Elogio de la Locura, o encomio de la
estulticia
Desiderio Erasmo, más conocido como Erasmo de Rotterdam, uno de los personajes más influyentes en la Europa de su época, escribió Elogio de la locura en un contexto social y cultural convulsionado por la lucha entre la tradición medieval y las nuevas premisas que apuntaba el humanismo. A lo largo de esta obra que Erasmo dedica a su amigo Tomás Moro, parece querer convencer al mundo de que la Insensatez, la Estulticia o la Locura son el origen de todas las bondades, diversiones y deleites que el ser humano disfruta. Acompañadas de la ebriedad, la adulación, la pereza o la ignorancia, reclama sus méritos con desfachatez y gracia, en un discurso impregnado de ironía. Pero ¿qué pretende Erasmo con este elogio? ¿Qué esconde? ¿En qué consiste este juego de ingenio? ¿Es todo una burla? En Elogio de la locura Erasmo crea un espejismo seductor y contundente que, impregnado del humanismo cristiano que preconizaba, le sirve de excusa para describir la necedad del mundo y arremeter a dentelladas contra todo lo humano y lo divino.
INTRODUCCIÓN
de José Antonio Marina 1
La colección Austral ocupa un cálido lugar en el paisaje de mi adolescencia. Aún me veo, en los lejanos años de un Toledo mío, melancólico e irreal, mirando los escaparates de las librerías, en una provinciana calle Ancha, lleno de deseos y vacío de dinero. La colección Austral, con sus variados colores, con su deslumbrante catálogo, que releía y subrayaba, era el paraíso casi al alcance de la mano, el primer cielo bibliográfico, los únicos libros que podía aspirar a comprar. Cuando me invitaron a escribir este prólogo pensé que al fin podría rendir un homenaje a la colección que me desveló en mi juventud —quitándome el sueño y descubriéndome el mundo—, y que tanto me forzó a ahorrar. Confieso que estar ahora dentro de ella, después de mirarla durante años a través del cristal del escaparate, me emociona y ensoberbece. Pero basta ya de confidencias.
La introducción a un libro debe servir para introducir en él a quien remolonea a su puerta sin acabar de decidirse. El lector, al que adivino crítico porque se acerca a un libro crítico, y desganado, pues necesita de introducción, pensará que si tal bobada es todo lo que se me ocurre, mejor es que continuara detrás del escaparate, mirando este libro codiciosamente, en vez de estar dentro de él diciendo perogrulladas. No estoy de acuerdo. Lo que acabo de escribir no es tan tonto como suena. «Introducir» es conducir dentro, abrir el camino, aclarar, animar. Pertenece a una bella familia de palabras «in». Incitar, invitar, interesar. Con esto no he aclarado nada, por supuesto, ya que he eludido la pregunta esencial: ¿A cuento de qué viene ahora querer meter al lector dentro de un libro escrito hace casi quinientos años, fruto de las circunstancias, lejano y posiblemente envejecido? Podría decir que es una obra muy bien escrita, muy ingeniosa, que tuvo un colosal éxito, pero la verdad es que tengo dos razones de más peso para leer este libro y para recomendar su lectura: una histórica y otra genealógica. Advierto al lector, puesto que se ha mostrado tan quisquilloso, que no debe confundir ambas cosas. La historia cuenta los sucesos en el orden en que sucedieron. Desde el pasado más remoto llega hasta el presente. La genealogía va en dirección contraria. Desde el presente se adentra en el pasado buscando antecedentes, motivaciones, claves y significados.
Desde el punto de vista histórico me interesa hablarle de este libro como capítulo de una historia curiosa para la que recojo materiales desde hace tiempo, y que podría llamarse «Historia de la inteligencia lúdica». Estudiaría las formas de reír o de reírse de, las bromas, parodias, sátiras, ingeniosidades, burlas que los seres humanos han inventado a lo largo de los siglos para librarse del tedio, del miedo o de la opresión. No siempre nos hemos reído de lo mismo ni de la misma manera. Hay una carcajada medieval, una risa renacentista, una sarcástica burla barroca, una sonrisa ilustrada, una diabólica risotada romántica («La risa es satánica y por tanto profundamente humana», escribió Baudelaire), y algunas otras más. ELOGIO DE LA LOCURA es un documento importante para esta crónica de la hilaridad.
