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domingo, 20 de febrero de 2022

Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general, Richard Cantillon

 Ensayo sobre la naturaleza del comercio engeneral,

 Richard Cantillon 

La Biblioteca de la Libertad busca poner a disposición del público de habla hispana, de manera gratuita, libros clásicos relacionados a la filosofía liberal. Este es un proyecto elaborado en conjunto por ElCato.org y Liberty Fund, Inc., que coinciden en su misión de promover las ideas sobre las que se fundamenta una sociedad libre. Los libros que se encuentran en la Biblioteca comprenden una amplia gama de disciplinas, incluyendo economía, derecho, historia, filosofía y teoría política. 

Los libros están presentados en una variedad de formatos: facsímile o PDF de imágenes escaneadas del libro original, HTML y HTML por capítulo y PDF de libro electrónico. 

 Sobre el autor Richard Cantillon (c. 1680 – 1734) fue un economista irlandés-francés cuya obra Ensayo sobre la naturaleza del comercio en general ha sido catalogada como “la cuna de la economía política”. Nació en Irlanda pero desde joven se fue a vivir a París donde adquirió la nacionalidad francesa. Poco se sabe sobre la vida de Cantillon, excepto que se dedicó con éxito a la banca y al comercio desde temprana edad. Sin embargo, sus negocios le valieron múltiples enemigos que lo persiguieron hasta su trágica muerte en el incendio de su casa en Londres, el cual se cree que fue deliberado. 

Cantillon realizó importantes contribuciones en prácticamente todos los campos del análisis económico moderno: epistemología de la economía, microeconomía, macroeconomía y teoría monetaria, y economía internacional Essai Sur La Nature Du Commerce En General fue escrito en 1730 pero no se publicó hasta 1755 debido a la fuerte censura del gobierno francés. El libro tuvo gran influencia en la teoría económica de Adam Smith y de algunos fisiócratas franceses. Sin embargo cayó en el olvido durante gran parte del siglo XIX.

Prefacio 

 Fuerte contraste el existente entre la serenidad del Ensayo de Richard Cantillon, cuya versión castellana ofrece ahora el Fondo de Cultura Económica, y la enigmática personalidad de su autor, en cuyos interesantes perfiles trabajaron con ahinco Sir Stanley Jevons, verdadero descubridor de esta importante obra, y Henry Higgs, quien presentó con un admirable artículo la edición bilingüe —en francés e inglés— por encargo de la Royal Economic Society, de Londres, en 1931. 

 Leyendo el Ensayo podría decirse que Cantillon había sido uno de esos afortunados pensadores a los cuales Thorstein Veblen distinguía con la preciada posesión de largos períodos de "ocio ostensible". Las ideas aparecen en este libro meditadas, saboreadas, dichas con esa calma, ignorada por nuestros economistas actuales, acosados siempre por la presión de acontecimientos nuevos y rectificaciones constantes. Richard Cantillon, el escritor, definía con rigor filosófico, ejemplificaba con tino y prudencia, insistía una y otra vez, con tenacidad de predicador religioso, hasta fijar los conceptos con un académico rigor. 

 En poco más de veinte años el mundo económico asistió a la aparición del Ensayo, conoció la rica actividad de Turgot y la fisiocracia, y puso la clave a la primera y gloriosa etapa de la Economía con la aparición de la Riqueza de las Naciones, de Adam Smith. Pocos años fueron precisos para dar a esta última obra y a las de Turgot y su grupo la circulación más amplia, no sólo en la Europa continental y el Imperio bri tánico, sino en los países hispanoamericanos, agitados ya por los primeros anhelos libertadores e independentistas. 

 Más de un siglo hubo de transcurrir en cambio hasta que Jevons —en un estudio que como epílogo reproducimos— llamó la atención sobre el Essai, en 1881, y un decenio más tarde el Prof. Henry Higgs derramó nuevas luces sobre el autor y su obra en un luminoso artículo publicado en el Harvard Quarterly Journal of Economics (año de 1892), en el que quedaron esclarecidas, hasta donde era posible hacerlo, las vicisitudes, inspiraciones y trascendencia de la obra de Cantillon. 

