del ruido y de la velocidad, y además ha degradado la noción de sabiduría, ya que he desdeñado la tradición, el valor del conocimiento que aporta la vida y el sentido común.
Para Marcel lo verdaderamente importante, y en lo que concentró su reflexión, son las consecuencias desastrosas que ha tenido esa muerte de Dios para el hombre[21], pues ésta lejos de abrir el camino al superhombre y a la aparición de valores superiores, lo único que ha reportado al hombre ha sido el más absoluto nihilismo. La muerte de Dios en el pensamiento de Nietzsche es la culminación de la transmutación de los valores porque, como decía uno de los personajes de Dostoievski, sin Dios todo es válido, pues los valores dependen de una jerarquía, una vez rota la cual todo pierde su valía y la pérdida de los valores ha supuesto la agonía del hombre. Lo trágico es que a la muerte de Dios, acontecida en el XIX, le ha seguido la muerte del hombre en el XX.
Tras la muerte de Dios, el nihilismo, por tanto, se ha extendido y el hombre se ha encontrado en una situación de absoluta carencia de referencias o puntos fijos: es un ser que deambula sin ningún apoyo ni asidero; pero el hombre, a pesar de lo que piensan los existencialistas, no puede vivir sin nada a lo que aferrarse, sin algo que le indique una ruta a seguir (Marcel, 1993: 47).
Este ser humano así descrito es un ser alienado, pues alienación es "el hecho de que el hombre parece haberse convertido cada vez más en un extraño para sí mismo, para su propia esencia, hasta el punto de poner en duda esta esencia o por lo menos negarle toda realidad original, como hemos podido ver en las expresiones más extremas del existencialismo contemporáneo" (Marcel, 1955: 10). La manifestación más clara de esta alienación la encuentra Marcel en lo que él llama "el hombre de la barraca". éste es un ser humano que vive en un mundo inhumano, en el que no puede enraizar o encarnarse, que trabaja en un lugar impersonal y sin ninguna relación con la naturaleza. Es un hombre que tuvo una vida, un hogar, una familia, unas raíces y lo perdió todo: es el desposeído y el desplazado que no encuentra una respuesta a la pregunta ¿quién soy yo? (Marcel, 1955: 12).
Esta pregunta y este desarraigo afectan profundamente al hombre contemporáneo, no solo al desplazado, sino también al que continúa viviendo en el mismo lugar, pero ha perdido el sentido de su encarnación, del hacer del mundo su casa. El enfrentamiento del hombre a esta carencia de respuesta y a este desarraigo le hace "tomar conciencia del carácter precario y contingente de las condiciones que constituyen el cuadro mismo de su existencia" (Marcel, 1955: 17). Le ponen frente a frente con la finitud y la contingencia. De ahí la importancia que ha adquirido la angustia en pensadores de la talla de Heidegger y Sartre (Marcel, 1955: 135-151).
Sin embargo, para Marcel existe una vía para superar esta situación agónica y desesperante: dejar de lado el orgullo y la pretensión de dominio, es decir, reconocer la necesidad de algo o, más concretamente, de alguien superior (Marcel, 1977: 23). El reconocimiento de esta demanda de que exista alguien que ofrezca al hombre la respuesta a la pregunta por quién es podría formularse del siguiente modo: "tú que eres el único que posees el secreto de lo que soy y de lo que puedo llegar a ser" cuéntamelo (Marcel, 1955: 75). El hombre tiene que encontrar el espejo en el que mirarse y ese espejo solo puede ser Dios, pues el ser humano es Imago Dei (Marcel, 1955: 26)[22]. Junto a esta espera o esperanza de tipo más bien religioso, también existe en la obra del francés una confianza depositada en el ser humano, pues éste es capaz de ejercer su libertad para alcanzar un conocimiento de su intimidad que le ayude a guiar su existencia. Para ello es imprescindible recuperar el valor de la sabiduría, de un pensamiento que supere el espíritu de abstracción.
Por otra parte, en su análisis del mundo roto, Marcel destaca que la era en la que vive el hombre del siglo XX, y habría que añadir, en parte, el del XXI, es la de la técnica o la de la civilización industrial. éste es un hecho que puede recibir lecturas y valoraciones muy diversas: desde los más optimistas que ven en las técnicas y el progreso material la solución de todos los problemas hasta los más pesimistas que perciben las técnicas como la causa de todos los males que padece el hombre. La postura de Marcel es intermedia: cree que las técnicas en sí mismas son positivas, pero afirma que la desorbitación de las mismas o tecnocracia es algo absolutamente negativo[23].
La tecnocracia es negativa porque considera que el valor de todo, incluido el hombre, se mide por el rendimiento y los resultados. La crítica de Marcel se dirige a este tecnicismo desorbitado, a la exacerbación de los valores técnicos: "el que es de temer es el tipo de pensamiento que tiende a instaurarse en un mundo entregado a los técnicos, allí donde ciertos valores no han sido cuidadosamente preservados. El técnico corre el riesgo entonces de imaginarse que en los dominios que no son suyos es posible hacer triunfar procedimientos más o menos análogos a aquellos que él usa con éxito sobre su propio terreno. Pero es una vía abstracta y peligrosa ésta que tiende a prevalecer en los tecnócratas" (Marcel, 1960: 21). Estos peligros invitan y exigen una reflexión sobre la civilización industrial y las técnicas que ponga de relieve que no es posible volver a un mundo sin técnicas, lo que es un anacronismo (Marcel, 1965: 7), pero es necesario un control, que lo aportará la reflexión sobre el sentido de los medios y los fines.
La tecnocracia es el resultado de la civilización industrial, que es un cierto modo de vida que se desarrolla en un lugar alejado de la naturaleza o entorno rural: se trata de un medio técnico, artificial e inhumano formado por la fábrica y la ciudad, que es un anexo a las fábricas (Marcel, 1955a: 17-18). Se construye en torno a las máquinas y el maquinismo, cuyo objetivo es el intento de dominación de la naturaleza, lo que ha acabado esclavizando a la naturaleza y al propio hombre: el dominador ha sido dominado por sus propias técnicas (Marcel, 1955a: 23). Para el francés la liberación de la naturaleza es positiva, pero puede convertirse en esclavizadora.
Esta paradójica situación se debe a que las categorías o valores técnicos, la precisión y la exactitud, aspiran a "convertirse en el modelo según el cual se tiende a imaginar el universo, es decir, que las categorías según las cuales ese medio se constituye son aquellas mismas que se pretende utilizar para formarse una concepción objetiva del mundo" (Marcel, 1955a: 36). Las categorías técnicas están construyendo el mundo a su imagen y esto conduce a un ejercicio de violencia sobre la naturaleza, que es sacrificable a la realización de los planes abstractos (Marcel, 1955a: 37). No solo no se dudará en violentar la naturaleza, sino que tampoco se vacilará en someter el hombre a las mismas técnicas que la naturaleza; éste es tan manipulable como aquélla: "cada individuo es considerado como una cierta unidad sobre la cual se puede y debe proceder como sobre las demás unidades de la misma categoría" (Marcel, 1955a: 40). Esta civilización es inhumana y deshumanizadora, ha roto el espejo en el que el hombre se veía y por eso cuando al hombre se mira en ese mundo "le es devuelta una imagen cada vez más monstruosa, de ese mundo y de sí mismo, imagen cada vez más deforme, cada vez más indescifrable" (Marcel, 1955a: 41).