Desde el punto de vista genealógico, el libro me interesa porque al buscar las claves de nuestro presente, el terreno donde se enclavan las raíces que nos alimentan, encuentro a Erasmo, el cauteloso, ambivalente, perspicaz, severísimo y burlón holandés.
Sospecho que el lector protestará si le presento al autor de este libro, como si yo le considerase un iletrado al que hay que ilustrar, y que protestará también si no se lo presento, como si yo fuera un perezoso engreído que piensa que todo el mundo debe saberlo todo. Colocado entre Scila y Caribdis, que diría un humanista clásico, o entre los cuernos del toro, que diría un taurómaco castizo, opto por lo que más me pide el cuerpo, que es explicar. Le diré quién es Erasmo, pero en forma enigmática, o sea, sin decir lo que puede encontrar en cualquier enciclopedia, a saber: «Erasmo, Desiderio (1467-1536). Humanista holandés, especialista en lenguas clásicas, tradujo numerosas obras griegas y latinas. Hizo una edición del Nuevo Testamento y de multitud de obras clásicas. Fue sospechoso de luteranismo. Defendió la “devotio moderna”, que era un cristianismo más interior, despreciativo de las prácticas exteriores, y más libre. Criticó a la Iglesia romana, pero también polemizó contra Lutero. Su influencia en Europa fue extensa y profunda». Esto lo sabe todo el mundo y, por lo tanto, no es menester decirlo de nuevo.
Lo que me resulta más enigmático de Erasmo es su colosal influencia. Fue un hombre inquieto. Viajó sin parar, se consideraba ciudadano del mundo, escribió incesantemente, sus lectores esperaban con impaciencia sus obras, tuvo seguidores en toda Europa, en Alemania se popularizaron canciones en las que se le elogiaba desmesuradamente. De continuo recibe invitaciones de postín, entre ellas la del cardenal Cisneros, que le anima a venir a España, cosa que no hizo, tal vez porque temía encontrarse con demasiados judíos. En una carta escribe: «Los judíos abundan en Italia; en España, apenas hay cristianos. Tengo miedo de que la ocasión presente haga que vuelva a levantar su cabeza esa hidra que ya ha sido sofocada». Lortz, un historiador de la Reforma que no siente ninguna simpatía por Erasmo, reconoce que «fue un poder público de primera magnitud».
¿Y sobre qué escribe Erasmo para obtener un éxito tan descomunal? Según Marcel Bataillon, un gran conocedor de su obra, «un mismo pensamiento da vida y actualidad a todo cuanto sale de su pluma. Se resume en dos palabras: Philosophia Christi». Ya sé, ya sé que Cristo no fue un filósofo, y que esa expresión resulta paradójica. Ahí está el enigma. ¿Qué significa tan rara expresión? ¿Por qué lo designado por ella resultaba tan interesante al público cuando lo contaba Erasmo?
La «filosofía de Cristo» era un modo nuevo de entender la religión cristiana, de forma más interior, menos ritualizada, más libre, menos eclesiástica. Erasmo fue un humanista cristiano, y la unión de estas dos palabras resultaba y resulta extraordinariamente conflictiva. El humanismo renacentista es amor y dedicación a la sabiduría clásica, cuyo acuerdo fundamental con la verdad cristiana aspiraba a demostrar, pero también es una firme voluntad de restaurar la forma auténtica y original de aquella sabiduría. Los humanistas son, ante todo, «filólogos», es decir, «amantes de las palabras». Y este amor no es accidental y externo, sino esencial e imprescindible. La necesidad de descubrir los textos y de restablecerlos en su forma auténtica, estudiando y coleccionando los códices, representa la necesidad de hallar en ellos el auténtico significado poético, filosófico o religioso que contienen. Quieren, ciertamente, volver a descubrir el valor de la sabiduría clásica, la perfección que da la instrucción y el conocimiento; confían en transformar al hombre y al mundo por el cultivo de las buenas letras, de las artes, del conocimiento. La palabra «Renacimiento» tenía un origen religioso: es el segundo nacimiento, el nacimiento del hombre nuevo o espiritual del que hablan el Evangelio de san Juan y las Epístolas de san Pablo. Es el resurgir del hombre que implica una renovación espiritual completa, religiosa, estética e intelectual. El hombre renacentista, optimista y altanero desea realizar al fin su propia esencia. El humanismo italiano planteaba un ambicioso programa de reformatio hominis. Era más ético que estetizante. Como dice Vives: «artes humanitatis nominantur, reddant nos humanos». Lo importante de las humanidades es que nos vuelvan humanos.