 Para el economista tiene este libro el poderoso atractivo de su incomparable solidez —sólo puesta en duda por Marshall, quien luego lo atribuía a la ligereza con que efectuó su lectura. Hoy ya nadie pone en entredicho la razón de quienes consideran al Essai como "la cuna de la Economía política. La valoración justa de los tres factores de la producción, luego clásicos en la obra de Jean Baptiste Say; el planteamiento de los problemas de la moneda, con una concisión y seguridad nunca más superados, ni siquiera por Ricardo; la función capital de la tierra como principalísima fuente de la producción y la riqueza, una idea cara a la fisiocracia naciente ; el planteamiento luminoso de la ecuación producto-tierra; la explicación exhaustiva del problema de los cambios interiores y exteriores, y otros muchos razonamientos que colman el ámbito entero de la Economía, con la única excepción de los impuestos, convierten a la obra de Cantillon en "un producto cultural tan valioso como el descubrimiento de la circulación de la sangre, por Harvey", según la feliz frase de Henry Higgs. 

 Admirará el lector de esta obra la justeza de muchas afirmaciones hechas por Cantillon hace dos siglos, pero adaptable precisamente a las circunstancias tan nuevas —y tan viejas- de la actualidad. Ante el espectáculo deprimente de doctrinas y pronósticos que en la era contemporánea recorren en pocos lustros el trecho que va de la gloria al descrédito o al olvido, el Essai comunicará inmediatamente a quien lo lea la sensación de validez eterna, y nos confortará a todos con la convicción de que la Economía se apoya sobre muy sólidos cimientos. 

 Detrás de la obra está el hombre, Richard Cantillon, lleno de rasgos interesantísimos y curiosas antinomias. Jevons y Higgs han aplicado a la personalidad de este autor la más se vera y paciente de las investigaciones críticas, donde entran por mucho la heráldica y la jurisprudencia, la contabilidad y la literatura. Perplejos quedamos entre la opinión de Mira beau, para quien Cantillon era una admirable figura, independiente, liberal, dotado de un deslumbrador talento, y el juicio de George Veron, quien fué por algún tiempo su cajero, y nos lo presenta como un hombre frío, calculador y despiadado. Caso bien frecuente, por otra parte, el de este hombre hecho para la vida regalada y suntuosa, donde destaca por el uso parsimonioso de sus variadas y brillantes dotes persona les, pero que trata con dureza a sus criados, con crueldad a sus deudores, con doblez a sus socios, con artería y desprecio —evidenciados en su testamento— a la propia esposa. En pocas palabras, un personaje que podría figurar dignamente en las galerías de Madame de Sevigné o del Conde de Saint-Simon. 

 Sabía mucho Cantillon del dinero y sus secretos, y vivió en una época donde toda especulación tuvo su asiento. John Law, el astuto y desaprensivo escocés, cuyas acciones del Mar del Sur subían y bajaban como "burbujas", distinguió con su encono al autor del Essai y le amenazó con encerrarlo en la Bastilla; pero Cantillon, avisado negociante de divisas, supo ganarle el juego, colaborando con él en los períodos de prosperidad; desprendiéndose del desinflado globo, en los de infortunio ; mandando por delante sus ganancias a Amsterdam y Londres; huyendo luego tras ellas, sin visitar más que por unas horas las prisiones del Chatelet; colocando sus disponibilidades en distantes y seguros parajes —Bruselas, Viena, Cádiz, los Países Bajos, la Metrópoli inglesa— acordándose del dicho de Shakespeare: "No poner todos los huevos en la misma cesta." Una lección que han seguido por instinto, sin leerla, con la misma sagacidad desaprensiva, muchos nuevos ricos de nuestro tiempo que no dejarán tras de sí un Ensayo como el de Richard Cantillon.

 Sabía hacer suyo y personal un negocio, cuando ganaba, y acogerse a la solidaridad mercantil, cuando perdía. De esa táctica no escapó ni su mujer siquiera, la bella Marie Anne Mahony, pintada por el elegante Largilliere, y que contó a Montesquieu entre sus numerosos admiradores. Con razón o sin ella Cantillon la desheredó en su testamento de 12 de julio de 1732. 

 ¡Qué extraño o será que hoy ignoremos su nacionalidad verdadera, si él mismo se titulaba irlandés cuando la justicia le alcanzaba y londinense en su testamento, y era francés de Dunkerque a juicio de ciertos amigos o de Provenza según otros! Lo cierto es que siendo un gran economista vivió con suntuosidad, murió violentamente —por cierto, a manos de un criado— y dejó una cuantiosa fortuna, muchas joyas y obras de arte, una casa en París y otra en los arrabales de Asnieres. 