Esta falta de reconocimiento es un estado enfermizo. El siglo XX ha sido para Marcel el de la lepra (Marcel, 1936: 117-118) y la pobreza espiritual que están unidas a la abstracción que "no es separable de una falta de amor que consiste en la incapacidad para tratar a un ser como un ser, y en el hecho de sustituir ese ser individual por una determinada idea, una determinada designación abstracta" (Marcel, 1964: 161). Esta abstracción no es la capacidad humana de abstraer, que es legítima y necesaria, sino el espíritu de abstracción, que es una exacerbación de orden pasional que reduce las personas a casos de una idea general o a masa (Marcel, 1991a:16-17).
A ese hombre que ha perdido su individualidad y sus particularidades se le aplican con vehemencia las técnicas de envilecimiento, que son "el conjunto de procedimientos deliberadamente puesto en obra para atacar y destruir en los individuos pertenecientes a una categoría determinada el respeto que pueden tener por ellos mismos, y para transformarlos poco a poco en un desecho que se aprehende a sí mismo como tal, y no puede a fin de cuentas más que desesperar, no solo intelectualmente sino también vitalmente, de sí mismo" (Marcel, 1991a: 37). Cuando estas técnicas se aplican al hombre lo convierten en una cosa y conducen a la negación de su identidad. Además, estas técnicas se presentan hoy en día con un rostro menos sanguinario que en la época nazi, pero son igualmente, o incluso más, peligrosas. Marcel reflexionó acerca de algunos de estos procedimientos para envilecer al hombre: la propaganda, el fanatismo, la ideología de la historia, la sociedad del bienestar y algunos de los problemas presentes en las democracias actuales. Todas estas técnicas de envilecimiento ponen de relieve la situación paradójica y contradictoria de un ser dotado de una dignidad peculiar y sometido a la máxima indignidad como resultado de su propia actitud ante la realidad y ante sí mismo.
Esta contradicción a la que ha dado lugar la civilización industrial tiene su origen en una comprensión fáustica de las técnicas: se ha permitido que invadan ámbitos que no les corresponden y se ha considerado que no era necesario ningún control ni potencia que limitase las técnicas. Pero eso no es así: es preciso un control de las técnicas que permita establecer sus límites, que ofrezca unos valores más allá de la precisión y la especialización que hagan al hombre capaz de conocer la situación en la que vive y le ayuden a ejercer su acción sobre el mundo de un modo responsable. ése es el papel que debe jugar la reflexión en el mundo actual (Marcel, 1955a: 32-33).
Sin embargo, esta introducción de la reflexión como elemento de juicio se tiene que enfrentar a un gran obstáculo, ya que el hombre fáustico cree "no deber nada a nadie y se siente inclinado a rechazar sistemáticamente todo control que vendría a imponerle límites, como si ese control respondiese a una usurpación, a una intrusión arbitraria" (Marcel, 1955a: 31). Es decir, el intento de introducir la reflexión como elemento moderador de las técnicas se tiene que enfrentar con el orgullo o hybris humana: "¿contra qué, la sabiduría, en cuanto tal, está llamada a volverse? Contra la hybris, contra el orgullo. Allí donde el contrapeso falta, las técnicas, abandonándose de alguna manera a su propio peso, se entorpecerán con una carga de orgullo que no forma de ninguna manera parte de su esencia. Solo que no debemos olvidar, una vez más, que las técnicas no tienen realidad intrínseca. No se dejan disociar más que por una abstracción, en realidad viciosa, del ser que las ejerce, que se complace en ellas y corre finalmente el riesgo de convertirse en su prisionero" (Marcel, 1955a: 34).
La reflexión muestra que las técnicas son un medio para lograr un fin y no un fin en sí mismas y que han de ser tratadas como tal. Es necesario, por tanto, volver a ubicar a las técnicas en su lugar adecuado y evitar que al convertirse en criterio absoluto se vuelvan inhumanas (Marcel, 1997a: 164; 1991a: 45)[24]. ése es el papel de la sabiduría y más concretamente del filósofo, que ha de ser militante: "ya he dicho anteriormente que la única sabiduría posible, hoy día, era trágica; se puede decir también que no puede ser más que militante y que ella no podría parecerse en nada a la especie de bienestar moral en el cual se instalaron, en el pasado, tantos hombres que no eran más que jubilados de la vida" (Marcel, 1965: 9). Esta labor es ardua, pero no imposible: la luz de la esperanza sigue brillando, pero es necesario que el hombre reconozca que necesita ayuda: "la reflexión basta para enseñar que si esta lucha es posible, es justamente porque el hombre no se encuentra solo: reducido a sí mismo, a sus únicas fuerzas, no tardaría en hundirse en el abismo que se ha cavado bajo sus pies a medida que, embriagado por sus conquistas, llegaría a desconocer y a negar aquello mismo que le hizo hombre o espíritu" (Marcel, 1965: 20).
Así pues, para salir de la crisis es imprescindible que haya algunos hombres que asuman la difícil tarea de reflexionar sobre la realidad y de encontrar su sentido. Estos hombres capaces de escuchar la tenue voz que invita a defender lo "universal en el hombre" (Marcel, 1991a: 17) son, según Marcel, los filósofos u hombres de pensamiento.
El filósofo para Marcel es el hombre que escucha y responde a una llamada, que muchas veces no se puede formular de modo claro, y que invita a hacer el mundo más humano. Esa escucha atenta es en el fondo un papel de vigilancia. El filósofo es, pues, un hombre con una vocación netamente humanística[25]. En este sentido, Marcel está retomando una de las ideas nucleares de la filosofía socrático-platónica. De esta misión o vocación se siguen los rasgos más importantes que ha de reunir todo filósofo: mirada atenta libre de prisas y prejuicios, responsabilidad ante sí y ante los otros, y capacidad de lucha y trabajo sacrificado. Este hombre comprometido con la realidad y con los otros aspira principalmente a lograr la paz, que es la condición de todo bien: "debo decir que esa paz no es ni impuesta ni, propiamente hablando, conquistada. No, más bien desciende como una brisa salvadora al final de una jornada de intenso calor, y que va al encuentro de aquel que ha andado errante tanto tiempo, que ha luchado tanto, y muy a menudo contra sí mismo. La inolvidable frase de Goethe, que ha llegado a ser, desgraciadamente, un tópico: Auf allen Gipfeln ist Ruhe (en todas las cimas hay paz), nos ofrece aquí su verdadero sentido. ¿Qué es, en efecto, la cima, sino precisamente el lugar de la brisa, brisa que procede de otra parte, pero que viene a rozar suavemente la frente calenturienta del héroe como una bendición del más allá?" (Marcel, 1967: 33).