El tiempo estaba preñado de esperanzas y miedos. Tiene razón Burdach al escribir: «El Humanismo y el Renacimiento nacieron de la espera y la aspiración apasionada e ilimitada de una época que envejecía, y cuyo espíritu, agitado en sus profundidades, ansiaba una nueva juventud». Esto es lo que hace a Erasmo contemporáneo nuestro. Su época vivió una crisis de certezas tan fuerte como está viviendo la nuestra. Él se encontró con un pie puesto en las certezas antiguas y otro en las entrevistas certezas nuevas, viendo como la sima se abría bajo él. Corrió, pues, el riesgo de desgarrarse y para evitarlo pasó su vida saltando de una orilla a la otra. De ahí la fama de componedor, de indeciso que tuvo. Creo, sin embargo, que hay una interpretación más imparcial: fue hombre de transición pacífica, no de ruptura. Para el viejo mundo resultó un traidor, para el nuevo mundo —Lutero, por ejemplo— resultó un reaccionario. Esta misma situación se dio con otros personajes de la época: fray Luis de León, Juan de Ávila, el obispo Carranza, por ejemplo.
Ésta es la clave para comprender a Erasmo. Es un hombre que ve desmoronarse el mundo medieval e intenta poner a salvo lo salvable. Es un hombre que ve amanecer el mundo moderno y que quiere apresurar su mediodía. Toda Europa está con dolores de parto. Él quiere ser un partero, pero sin mancharse las manos, sin salir de sus libros. La vieja cultura cruje como una techumbre antes de desplomarse. La torpe y endémica mezcla de religión y política resulta ya intolerable. Durante mucho tiempo, la Iglesia y el Imperio se habían repartido los poderes temporales y espirituales, sin distinguirlos bien, metidos en un batiburrillo que va desde la picaresca hasta el crimen. Los papas pusieron su poder espiritual al servicio de sus fines políticos, borraron los límites entre ambas realidades, abusaron de los castigos espirituales, de la excomunión y del entredicho; durante cuarenta años, un papado dividido propinó a diestro y siniestro excomuniones enloquecidas, con lo que se vivió simultáneamente un miedo en lo que no se creía, y unas creencias que no aseguraban. Al mismo tiempo, los afanes nacionalistas emergen y la imprenta agranda todos los mensajes, todas las reivindicaciones y todos los malestares. Surgía una nueva cultura, ferozmente crítica de la Iglesia. El hombre europeo está cansado de muchas cosas. Erasmo va a exponer brillantemente la desilusión y el hastío. El miedo incubaba revueltas. Las esperanzas incubaban revueltas. Las ambiciones incubaban revueltas. Era difícil mantener la calma. Erasmo, como el resto de buenas gentes, desea la paz, pero sólo ve guerras. Escribe entonces la «Querella pacis».
Tengo vergüenza cuando me acuerdo que por causas tan vergonzosas y frívolas los príncipes cristianos revuelven a todo el mundo. El uno halla un título viejo y podrido, o lo inventa y finge: como si fuera gran cosa quién administrara el reino, con tanto que aprovechase al provecho de la república. El otro da causas de no sé qué censo que no le han pagado. Otro es enemigo privadamente de aquél porque le tomó su esposa, o porque dijo algún donaire contra él. Y lo que es muy peor y más grave de todas las cosas es que hay algunos que con arte de tiranos, porque ven enflaquecer su poder a causa de estar los pueblos en concordia y que con discordia se ha de esforzar, sobornan a otros que busquen amistad, y con mayor licencia roben y pelen al pueblo desventurado.
