La Crisis Financiera Actual:
¿Qué Debemos Aprender de las Grandes Depresiones del Siglo XX?
Gonzalo Fernández de Córdoba (Universidad de Salamanca) y
Timothy J. Kehoe(*) (University of Minnesota y Federal Reserve Bank of Minneapolis )
La actual crisis financiera plantea una serie de preguntas: ¿puede la economía mundial entrar en una gran depresión como ya lo hiciera en los años 30? Y, en su caso, ¿qué pueden hacer los Gobiernos para evitarlo?
La experiencia histórica nos puede ayudar a responder estas preguntas. Desde el año 2000, Timothy Kehoe y Edward Prescott vienen desarrollando un proyecto de investigación desde la Reserva Federal de Minneapolis para estudiar las grandes depresiones que ocurrieron a lo largo del siglo XX. Kehoe y Prescott definen “gran depresión” como una caída larga y sostenida por debajo de la tendencia en el producto por persona en edad de trabajar.
Para hacernos una idea de la diferencia entre una gran depresión y una típica recesión cíclica, podemos echar un vistazo a una gráfica en la que veamos el PIB real por trabajador entre los 15–64 años de edad, en el periodo 1900–2007 en Estados Unidos. Sobre una escala logarítmica, vemos que las fluctuaciones cíclicas en torno a una tendencia de crecimiento del 2 por ciento por año son muy pequeñas. Sin embargo, la gran depresión de 1929–39 y la expansión durante la Segunda Guerra Mundial suponen enormes desviaciones sobre esa tendencia. (*) Las opiniones expresadas aquí son las de los autores y no necesariamente las del Federal Reserve Bank of Minneapolis o las del Federal Reserve System.
En el libro Great Depressions of the Twentieth Century, publicado en 2007 por la Reserva Federal de Mineápolis, Kehoe y Prescott, junto con un equipo de 24 economistas de todo el mundo, han estudiado las grandes depresiones ocurridas en América del Norte y en Europa Occidental en los años 30, también las ocurridas en los años 80 en América Latina, así como otros episodios aislados en otras fechas y lugares. ¿Qué lecciones podemos extraer de la comparación entre estas experiencias históricas? Los autores de los estudios recogidos en el libro comienzan descomponiendo las caídas en la producción durante la depresión en caídas en la utilización de los factores trabajo y capital y en caídas en la eficiencia con la que estos factores son utilizados, medida como productividad. El hallazgo es que una gran caída en la productividad siempre juega un papel importante al explicar la depresión. En algunos episodios, como la depresión que sufrió Estados Unidos en los años 30, caídas en la utilización del trabajo también jugaron un papel considerable. En otros episodios, como la depresión mexicana de los 80, las caídas en productividad casi explican por sí solas las caídas en producción.
Observando la experiencia histórica, Kehoe y Prescott concluyen que son las malas políticas gubernamentales las que ocasionan las grandes depresiones. Más concretamente, su hipótesis es que, en tanto que una multiplicidad de choques puede conducir a una economía a las habituales fluctuaciones cíclicas, es la excesiva reacción del Gobierno la que transforma éstas, prolongándolas y profundizándolas, hasta convertirlas en una depresión.
Resulta instructivo comparar las experiencias de Chile y México de los años 80, estudiadas en el libro citado por Raphael Bergoeing, Patrick Kehoe, Timothy Kehoe, y Raimundo Soto. Ambas fueron causadas por un súbito aumento de los tipos de interés internacionales en 1981–82, simultáneamente a una caída en los precios de las mercancías que estos países exportan; cobre en el caso de Chile y petróleo en el caso de México. Estos choques pusieron de manifiesto unas debilidades no detectadas con anticipación en el sistema bancario, y condujo a estos países a una crisis financiera.