Esa sabiduría es trágica porque en la civilización industrial no se dan las condiciones necesarias para su realización, incluso priman las condiciones opuestas: el desprecio del pasado y de la herencia espiritual, y con ello de la sabiduría que implica un respeto por la tradición; la falta de gratitud y la negación del carácter donal de la realidad, mientras que la sabiduría es el reconocimiento agradecido del don; la actitud desdeñosa ante la vejez, cuando la sabiduría exige esfuerzo y paciencia y se da en la madurez; la pasión por la velocidad y las prisas desmesuradas, en cambio la sabiduría requiere la falta de preocupaciones y el sosiego de no tener prisas; la exacerbación de la racionalidad como un conocimiento sin límites, pero la sabiduría es la capacidad para discernir los límites; la exaltación de las pasiones y la difusión de los prejuicios, la sabiduría, sin embargo, es una actividad libre y que requiere haber controlado las pasiones y haber rechazado los prejuicios; el desprecio del sentido común y de la sabiduría popular, que son elementos integrantes de toda verdadera sabiduría; la incomunicación entre las ciencias y la filosofía, pero la sabiduría es la culminación del conocimiento y no la disgregación (Marcel, 1955a: 55-101).
Un mundo como éste no fomenta el humanismo ni la sabiduría, pero tampoco los hace imposibles. Está en la mano de todo ser humano decidirse a pensar y llegar a ser filósofo, un ser cuyo "primer y quizás único deber es el de convertirse en el defensor del hombre contra él mismo, contra esta enorme tentación de lo inhumano a la cual, casi siempre sin darse cuenta, sucumben tantos seres humanos" (Marcel, 1991a: 127). A pesar de que las condiciones sean adversas, Marcel espera confiando en que el ser humano recupere la seguridad existencial de su dignidad y empiece libremente a pensar prestando atención a su propia realidad.
4.      Conclusiones
A modo de conclusión se puede decir que la filosofía de Marcel es un intento de ofrecer una imagen concreta y existencial del ser humano y, al realizar esta labor, se presenta como una defensa de la valía humana. El ser humano está dotado de una especial dignidad, que se hace patente de un modo neto en la vulnerabilidad: ante la debilidad y la indefensión, el hombre encuentra el valor inalienable del ser personal que padece: "para una persona que no ha sido todavía completamente absorbida por el mundo técnico, que no ha sido, podríamos decir, deshumanizada, la contemplación de lo más frágil es lo más apropiado para despertar la adoración: me refiero, por ejemplo, de un modo especial al niño pequeño, sobre todo a partir del momento en que deja de ser algo que no hace más que llorar y gimotear y en su rostro florece y brilla una sonrisa. Ocurre en realidad como si a causa de la incapacidad de defenderse de aquel ser se nos cayeran de las manos todos los instrumentos que nos capacitan para apoderarnos de las cosas y modificarlas" (Marcel, 1967a: 114)[26].
Esta situación de indefensión y de debilidad se ha puesto de relieve de un modo dramático y humanamente insoportable a lo largo del pasado y del presente siglo. De ahí deriva la necesidad, que Marcel sintió de una manera apremiante, de defender al ser humano. La filosofía debe tratar de profundizar en el estudio del ser humano para ofrecer una imagen digna de éste, pues el modo en el que se trata a los otros está profundamente vinculado a la imagen que uno se ha formado de qué o quiénes son y de qué significa ser hombre. La antropología no es, por lo tanto, un simple estudio teórico del hombre, sino a la vez una guía ética, un patrón que ilumina y humaniza la acción humana.
Esta concepción de la necesidad de hacer algo para defender al ser humano, para garantizar sus derechos y su dignidad es uno de los rasgos que Marcel comparte con otros pensadores contemporáneos, espacialmente con Mounier. Por ello la antropología de este filósofo que se definió a sí mismo como un neosocrático podría ser calificada como personalista de un modo más neto y más adecuado que la etiqueta que ha recibido tradicionalmente: existencialista.
Igualmente se aleja de esta corriente filosófica de postguerra en la concepción de la intersubjetividad. Para Marcel el hombre no es un yo sin un tú, lo que acepta Sartre sin ningún problema, pero éste no es la mirada que petrifica y roba el mundo y las posibilidades del otro; es el hermano que amorosamente espera lo mejor del otro, es el ser que con su disponibilidad hace que uno sea quien es, llegue a ser quien tiene que ser. El hombre para Marcel no es tampoco pura y absoluta libertad; es, por el contrario, un ser con otros seres personales y con el mundo, un ser menesteroso, dotado de una libertad e intimidad que se va logrando a lo largo de la existencia gracias a la guía de la transcendencia y al espejo que son los otros.
La libertad humana no es absoluta, ni absurda, ni una condena. Es una vocación, una llamada para que ese ser itinerante, ese caminante de la existencia, alcance la plenitud. Así vista, la libertad es un don, la gracia de poder realizarse, de poder crecer y ser uno mismo. Por ello cuanto más conocida se fue haciendo la filosofía existencialista de Sartre, más reafirmó Marcel el papel de la esencia humana y de la apertura a la trascendencia. De igual modo, cuanto más se divulgó el lema estructuralista de la muerte del hombre y el antihumanismo, Marcel se hizo más "humanista", en el sentido de más comprometido con la defensa del ser humano y con la recuperación de una imagen que no es moderna (sujeto cognoscitivo autosuficiente y autónomo), sino clásica: ser espiritual encarnado. Así pues, frente a descripciones pesimistas o críticas del ser humano, Marcel incide en su dignidad, que es la grandeza de una caña pensante, la dignidad rodeada de miseria que Pascal ya señaló tres siglos antes al destacar que el hombre supera infinitamente al hombre.
Por ello este pensador sigue siendo un humanista que continúa afirmando y trabajando por la rehabilitación de la dignidad humana. Y no solo sigue luchando por esa recuperación de lo humano, sino que intensifica su búsqueda de la sabiduría, trágica pero esperanzada, en el mundo roto porque sabe que la salida de esta crisis y de esta necrosis está al alcance del hombre, que ha de conocerse a sí mismo –lo que implica una dimensión racional y otra ética- y volver sobre sí mismo para encontrar en la propia intimidad que ésta es esencialmente una apertura a los otros y al otro, a la alteridad que constituye la propia identidad como imagen. Así el humanismo trágico se presenta como un humanismo esperanzado, que confía en la capacidad humana de aceptar quién es, de agradecer y cuidar el don que le ha sido entregado a cada uno.