Erasmo desea además la libertad religiosa, un cristianismo de adultos, interior, ligero de equipaje, de dogmas, de ceremonias y de reglas. Pero encuentra un cristianismo encastillado, enrocado en certezas, empantanado en argucias de curia y en disquisiciones escolásticas. El fiel empieza a sentirse un rucio abrumado bajo el peso de albarda sobre albarda. Quiere despojarse, liberarse, desatarse, desenmascararse a sí mismo, excavar bajo siglos de cansina historia de silogismos y condenaciones para hallar la geología originaria. Aspira a encontrar el verdadero rostro de Dios bajo un terrible solapamiento de disfraces que ocultan otros disfraces que ocultan otros disfraces. Los humanistas, ingenuos y optimistas, creían que podían descubrir la realidad descubriendo el manuscrito. San Jerónimo entusiasmó a Erasmo y a tantos otros humanistas por su defensa del estudio y porque exaltaba la capacidad de aquellos que podían beber directamente en las fuentes mismas de la lengua griega (Ad Paulam, XXXIX, 1). Se busca la serena simplicidad de lo auténtico. Johann Faber, un humanista dominico, lo decía en 1520: «El mundo está cansado de las sofistas sutilezas de la teología y está sediento de las fuentes de la verdad evangélica. Si no se le abre la puerta, la echará abajo violentamente». Erasmo recoge también este cansancio y esta irritación. Sus críticas a la devoción antigua son ingeniosas y acervas.
Quizá sería mejor pasar en silencio por los teólogos y no remover esta ciénaga pestilente, no sea que, como gente tan sumamente severa e iracunda, caigan sobre mí con mil conclusiones, forzándome a una retractación y, caso que no accediese, me declaren enseguida hereje.
La ambición de los monjes
no es imitar a Cristo, sino no parecerse entre sí, razón por la cual constituyen una de sus mayores satisfacciones los apodos. Unos se pavonean llamándose franciscanos, y dentro de ellos los hay recoletos, menores y mínimos o bulistas; otros se llaman benedictinos, bernardos, brigidenses, agustinos, guillermitas y jacobitas, como si no bastase el nombre de cristianos. […]
Cualquiera está de acuerdo con las tesis de Lutero; yo veo que la monarquía del Papa en Roma tal como es ahora, es la peste del cristianismo. Pero no sé si es conveniente tocar en público esta úlcera. Sería asunto de los príncipes. Sólo que me temo que se encubran junto con el Papa bajo una manta para tener parte en el botín.
Erasmo no se contenta con la crítica: desea unificar las esperanzas del Humanismo con la esperanza cristiana. No es fácil, porque el recelo hacia las letras clásicas va creciendo sin descanso. Años después de la muerte de Erasmo, en 1548, encontramos en la correspondencia del inquisidor de Zaragoza el siguiente aviso: «Vuestra Señoría Reverendísima crea que entre letrados que se precian de muy latinos o griegos y de grandes librerías hay libros sospechosos, y quien éstos tienen no están católicos». La Inquisición acabará persiguiendo al mismo tiempo el humanismo y el luteranismo.
La «filosofía de Cristo» que Erasmo divulgaba era un intento de aunar filología y fe. Era, pues, un humanismo cristiano. El argumento de esta empresa es muy claro. Para un verdadero humanista, la salvación está en la lectura. Para un cristiano está en la palabra de Dios. ¿Qué más lógico, entonces, que cifrar la salvación en la lectura de la palabra de Dios? Pero esta palabra estaba secuestrada por los clérigos y teólogos, y era preciso liberarla. Para saborear la palabra de Cristo, pensaba Erasmo, basta tener el corazón puro y lleno de fe. «Ahora bien, cosa maravillosa, esa misma palabra inspira la fe que exige. Por lo tanto, la tarea urgente es hacer resonar la palabra de Dios. Cualquier mujer debería leer los Evangelios y las Epístolas, y estos libros deberían traducirse a todas las lenguas de la tierra».