 En nuestra era actual de crisis, cuando las ideas —como los hechos económicos — no ofrecen sino inseguros fundamentos para seguir edificando, la lectura del Ensayo, de Cantillon, nos comunica una grata sensación de solidez y claridad. En esa obra vemos anticipados muchos de nuestros presentes problemas monetarios, y en ella encontramos el hilo luminoso para salir con gracia de los peores laberintos ideológicos y reales en Economía. M. S. S [Ir a tabla de contenidos] 

Primera Parte [Ir a tabla de contenidos] 

Capítulo I 

De la riqueza 

 LA TIERRA es la fuente o materia de donde se extrae la riqueza, y el trabajo del hombre es la forma de producirla. En sí misma, la riqueza no es otra cosa que los alimentos, las comodidades y las cosas superfluas que hacen agradable la vida. 

 La tierra produce hierbas, raíces, granos, lino, algodón, cáñamo, arbustos y maderas de variadas especies, con frutos, cortezas y hojas de diversas clases, como las de las moreras, con las cuales se crían los gusanos de seda; también ofrece minas y minerales. El trabajo del hombre da a todo ello forma de riqueza. Los ríos y los mares nos procuran peces que sirven de alimento al hombre, y otras muchas cosas para su satisfacción y regalo. Pero estos mares y ríos pertenecen a las tierras adyacentes, o son comunes a todos, y el trabajo del hombre obtiene de ellos el pescado y otras ventajas. [Ir a tabla de contenidos]

Capítulo II 

De las sociedades humanas 

 Sea cualquiera la manera de formarse una sociedad humana, la propiedad de las tierras donde se asienta pertenecerá necesariamente a un pequeño número de personas. 

 En las sociedades errantes, como en las hordas tártaras y los campamentos de indios, que se trasladan de un lugar a otro con sus ganados y familias, precisa que el caudillo o rey que los guía establezca límites a cada jefe de familia, y dé aposentamiento a cada uno alrededor del campo. De otro modo siempre habría disputas respecto a parcelas y productos, maderas, hierbas, agua, etc.; pero una vez distribuídos los cuarteles y límites de cada uno, tal regulación será valedera, como una propiedad, durante el tiempo que allí permanezcan. 

 He aquí lo que ocurre en las sociedades más estables: cuando un príncipe, a la cabeza de un ejército, ha conquistado un país, distribuye las tierras entre sus oficiales o favoritos, de acuerdo con los méritos respectivos o siguiendo un arbitrario designio (en este caso se halló originariamente Francia); establece leyes para asegurar la propiedad de esas tierras para ellos o sus descendientes; o bien se reserva la propiedad de las tierras, empleando a sus oficiales o favoritos en el empeño de hacerlas producir; o las cede a condición de que le paguen sobre ellas todos los años un cierto censo o canon; o las entrega reservándose la libertad de gravarlas todos los años, según sus necesidades propias y la capacidad de sus vasallos. En cualquiera de estos casos, los oficiales o favoritos, ya sean propietarios absolutos o dependientes, ya sean intendentes o inspectores del producto de las tierras, no representarán sino un pequeño número, en comparación con el total de los habitantes. 

 Aun si el príncipe distribuye las tierras por lotes iguales entre todos los moradores, en definitiva irán a parar a manos de un pequeño número. Un habitante tendrá varios hijos, y no podrá dejar a cada uno de ellos una porción de tierra igual a la suya; otro morirá sin descendencia, y legará su porción a quien ya tiene alguna, mejor que a otro desprovisto de ella; un tercero será holgazán, pródigo o enfermizo, y se verá obligado a vender su porción a otro que sea frugal y laborioso, quien irá aumentando continuamente sus tierras mediante nuevas compras, empleando para explotarlas el trabajo de quienes, careciendo de tierras propias, se verán obligados a ofrecer su trabajo para subsistir. 

 En el primer establecimiento de Roma se dió a cada habitante dos yugadas de tierra: esto no impidió que muy pronto surgiera en los patrimonios una desigualdad tan grande como la que hoy advertimos en todos los Estados de Europa. Y así las tierras pasaron a ser patrimonio de un pequeño número de propietarios.


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