 

Referencias

 

* El artículo forma parte del proyecto "Narrativas y globalización: la autobiografía como mediación cultural", que se encuentra en su segundo año de desarrollo y está financiado por la Universidad de Navarra (Programa PIUNA).

[1]  Marcel rechazaba la idea de humanismo si éste se entendía como una forma de afirmar la autosuficiencia del ser humano. Pero su pensamiento no es antihumanista, sino una versión diferente del humanismo.

[2] El pensador francés siempre rechazó la noción de sistema en filosofía. Cf. Marcel, 1940: 23. Frente a esta forma de entender la filosofía sostuvo que su pensamiento es una reflexión que parte de la vida y vuelve a la vida. Cf. Marcel, 1997: 49

[3]  Marcel considera que no tiene sentido reflexionar sobre el punto de partida, si antes no se ha considerado cuál es el punto de llegada o el objetivo que se pretende alcanzar. Cf. Marcel, 1940: 22.

[4]  Su pensamiento nace de una intuición (Cf. Marcel, 1971: 217-218), pero se refiere a la seguridad existencial y no a la noción de intuición de Bergson, que rechazó muy pronto. Cf. Marcel, 1912: 638-652.

[5]  Así es como define el autor su objetivo en su primera obra de importancia. Cf. Marcel, 1997: 249. Esta misma idea es recogida en una de sus últimas obras. Cf. Marcel, 1971: 59-75.

[6] Cf. Marcel, 1964: 32-33, 70. Aunque hay que tener en cuenta que su noción de existencia y de esencia es muy confusa, pues acaba por definir ambas como apertura.  

[7]  Este pensador no sostiene que el misterio sea incognoscible, pero afirma que no es objetivable. Cf. Marcel, 1974: 341-342.

[8] Marcel no acepta una razón conceptual absoluta. Cf. Marcel, 1993: 46.

[9]  El francés define la encarnación en estos términos: "la situación de un ser que se aparece como unido a un cuerpo" (Marcel, 1940: 90).

[10]  Esto es lo que hacen las ciencias al estudiar el cuerpo, pero Marcel piensa que la filosofía no debe aceptar tal reduccionismo. Cf. Troisfontaines, 1968: 174.

[11]  Para Gallagher la tesis marceliana es "la afirmación límite de la negación de objetivar la relación cuerpo-alma" (Gallagher, 1968: 50). Para este pensador francés no tiene sentido dividir al hombre en dos sustancias, pues es un ser espiritual y carnal, una persona encarnada.  

[12]  En este sentido, se le puede aplicar igualmente la objeción levinasiana a Heidegger: nuestra relación fundamental con el mundo es el gozo y no la posesión. 

[13]  Para Marcel solo lo abstracto posee esas características y el ser del hombre es sumamente concreto. Cf. Marcel, 1997a: 205.

[14]  El drama de toda vida humana es que esta llamada permanece inarticulada, por lo que es muy fácil equivocarse respecto a lo que uno está llamado a ser. Cf. Marcel, 1997a: 152.

[15]  Unas páginas antes había señalado que "l'amour ne s'adresse donc pas à ce que l'aimé est en soi si par ce qui est en soi on entend une essence. Tout au contraire. L'amour porte sur ce qui est au delà de l'essence, j'ai dit déjà que l'amour est l'acte par lequel une pensée se fait libre en pensant une liberté. L'amour en ce sens va au delà de tout jugement possible, car le jugement ne peut porter que sur l'essence; et l'amour est la négation même de l'essence (il implique en ce sens la foi au renouvellement perpétuel de l'être même, la croyance que rien n'est jamais, que rien ne peut être, absolument perdu)" (Marcel, 1997: 64).

[16]  Marcel critica duramente la idea de nivelación y de masa. Cf. Marcel, 1991a: 90-91.

[17]  "On pourrait donc, à ce stade de la réflexion, se demander à la suite de quels événements historiques ont pu se produire les transferts de population ou les déportations massives qui ont abouti à l'apparition de l'homme de la baraque. Je n'insisterai pas sur cet aspect purement historique du problème. Mais ce qu'on peut certainement remarquer, c'est qu'il s'est produit au XIX è siècle une conjonction du nationalisme d'une part, de la révolution industrielle d'autre part, dont les effets sur le plan humain ont été des plus néfastes" (Marcel, 1955: 23-24).  

[18]  De ahí la diferencia entre inquietud y angustia.  

[19]  Comentando esta idea de Marcel, Seco afirma: "es a partir de la muerte de Dios nietzscheana cuando el hombre tiende a devenir en un sentido radical una cuestión por sí mismo. El hombre no tiene asegurada la legitimidad de su existencia. Ninguna certeza existencial le conforta y le confirma como un 'donné'irrecusable. Este desplazamiento de la cuestión filosófica engendra lo que Marcel llamaría 'une véritable nécrose'y que viene a ser el origen de la angustia metafísica moderna" (Seco, 1989: 572).

[20]  "L'homme, à partir du moment où il entreprend de se poser lui-même comme un absolu, c'est-à-dire précisément de se libérer de toute relation, de toute référence à un autre que lui-même, ne peut en dernière analyse que se détruire, ou bien, ce qui d'ailleurs revient finalement au même, déboucher dans une idolâtrie" (Marcel, 1955: 61-62).  

[21] "A l'affirmation proférée par Nietzsche: Dieu est mort, près de trois quarts de siècle plus tard une autre affirmation, moins proférée que murmurée dans l'angoisse, vient aujourd'hui faire écho: l'homme est en agonie. Entendons-nous bien: cette affirmation est dépourvue de toute visée prophétique […] Dire que l'homme est en agonie, c'est dire seulement qu'il se trouve mis en présence non pas d'un événement extérieur, tel que l'anéantissement de notre planète, qui pourrait être la conséquence d'un cataclysme sidéral, par exemple, mais des possibilités de destruction complète de lui-même qui apparaissent aujourd'hui comme résidant en lui, à partir du moment où il fait un mauvais usage, un usage impie des puissances qui le constituent" (Marcel, 1991a: 21).  

[22] Para Marcel "el hombre no puede explicarse a sí mismo ni comprenderse más que en el caso de que se abra a una trascendencia" (Cañas, 1988: 235).