Es bien sabido que Lutero llevó este deseo de acercamiento personal a las Sagradas Escrituras hasta sus últimas consecuencias, y que ese dinamismo estaba presente también en la espiritualidad católica de la misma época. Pero eran opiniones peligrosas y arriesgadas. Melchor Cano acusa de herejía al obispo Carranza por oponer excesivamente la razón y la fe, y por no respetar el magisterio de los teólogos y de los filósofos en sus «Comentarios al catechismo christiano». Los enemigos jurados de esta vulgarización ilimitada del Evangelio eran los teólogos profesionales y los frailes, que se arrogaban una especie de monopolio del cristianismo puro. Pero el teólogo digno de ese nombre, sostenía Erasmo, bien podía ser un tejedor o un jornalero. Tomar conciencia de que la dignidad del cristiano es una transformación de todo el ser, pero no una violencia hecha contra su naturaleza, puesto que el cristianismo es natural: es una liberación de la naturaleza oprimida por el pecado. Sería error creer que el cristianismo contradice a los grandes filósofos que aparecieron antes de Cristo. Así pensaba Erasmo, en medio de los huracanes. Ahora, cinco siglos después, resulta difícil comprender su revolucionaria novedad, el tenaz empeño de ser teológicamente adulto en un tiempo que exigía el infantilismo.
El éxito de Erasmo, que soñó con ser el verdadero y pacífico reformador de Europa, se debió a que supo expresar con gran talento literario y con amplísimo saber los cansancios, las esperanzas, las dudas, las contradicciones, las ambigüedades de una época turbada e incierta. A nuestro autor se le ha achacado una congénita indecisión. Incluso un admirador suyo, Huizinga, escribe: «La equivocidad cala hasta lo más profundo de su ser. Cree profunda y constantemente que ninguna de las opiniones en discordia puede expresar la verdad completa». La conclusión era predecible. Erasmo es un pensador adversativo. Afirma y añade inmediatamente un pero. Permaneció fiel a la Iglesia católica, pero criticándola salvajemente. Estuvo muy cerca de Lutero, pero le escandalizaba su secesión. Sigue a Pablo, pero no quiere abandonar a Luciano, el satírico griego. En sus escritos humanistas aparece una gran meta, la purificación del cristianismo y de la Iglesia con ayuda de las fuentes cristianas y paganas. Escribe a Juan Maldonado que «en discrepancia con el proceder de los italianos y, más aún, de romanos, no se trata de componer obras de paganidad, inspiradas en un mero prurito estético, sino de mirar hacia adentro y restablecer el nombre de Cristo». Quiere convertir la Biblia en compañera para todos. Pide con impresionante seriedad que el necesario renacimiento tenga su origen en Cristo. Fue hombre de concordia que irritó a los celadores de ambos bandos, pero encantó a masas de hombres confusos y ansiosos de claridad.
Presentado el personaje, ya es hora de comentar históricamente la obra.
ELOGIO DE LA LOCURA o Encomio de la estulticia o Elogio de la insensatez, como a mí me gustaría traducirlo, es una obra de la inteligencia lúdica que se divierte jugando con sus propios poderes: la broma, la sátira, la ironía, el chiste. Erasmo, en el prefacio que dirige a su amigo Tomás Moro, advierte que «así como nada hay más tonto que tratar en broma las cosas serias, tampoco lo hay más divertido que disertar sobre necedades de tal modo que a nadie le parezca que lo sean». ¿Es éste el propósito de Erasmo? Tal vez lo fuera al comienzo de su invención, cuando camino de Inglaterra alivió las tediosas cabalgadas disfrutando con «este juego de mi ingenio». Sin duda, quería jugar y divertirse. «Pues es una injusticia que si se reconoce a todo estamento de la vida derecho a diversión, no se permita ningún recreo a los estudiosos, máxime si las chanzas miran a un fin serio y las bromas están compuestas de suerte que de ellas saque el lector que no sea romo del todo más provecho que de las disertaciones tétricas y aparatosas.» (Avive, pues, el lector el seso, si quiere pescar el donaire de la obra). Por mi parte, haré caso a Erasmo y consideraré que ELOGIO DE LA LOCURA es una broma. Pero añadiré que esta palabra castellana procede de bibrosko, que significa «morder o devorar». No es una burla inocua, como parece al principio, sino que arremete a dentelladas contra casi todo lo divino y lo humano. (Pero no te fíes, lector, de las apariencias).