En 1982, en Chile, unos bancos poseedores de la mitad de los depósitos totales sufrieron una severa crisis de liquidez. La respuesta del Gobierno fue controlar esos bancos, liquidar aquellos que eran insolventes y privatizar los que eran viables, proceso que duró menos de tres años. El Gobierno, a continuación, aprobó un nuevo sistema de regulaciones que trataba de prevenir abusos en la gestión. Estas nuevas regulaciones permitían a los mercados determinar los tipos de interés y la asignación del crédito a las empresas. Los costes a corto plazo de la crisis chilena fueron grandes, con fuertes caídas del PIB real en los años 1982 y 1983. No obstante, en 1984, la economía chilena comenzó a crecer de nuevo, hasta convertirse desde entonces en el país con mayor crecimiento de América Latina.
En 1982, en México, el Gobierno nacionalizó el sistema bancario al completo, siendo reprivatizados los bancos a principios de los años 90. A lo largo de los años 80, en un esfuerzo por mantener el empleo y las inversiones, los bancos controlados por el Gobierno concedían crédito a tipos por debajo de los tipos de interés de mercado a algunas grandes empresas, en tanto que no daba ninguno a otras. Ni siquiera la posterior privatización bancaria de principios de los 90, ni las reformas que se sucedieron en 1995, fueron eficaces para crear un sistema bancario capaz de conceder crédito a las empresas a unos tipos fijados por el mercado. El resultado ha sido un desastre económico para México: entre los años 1982 y 1995, México no creció, y desde 1996 en adelante lo ha hecho muy modestamente.
Las diferencias en el nivel de desempeño entre Chile y México desde 1980 no han sido debidas al empleo o la inversión, sino a la productividad. En Chile, las empresas improductivas mueren, y unas empresas productivas nacen para reemplazarlas, de modo que el empleo y el capital encuentran un canal a través del cual sobrevivir en un entorno que hace a ambos más productivos. En México un sistema financiero defectuoso impide este proceso de muerte y renacimiento.
Algunas circunstancias muy específicas de Chile y México deben ser adelantadas para evitar hacer extensiones apresuradas en el contexto de la actual crisis financiera a países como Estados Unidos o Europa Occidental: Chile y México eran más pobres y la crisis financiera estaba restringida a los países de América Latina. Además, cuando Chile llevó a cabo sus costosas reformas el sistema de Gobierno era una dictadura militar, eliminando por tanto las dificultades asociadas a la obtención del consenso político necesario en una democracia.
No obstante, hecha esta aclaración, las lecciones aprendidas de Chile y México pueden ser generalizadas. Consideremos el caso de Japón y Finlandia, también estudiados en el libro de Kehoe y Prescott, el caso de Japón por Prescott y Fumio Hayashi y el caso de Finlandia por Juan Carlos Conesa, Kehoe, y Kim Ruhl. Japón sufrió una crisis financiera a principios de los años 90 y siguió un patrón de políticas similar al de México, dando vida a bancos insolventes, manteniendo un sistema financiero renqueante que daba crédito a unas empresas y a otras no, y combinando estas medidas con estímulos fiscales masivos para mantener la inversión y el empleo; Japón se ha detenido desde entonces. Finlandia también sufrió una crisis financiera a principios de los años 90, pero siguió a diferencia de Japón la senda marcada por Chile, pagando los costes de una reforma y dejando que fuera el mercado quien dictara la asignación del crédito en el sector privado; Finlandia ha crecido espectacularmente desde entonces.