[23]  Algunos autores han afirmado que Marcel descalificó las técnicas y adoptó una actitud catastrofista. Por ejemplo, Gallagher considera que la actitud tan negativa que Marcel adopta ante las técnicas es una de las deficiencias de su pensamiento. Cf. Gallagher, 1968: 253. Ante la posibilidad de tal acusación, Marcel afirmó que su postura ante las técnicas había ido matizándose pasando desde una primera posición más bien hostil a una aceptación de su valor positivo. Cf. Marcel, 1968a: 99-100.  

[24]  Parain-Vial ha señalado que el mayor peligro que Marcel veía en la tecnología era la tendencia a transformar las técnicas, que son medios, en fines y el riesgo incluido en dicha tendencia de acabar convirtiendo al hombre en un esclavo. Cf. Parain-Vial, 1989: 43.

[25]  Seco destaca este carácter humanístico propio de la filosofía marceliana: "G. Marcel se corresponsabiliza consigo mismo en denunciar los riesgos que entraña un desarrollo desmesurado de la técnica, la no intervención de alguna fuerza espiritual y la ausencia de humanismo, si bien ello no se deba interpretar como una tarea fácil que induzca a incurrir en un humanitarismo sencillo, antes, al contrario, como uso de un verdadero coraje filosófico" (Seco, 1995: 399).  

[26]  "Je crois profondément, en ce qui me concerne, que nous ne pouvons arriver à préserver le principe mystérieux qui est au coeur de la dignité humaine, qu'à condition de parvenir à expliciter la qualité proprement sacrale qui lui est propre, et cette qualité apparaîtra d'autant plus clairement que nous nous attacherons davantage à l'être humain considéré dans sa nudité et dans sa faiblesse, à l'être humain désarmé tel que nous le trouvons chez l'enfant, chez le vieillard, ou chez le pauvre" (Marcel, 1964: 168). Como es claro, ésta es una de las ideas que Lévinas encontró en la obra de Marcel e hizo suya.  

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Meditación de la naturaleza humana

 Meditación de la naturaleza humana

1.   LA AVENTURA DEL CONOCIMIENTO

Vivimos en una sociedad que no se caracteriza precisamente por prever las consecuencias de aquellas actitudes, comportamientos, formas de pensar, etc., que propicia desde su praxis habitual. Basta prestar atención a cualquier medio de comunicación, cualquier día: nos escandalizamos por sucesos que acontecen entre nosotros (la mayoría de ellos dignos de escándalo, por otra parte), sin que se llegue a plantear de raíz el problema que les subyace.

Preferimos denunciarlo, condenar al culpable  —que asumirá el papel de chivo expiatorio de turno— y volver a nuestras formas de vida cotidiana, sin llegar a reflexionar en firme hasta qué punto nuestras prácticas cotidianas propician —como digo­— esas conductas denunciables, quizá porque en el fondo tampoco nos interesa demasiado. Queremos que desaparezcan ciertos males de nuestra sociedad, sin caer en la cuenta de que —con facilidad— nuestras formas de vida los favorece; queremos progresar —se dice—, sin saber a ciencia cierta en qué consiste el progreso para el ser humano.

Una actitud paradójica

Surge así a nuestro alrededor una actitud paradójica, cierta incoherencia de vida tanto de carácter individual como colectivo, que nos enajena entretenidos en reducir nuestra existencia a una suerte de viaje turístico por la vida, encerrados en una jaula de cristal de barrotes de instantaneidad y sensiblería, modos encubiertos de hipocresía y superficialidad.

¿Qué significa ser humano?

Un modo de aproximarse a este grave problema es reflexionar sobre qué significa, sencillamente, ser humano; sobre qué sentido tiene plantearse siquiera la posibilidad de que existen distintos modos de vida para cada uno de nosotros, y que no todos valen igual, sino que hay algunos más adecuados que otros, más recomendables que otros, lejos de dogmatismos que, en el fondo, revelan una falta de compromiso verdadero con el otro y con nosotros mismos.

Moisés Pérez Marcos, profesor en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer, en Valencia
Moisés Pérez Marcos, profesor en la Facultad de Teología San Vicente Ferrer, en Valencia
Alfredo Marcos, coautor de Meditación de la naturaleza humana
Alfredo Marcos, catedrático de la Universidad de Valladolid

El ser humano es complejo, muy complejo. Ser consciente de ello es ya un paso importante; pero no podemos quedarnos en él. Pues bien, para todos aquellos que quieran dejar de vivir una ‘vida turística’, para los que quieran acometer esta gran aventura que es conocernos a nosotros mismos, el libro  de Alfredo Marcos y Moisés Pérez Marcos, que lleva por título Meditación de la naturaleza humana (Madrid: BAC, 2018), puede erigirse en un buen compañero de viaje.

2.   LA FILOSOFÍA Y EL SENTIDO COMÚN

Vivimos una época de desconcierto en cuanto a la imagen del ser humano. Para unos es simplemente un animal más, para otros es una suerte de robot complicado…

Una sensación que puede haber experimentado cualquier persona que se dedique a la filosofía, es la perplejidad que aflora cuando comenta ciertos temas con otras personas no iniciadas en ella. Por lo general —o, por lo menos, esa es mi experiencia— no acaban de comprender bien el asunto que se esté tratando —o, cuanto menos, cómo se está tratando— por decirlo suavemente; quizá sea más exacto decir que te toman por un poco ido.

¿Somos un animal más?

¿Por qué digo esto? La cita con la que comienzo este comentario se puede leer literalmente en la contraportada del libro citado, y creo que se erige en uno de esos asuntos que, tratados desde fuera, pueden hacer que parezca una locura el ser filósofo. ¿De verdad que sólo somos un animal más? ¿Debemos considerarnos con el mismo valor que el que pueda tener, no sé, una hormiga, un saltamontes, un atún, un chimpancé…? ¿Es cierto que no somos nada más que una suerte de mecanismos que operan en nuestro interior? ¿Todo lo que hacemos es fruto de una causalidad lógico-matemática, biológica si se quiere?

Cómo compaginar nuestra naturaleza con nuestra libertad.

Los autores parten de nuestra experiencia de libertad —que no puede sino recordarnos al factum moral kantiano, al que ellos mismos hacen referencia— así como de la experiencia de nuestra naturaleza.

La cuestión es cómo compaginar estas dos dimensiones, cómo compaginar nuestra naturaleza con nuestra libertad.

Los que nos dedicamos a la filosofía somos conscientes de esa situación paradójica que comentaba: es común que no seamos fácilmente comprendidos desde una perspectiva cotidiana, ajena a esos debates en los que nosotros nos sentimos cómodos; pero también es cierto que el quehacer filosófico —creo— no puede ir en contra de ese sano sentido común que suele acompañar a la vida cotidiana, y al que tan cabalmente pienso que apelan Alfredo Marcos y Moisés Pérez. Ahí habría que situar su punto de partida: un sentido común de raigambre aristotélica, abierto al diálogo con otras tradiciones contemporáneas. Consideración que es preciso matizar —a mi modo de ver— para no caer en ninguna imprecisión.

Por un lado, no se debe pensar que dicho sentido común sea condición suficiente para pensar filosóficamente,

entre otras cosas porque habría que definir previamente qué se entiende por él, definición que hoy en día también es susceptible de debate; sí que estimo, sin embargo, que por lo menos es condición necesaria.

Por el otro lado, tampoco sería correcto entender el sentido común según su acepción corriente,

ya que, filosóficamente hablando, es un concepto que posee un mayor calado: no son pocos los autores que han apelado a lo largo de la historia a ese sensus communis como una facultad o posibilidad antropológica universalmente compartida, y que va de la mano con lo que se conoce también como ‘sentido de realidad’, para poder aprehenderla más allá de los límites de una racionalidad lógico-científica.

Gabriel Marcel
Gabriel Marcel(Infografía)

Efectivamente, no nos podemos quedar en él —en cuyo caso el propio quehacer filosófico se pondría en entredicho­—, pero seguramente tampoco violentarlo hasta lo absurdo. En este sentido, no me puede parecer más oportuna la cita de Gabriel Marcel que da comienzo al libro:

Hoy día, el deber primero y quizá único del filósofo es defender al hombre contra sí mismo: defender al hombre contra esa extraordinaria tentación hacia la inhumanidad a que tantos seres humanos han cedido casi sin darse cuenta de ello.

Seguramente Marcel no era consciente (o sí) de lo oportunas que iban a ser sus palabras unas cuantas décadas después, cuando los peligros que acechan al hombre si bien son de diverso tipo en su superficie, quizá en lo profundo no respondan sino a una misma problemática, que tiene que ver con el hecho de que, «desde el punto de vista intelectual, el ser humano se está enredando en una autocomprensión falaz» tal y como comentan los autores al comienzo de su introducción.

3.   LA NATURALEZA HUMANA

Tradicionalmente se ha asumido sin mayor trastorno que entre el ser humano y el resto de la naturaleza había una diferencia esencial, diferencia que hoy en día está en entredicho. ¿Podemos establecer un rasgo definitivamente diferenciador entre la especie humana y el resto de seres que existen en nuestro planeta? Al parecer, tal posición antropocéntrica fue derrumbada tras las teorías heliocéntrica y de la evolución, a partir de las cuales —según algunos— el hombre ya no era merecedor del calificativo de ‘centro del universo’, pero… ¿ya está? ¿Ya no tiene importancia plantearse si existe o no una diferencia cualitativa entre los seres humanos y los animales, tanto inferiores como superiores? ¿No estaremos siendo injustos al denominar ‘inferiores’ a toda una serie de animales ‘no humanos’?

¿Le importa al resto del universo lo que pensemos nosotros?

Es más, si sólo somos materia evolucionada, ¿somos justos planteando una diferencia entre los seres humanos y los entes pertenecientes al reino vegetal, e incluso con los entes inanimados? Pero, ¿acaso importa algo? —se preguntan los autores— ¿le importa al resto del universo lo que pensemos nosotros?

El universo posee más riqueza con la presencia del ser humano que sin ella.

A mi modo de ver, es razonable pensar —tal y como Alfredo Marcos y Moisés Pérez sugieren— que el hecho de que el ser humano esté presente en el universo, por lo menos, hace que éste sea siquiera un poco más rico. Es decir, el universo posee más riqueza con la presencia del ser humano que sin ella; sin su presencia, el universo se empobrecería, se oscurecería… siquiera un poco.

Pensar, pues, la posición del ser humano en él, no parece cuestión baladí. No sé si se podrá argumentar una diferencia esencial entre nosotros y el resto de entes que existen en el universo, pero, lo que sí parece que se pueda afirmar es que —hasta la fecha— somos los únicos que nos estamos planteando esta cuestión.

El cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí.

Podríamos expresarlo con la fantástica frase que Kant cita en su Crítica de la razón práctica: «Dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes cuanto más reiterada y persistentemente se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado que está sobre mí y la ley moral que hay en mí».

A poco que nos detengamos en ella, nos daremos cuenta de que el filósofo de Königsberg está hablando de una capacidad que es diferente de otras que también posee el ser humano. Él distingue esas dos dimensiones en la persona: una dimensión natural y otra dimensión estrictamente personal.

La primera se rige por leyes de la naturaleza, y puede ser compartida en mayor o menor medida con otros entes: si nos lanzamos por un precipicio, caemos igual que cae una piedra; necesitamos agua, igual que la puede necesitar una planta; sentimos miedo, igual que un antílope huyendo de su depredador.

La segunda ya pertenece a un ámbito diverso, en el que entran en juego otras capacidades que son ya específicamente humanas, y que él engloba alrededor del ejercicio de la razón, la cual no se puede leer sino es a la luz de la libertad. ¿Deberíamos pensar que esta sensibilidad, esta capacidad que posee el ser humano para admirarse, por ejemplo, es del mismo orden que aquellas que se activan desde la dimensión fisiológica u orgánica?

No es un secreto —como muy bien dicen los autores de Meditación de la naturaleza humana— que el mismo Kant tiene como centro rector de la filosofía poder contestar la pregunta que ellos mismos se están planteando: ¿qué es el hombre? De la respuesta que se dé a esta pregunta dependerá de forma relevante cuál vaya a ser nuestro futuro, tanto a nivel individual como social. Y no soplan buenos vientos en este sentido.

La renuencia a cualquier referencia de carácter más o menos fuerte a la realidad.

Parapetados tras una renuencia a cualquier referencia de carácter más o menos fuerte a la realidad, se escuchan teorías acera de ‘lo humano’ que propician un resultado que poco o nada tiene que ver, si lo pensamos bien, con lo que podamos ser ahora, aunque sea contemplados desde un punto de vista meramente fáctico.

Estas teorías las agrupan Alfredo Marcos y Moisés Pérez  en torno a dos claves: la pura libertad, y la pura materialidad. Según la primera, lo característico de nuestra especie sería la indeterminación, amparada por una existencia que puede hacer de sí misma lo que se le antoje; pura voluntad que no tiene por qué atenerse a nada, tan sólo a sí misma. Más actual me parece que es la segunda clave, o por lo menos su lectura tecnológica, que hoy en día está tan en boga: según esta perspectiva, el ser humano no es más que materia y, como tal, no puede sino atenerse a las leyes naturales (físicas, biológicas) que rigen sus procesos, los cuales pueden ser sometidos a la práctica científica para ser ‘mejorados’ hacia límites insospechados, a lo visto.