Ahora son los países de Europa Occidental y Estados Unidos los que están metidos de lleno en una crisis financiera y deben escapar de ella como lo hizo Chile y después Finlandia, y no quedar atrapados en ella como lo hicieron primero México y luego Japón. Para ello es necesario evitar las políticas que deprimen la productividad creando incentivos incorrectos en el sector privado. Con los bancos y las instituciones financieras en crisis, el Gobierno tiene que concentrarse en proveer liquidez usando los mecanismos de mercado para que éstos provean crédito a los tipos de mercado a las empresas productivas. A las empresas improductivas y no viables no se las debe sostener artificialmente, y esto aplica por igual al sector del automóvil como al sector financiero. Los planes de rescate y esfuerzos financieros similares mantienen a las empresas improductivas en funcionamiento y deprime la productividad, además estas empresas drenan trabajo y recursos financieros que tendrían un mejor empleo en las empresas más productivas. El mercado juzga mejor que el Gobierno qué empresas deben morir y cuáles sobrevivir.
Los choques a la economía que pueden desencadenar una crisis financiera son muchos y variados. Algunos son choques externos a la economía: en los casos de México y Chile, fueron la elevación de los tipos de interés internacionales y la caída de los precios de exportación de sus mercancías. En el de Finlandia fue el abrupto cese del comercio con la antigua Unión Soviética. Otros son choques internos: en el caso de Japón fue la caída de los precios de los bienes inmuebles comerciales, y ahora, en Europa y Estados Unidos es la caída del valor de los activos inmuebles residenciales, es decir, las casas. El estudio de las grandes depresiones pone de manifiesto que la causa que desencadena una crisis es menos importante que la reacción de la economía, y muy en particular, la reacción del Gobierno.
A lo largo de la última década, la capacidad de préstamo de China y de otros países del Asia Oriental alimentada por sus enormes superávit comerciales, han mantenido los tipos de interés mundiales a niveles muy bajos. Los consumidores norteamericanos y europeos han disfrutado de esos bajos intereses consumiendo e invirtiendo más. Una gran parte de esas inversiones tuvieron como destino el mercado inmobiliario residencial. En Estados Unidos, una gran parte de esas inversiones se han concentrado regionalmente y se han localizado en ciudades concretas. En Europa, se ha observado un patrón de concentración similar, y ha sido España uno de esos lugares donde la inversión en inmuebles se ha dirigido. En una Europa más integrada, España juega de forma muy natural el mismo papel que la Florida o Arizona juegan en Estados Unidos. No hay nada malo en que las inversiones, ya sean inmobiliarias o de otra naturaleza, vengan y se concentren en España siempre que los inversores comprendan los riesgos asociados a su inversión.
El problema específico con el boom inmobiliario de principios de la década es que generó un riesgo agregado desde el momento en que los inversores empezaron a pensar que los precios de la vivienda no podían ir en otra dirección que no fuera hacia arriba. Los agentes financieros — en particular, los bancos, los reguladores, y las agencias de rating — o no vieron que el riesgo de una caída en los precios de la vivienda era real, o no entendieron sus implicaciones. Esta ausencia de percepción y entendimiento creó un riesgo sistémico. Cuando los precios de la vivienda comenzaron a caer, muchos activos respaldados con hipotecas que obtuvieron una triple A por las agencias de rating resultaron ser más peligrosos que un bono argentino de finales de los 90. Si los riesgos hubieran sido valorados correctamente, los tipos de interés aplicados a los proyectos de construcción más aventurados y a la adquisición de hipotecas por parte de ciudadanos que no aportaban todas las garantías habrían sido más altos y el problema se habría corregido solo. La falta de entendimiento por parte de los bancos, los reguladores y las agencias de rating invitan a pensar en reformas del sistema y, quizás, nuevas regulaciones.
Pero la caída de los precios de la vivienda ha revelado un problema aún más fundamental dentro del sistema financiero. Inversores y gobernantes han venido creyendo que algunas instituciones financieras, e incluso algunas empresas, eran demasiado grandes como para caer insolventes, demasiado grandes para morir, como dirían en Estados Unidos. En el sistema bancario se produce una disyuntiva por parte del Gobierno entre asegurar los depósitos y regular los bancos. Un principio fundamental en la asignación eficiente del riesgo es que cada seguro debe ir acompañado de su correspondiente regulación. Cualquier institución demasiado grande debe ser regulada.