Estos enfoques actuales pueden ser entendidos como reacción al planteamiento clásico que tantos siglos ha estado vigente, y que a menudo ha sido caracterizado como dogmático. Como es sabido, en él prima el enfoque ‘natural’ para dar fundamento ya no sólo del ser humano, sino de todo lo que existe, de todo lo cual el ser humano formaría también parte, con su especificidad propia (social, racional,…), pero al que le son imputables de alguna manera las categorías universales de lo real.

Ciertamente nuestra especificidad no puede ser considerada únicamente desde las causas clásicamente establecidas,

por mucho que queramos extender sus respectivos ámbitos. Es pertinente entonces añadir la riqueza de las matizaciones que han aportado las críticas y reflexiones tanto de la modernidad como de la contemporaneidad, tarea que Alfredo Marcos y Moisés Pérez han realizado, partiendo de un marco aristotélico-tomista, en diálogo con autores como MacIntyre, Jonas, Ricoeur o Marías, con quienes dan entrada a categorías relacionadas con nuestra dimensión corpórea o vital.

La gran virtud de la especie humana es que su determinación en tanto que especie natural no es cerrada,

sino que compete a su propio modo de ser ir más allá de su determinación biológica. Mucho peso tiene en nuestro ser aquello que no somos pero que queremos ser. Por este motivo decía Zubiri que la esencia humana no es tanto sub-estante, como al revés: super-estante; es decir, somos una esencia abierta, una esencia que se sobrevuela a sí misma en orden a su propia configuración.

Pero una configuración que no pende únicamente de sí misma, sino de unas estructuras constitutivas que son las que en definitiva propician su modo de ser (humano), y que hay que considerar; porque no es que tengamos esas estructuras (físicas, fisiológicas, etc.) sino que tales estructuras también forman parte de nuestra esencia.

Precisamente, para dar razón del modo de ser específicamente humano, el filósofo vasco estimará oportuno añadir un modo de causación diverso, que denominará ‘causalidad personal’, con la que pretende dar explicación a la funcionalidad propia de las relaciones humanas que, a su juicio, no puede caber en el ámbito establecido por las causas aristotélicas. Causalidad personal que —según pienso— muy bien puede ser equiparada o extendida a una razón experiencial: «la razón no debe ser entendida como una instancia desencarnada, sino como la sensatez y la prudencia que nace de la experiencia vital» (p. 69).

No somos pura existencia, caricatura de toda nuestra hondura; ni podemos hacer cualquier cosa de nosotros, monigotes a merced de las antropotecnias.

José Sanmartín Esplugues, catedrático jubilado de Filosofía de la Ciencia
José Sanmartín Esplugues, experto en Ciencia, Tecnología y Sociedad(Infografía)

No todo vale, no todo da igual en lo que tiene que ver con nosotros —como muy claro dejan los autores desde el principio—; no podemos hacer con nuestra especie lo que se nos antoje, por mucho que se nos quiera agradar con un futuro prometeico, al cual, hoy por hoy, y hasta donde un servidor sabe, nadie ha podido decir con cierto margen de fiabilidad ni cómo va a ser, ni cuándo se alcanzará de modo efectivo; sí, se nos ha dicho que ya queda poco, y que va a ser algo fantástico, un futuro sin enfermedades en el que alcanzaremos la inmortalidad… y en el que seremos todos muy felices.

Quizá lo que ocurra sea todo lo contrario, y esa quimérica razón tecnológica se convierta a la postre en una ‘razón cruel’ —tal y como nos comenta José Sanmartín en el volumen de SCIO dedicado a su persona—, que lejos de buscar lo mejor para la humanidad, lo que busque no sea sino la ¿salvación? de unos pocos; ¿quiénes?, no es difícil de averiguar.

4. EL COMIENZO DE UNA AVENTURA

Pues bien, los autores se sitúan ante el gran reto que es afrontar toda esta problemática, para nada sencilla.

En estas circunstancias parece indicado —obligado quizá— preguntarse de nuevo por el ser humano. El presente libro quiere ser una modesta aportación a esta labor. Queremos preguntarnos por el ser humano, e invitar al lector a involucrarse con nosotros en esta búsqueda. (p. XV).

Quisiera destacar esta última invitación, para nada irrelevante. Porque la temática del libro no es de aquellas a las que uno se pueda acercar desde la mera curiosidad intelectual; su importancia —a mi juicio— no lo permite, más bien al contrario: exige de cada uno involucrarse hasta el fondo, ahondar en lo que es su propia esencia, en saber qué significa y qué repercusiones tiene ser humanos, el hecho de que seamos como somos, identificando nuestra especificidad respecto a otros seres. No se trata de un viaje turístico, sino de una aventura existencial en la que está en juego nuestra auto-comprensión como individuos y como especie. Ésta y no otra es la oferta que se nos hace desde las páginas de Meditación de la naturaleza humana: una reflexión sobre nosotros, sobre nuestra naturaleza.

Pues bien, Alfredo Marcos y Moisés Pérez han dividido esta aventura en cinco grandes etapas, denominadas como sigue: ‘humanos’, ‘entorno’, ‘animales’, ‘tecnociencia’ y ‘sentido’; cinco aspectos diferentes pero no inconexos, con los cuales intentan recoger la amplia problemática abordada.

1ª etapa: ‘Humanos’

Sloterdijk, catedrático en la Universidad de Karlsruhe
Sloterdijk, catedrático en la Universidad de Karlsruhe(Infografía)

En el primer bloque se analiza ese concepto el cual, si bien cuenta con una larga tradición filosófica, hoy en día está en entredicho por no pocos pensadores: me refiero al concepto de naturaleza humana. Alrededor de él los autores esbozan distintas teorías, bien destacando nuestra especificidad, bien dialogando con las corrientes contemporáneas que tratan de disolverla (Sloterdijk, Singer).

Contra las utopías transhumanistas, los autores reivindican nuestro carácter vulnerable y dependiente, fieles a una tradición que trata de recuperar nuestra dimensión corpórea como una nota más de la unidad psico-física que es nuestra personeidad. No se trata de demonizar todo aquello que vaya en beneficio de nuestra especie, sino de reflexionar la oportunidad de aquello que nos lleva más allá de nosotros mismos. «Se nos impone, así, como filósofos, la tarea de ponderar los nuevos desarrollos tecnológicos, no en forma de un conglomerado convergente, sino precisamente al contrario, uno por uno, caso por caso» (p. 38). Porque —continúan— de lo que se trata no es de ejercer cualquier acción libremente, sino de ponderar si favorece nuestra libertad… «incluso para deshacer nuestra propia intervención».