Ahora nos encontramos en una situación en la que los Gobiernos están gastando vastísimas sumas de dinero público en planes de rescate en instituciones que no habían regulado previamente. Abstrayéndonos de los costes generados por la elevación de impuestos que supondrán estos planes, los rescates van a crear otros problemas en el futuro: inversiones que resultaron fallidas van a pagar dividendos, capital y trabajo van a quedar anclados en empresas improductivas, incentivos distorsionados y problemas de riesgo moral son algunos de esos problemas. Estamos en la crisis financiera actual debido a una mala evaluación del riesgo. Los rescates indiscriminados van a recompensar a los que tomaron decisiones equivocadas y va a distorsionar la percepción del riesgo en inversiones futuras, y debido a que los rescates indiscriminados crean problemas de riesgo moral, tanto el público como la clase política va a exigir una regulación demasiado estricta sobre el sistema financiero. Directa e indirectamente, los rescates masivos e indiscriminados generarán ineficiencias y baja productividad.
Entonces, ¿qué debemos hacer ahora? Los bancos centrales deben seguir prestando para mantener la liquidez. Cualquier rescate a instituciones financieras no bancarias debe ir acompañado de regulaciones estrictas al menos temporalmente. El rescate no debe ser usado para mantener la rentabilidad de los accionistas o tenedores de bonos de esas instituciones. Los inversores que realizaron inversiones arriesgadas no pueden ser recompensados de ninguna manera. Los gastos públicos en infraestructuras deben ser justificados por su utilidad y necesidad intrínseca, no como alivio a empresas ineficientes, poniendo especial énfasis en proyectos públicos que incrementen la productividad de los factores. En todo caso, dejar que sea el mercado el que señale qué empresas deben ir a la bancarrota, dejando que se liberen recursos para que otras empresas más productivas y eficientes los absorban. Acelerar la eficiencia de este proceso puede suponer la modificación de las leyes de suspensión de pagos que regulan los concursos de acreedores, o incrementar la dotación de recursos públicos para su gestión eficiente.
Los ciudadanos y sus representantes pueden desear establecer algún tipo de cobertura adicional para aquellos trabajadores que pierdan su trabajo, para familias que pierdan su casa, o incluso para algunas empresas en algunos sectores o regiones. En ese caso, estos seguros o ayudas deben ser entregados directamente, y no a través de rescates indiscriminados a las empresas.
Hay costes que pagar por los errores cometidos en el pasado, pero si aprovechamos esta oportunidad para hacer las correcciones que permitan reasignar recursos a los usos más productivos, las economías europeas y norteamericana pueden salir de la crisis como lo hicieron Chile y Finlandia, rápidamente y más fortalecidas que nunca. En todo caso no debemos olvidar que no hay situación que no pueda empeorar. Si la crisis financiera interrumpe el flujo de ahorro proveniente de China y otros países del Asia Oriental, los tipos de interés aumentarán y el ajuste será más duro aún.
El estudio de los países que han padecido episodios de gran depresión a lo largo del siglo XX, nos enseña una lección muy importante: las intervenciones masivas en la economía que tienen la finalidad de mantener el empleo y la inversión pueden distorsionar los incentivos hasta el punto de llevar a la economía a una gran depresión. Aquellos que tratan de justificar el tipo de políticas keynesianas implementadas por el Gobierno mexicano en los años 80, y por el Gobierno japonés en los 90, suelen recurrir a la famosa frase de Keynes recogida en su Breve Tratado sobre la Reforma Monetaria, que dice: “El largo plazo es una mala guía para los asuntos de hoy. En el largo plazo todos estaremos muertos”. El estudio de las grandes depresiones del pasado puede revertir el sentido de la frase: “Si no tenemos en cuenta las consecuencias de la política del Gobierno sobre la productividad, en el largo plazo podríamos caer todos en una gran depresión”.
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