2ª etapa: ‘Entorno’

No vivimos aisladamente, en una autonomía pura, sino que lo hacemos en el seno de un entorno con el que inevitablemente nos relacionamos. Aquello que nos separa del resto y propicia nuestra identidad, posibilita y condiciona nuestra relación con todo aquello que no somos nosotros; y esta relación es constitutiva para nuestro despliegue. Un despliegue que no puede darse de espaldas a lo que no somos nosotros, sino que debe aunarse según lo que se conoce como desarrollo sostenible, desde el cual se considera la dimensión física o ecológica de la naturaleza, así como aspectos de nuestra dimensión práctica, tanto a nivel individual como social. Sólo así podremos entender nuestro planeta Tierra como nuestro hogar, tal y como el papa Francisco nos explica en su Laudato si’; un hogar… encendido, acogedor:

la casa es un espacio-tiempo abierto, logrado, ganado y otorgado para el cuidado de una esencia, para la realización libre y en paz de lo humano. Esa esencia es la naturaleza humana, y a medida que la misma se va actualizando en la forma irrepetible de cada persona concreta, en cada habitante de la casa, la casa se va encendiendo, la casa se va haciendo hogar. (pp. 146-147).

Hogar encendido y paideia, dos caras de la misma moneda.

3ª etapa: ‘Animales’

Partiendo de esta amplia descripción de lo que es la humanidad, los autores se enfrentan en sendos bloques a las que quizá sean las dos corrientes más importantes que la enfocan desde una perspectiva reduccionista. El tercer bloque trata de establecer la especificidad humana en referencia a nuestra dimensión natural, asunto que también está siendo debatido actualmente con cierta insistencia: ¿cuál es el estatuto que pueda tener el ser humano en relación al resto de especies animales?, ¿tienen ‘derechos’ los animales, los mismos que las personas? Y, si hay diferencias, ¿se trata de una diferencia meramente cuantitativa o más bien cualitativa?, ¿en qué términos?

Todo lo que sea reconocimiento del valor de los vivientes y rechazo del sufrimiento es positivo. Sin embargo, para poner de manifiesto el valor de los seres vivos y para reducir el sufrimiento que les infringimos no es necesario suscribir las pretensiones político-jurídicas del PGS [Proyecto Gran Simio], ni mucho menos sus supuestos filosóficos. (pp. 195-196).

Nuestra proximidad genética con los grandes simios no puede ocultar nuestras grandes diferencias, ello sin obviar los pasos que ha dado la etología, descubriendo aspectos de los animales ciertamente asombrosos; el debate se sitúa en si estos aspectos son suficientes para equipararnos cualitativamente, o no. Y en esto no hay acuerdo unánime en la comunidad etológica; que los animales tengan un valor —como dice Adela Cortina— no implica que posean una dignidad como la humana.

4ª etapa: ‘Tecnociencia’

El cuarto bloque gira en torno al diálogo con la tecnociencia, con aquellos que tratan de reducir la humanidad a procesos mecánicos. Su punto de partida no puede ser más claro e iluminador: «el ser humano simplemente no es una máquina» (p. XVII). No se trata de denigrar cualquier avance científico, ni mucho menos, pero tampoco de hacer lo propio con la especie humana en beneficio de aquél; no se trata ni de aceptar éticamente cualquier avance científico por el hecho de ser científico, ni de recelar de lo que provenga de las ciencias naturales.

Los autores se autodefinen como naturalistas moderados, entendiendo por ello que, si bien es imprescindible para conocer bien al ser humano lo que nos puedan aportar las ciencias naturales, no nos podemos quedar en ellas, pues hay otros muchos saberes ‘no científicos’ que nos pueden aportar conocimiento relevante al respecto.

La técnica no sólo no es negativa, sino que puede considerarse como uno de los aspectos originalmente propios del ser humano, allá en la prehistoria de los tiempos; lo que sí que puede resultar negativo es un uso indiscriminado de la misma. Frente a esta idolatría de la técnica, los autores proponen humanizarla, ponerla al servicio de los seres humanos, y no al revés. ¿Puede esperarse un ejercicio ilimitado de la ciencia o es ésta, como ya exigía Kant, un ejercicio de la razón que debía estar subordinado al uso práctico de la misma? No hace falta decir la importancia de este debate en una época como la actual, en la que el interés por las antropotecnias alcanza niveles nunca vistos; debate que puede extenderse, por otro lado, hacia los límites de la ciencia en general.

5ª etapa: ‘Sentido’

El último bloque es —a mi juicio— especialmente significativo, ¡nunca mejor dicho!, no sólo por su título (‘Sentido’) sino porque puede servir  como piedra de toque para todos las demás. Si nos planteamos todas estas cuestiones que hemos estado comentando es, sencillamente, porque podemos hacerlo, gracias a que nuestro ‘puesto en el cosmos’—parafraseando a Max Scheler— es diferente al del resto de entes que en él existen.

Y esta singularidad creo que se puede articular cabalmente alrededor de nuestra relación ‘significativa’ con el universo, con la vida, con nosotros mismos. Gracias a ella podemos ejercer una razón creativa, podemos imaginar, podemos fantasear, podemos proyectar, podemos idear… y esto en todos los ámbitos: tanto en el científico, como en el ético o estético, o en el espiritual.

Incluso podemos inventar una fabulosa herramienta, el lenguaje, que permite comunicarnos y mapear la realidad. El hecho de que todos estos productos humanos se correspondan de alguna manera —si no absolutamente sí que parcialmente, con la realidad— no deja de ser una maravilla.

Si se puede hablar del sentido de la vida, idea que articula este quinto bloque, es porque previamente somos seres comprensivos, seres que se relacionan significativamente tanto con su entorno como con ellos mismos, gracias a la toma de distancia que propicia el carácter abierto de nuestra esencia.

Un libro atractivo

Ya para acabar, no quisiera dejar de destacar dos aspectos de este libro, que lo hacen especialmente atractivo.

Por un lado, el amplio esfuerzo de los autores por exponer honesta y claramente el marco en el que se sitúan en este complejo debate para, desde él, dialogar abierta y francamente con otros enfoques y perspectivas, de todos los signos.

Y, por el otro, la amplitud y generosidad en el trato de todos los asuntos tratados: en primera instancia, evidentemente, el que da pie al libro, la naturaleza humana; pero en segunda, todos y cada uno de los aspectos más particulares que tratan en los respectivos bloques. En cada uno de ellos, llama la atención una bibliografía más que generosa, que facilita la documentación que cualquier persona inquieta pueda precisar para ahondar en todo lo que se refiere a nuestra esencia humana.













About the author

Doctor en Filosofía (Universidad de Valencia, tesis sobre la influencia de la afectividad en el comportamiento humano a la luz del pensamiento ético y estético de Xavier Zubiri) y Máster en Ética y Democracia (Departamento de Filosofía Moral y Política de la Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación de la UV).