La obra tiene todas las características del autor. Se presta a equivocaciones y a juicios contradictorios. Está dirigida a un santo —Tomás Moro—, y el mismo Erasmo alega contra sus críticos que el papa León X lo leyó y no lo condenó, pero acabó poco después en el índice de libros prohibidos. San Ignacio de Loyola, a quien interesó primero la obra de Erasmo, prohibió después la lectura de sus obras. Eck le considera católico en 1528, pero en 1540 le acusa de que «él, junto con los luteranos, aniquiló la auténtica filosofía cristiana». «Puso el huevo que incubaron Lutero y Zwinglio». El papa Adriano VI fue su protector, León X aceptó la dedicatoria del Nuevo Testamento y le escribió con elogios. Ni siquiera un hombre como Stanislaus Hosius, más tarde obispo de Ermland y legado papal en el Concilio de Trento, manifestó ninguna reserva frente a Erasmo, y no sólo cuando en 1529, siendo joven, anhelaba visitar al prodigio del mundo, sino durante toda su vida. Incluso sustituyó en su diócesis el catecismo estrictamente ortodoxo de Filippo Archinto por el de Erasmo. Vives y el cardenal Cayetano alabaron a este «restaurador de la teología». Pero, en 1527, la Sorbona de París condenó varias proposiciones de Erasmo como heréticas, en 1529 fue quemado el pobre traductor francés De Berquin, en 1528 la Inquisición española se ocupó de él y de los erasmistas españoles. Parece que el pensamiento de Erasmo resulta «difícil de precisar». Sus contemporáneos no pudieron hacer una síntesis final de su pensamiento. Tenga presente el lector lo que acabo de decir, porque es importante para el argumento final de esta introducción.
Vuelvo a la historia. El Humanismo, y más aún el Humanismo cristiano que preconizaba Erasmo, pretende recoger los grandes legados de la humanidad, y este afán de síntesis mezcla en este libro tradiciones diversas, lo que produce un espejeo seductor y confundente.
Como supongo que el lector, aún displicentemente sentado en este pórtico, no conoce la obra, le haré una sinopsis para que pueda seguir mi argumentación. ¿De qué trata el libro que tiene en las manos? La insensatez se presenta para hacer su defensa y reclamar sus méritos. Y lo hace con gran desfachatez y gracia. Quiere convencer al auditorio —es decir, a usted— de que ella es el origen de todas las bondades, diversiones y deleites que el ser humano disfruta. Lástima que no pudiera leer a Nietzsche y sus invectivas contra el espíritu de seriedad, porque habría podido aprovechar sus textos. La insensatez no comparece sola. Viene acompañada de su séquito familiar: la ebriedad, la ignorancia, el amor propio, la adulación, el olvido, la pereza, la voluptuosidad, la demencia, la molicie y la sublime modorra. «Con los fieles auxilios de esta familia, todas las cosas permanecen bajo mi potestad y ejerzo autoridad incluso sobre las autoridades». Esto debería hacernos sospechar. ¿Es posible que Erasmo haga el elogio de toda esta parentela de moralidad más que dudosa?
«Insensatez» —a partir de ahora considere el lector esta palabra como un nombre propio y, para que no lo olvide, pues le noto un poco distraído, la llamaré doña— se siente muy orgullosa de proporcionar a los hombres toda clase de bienes, empezando por la propia vida, ya que la procreación, dice, es un menester insensato e incluso ridículo en su mecánica, si bien se mira. Todo lo deleitoso procede también de la insensatez. Basta comprobar lo secas y desabridas y cenicientas y tristes que son la razón y la sabiduría. Sin insensatez tampoco existiría el matrimonio, y no se emprendería tampoco ninguna empresa ilustre como la guerra, ni placentera como las jocosas reuniones, ni consoladora como las supersticiones que llevan a las gentes a venerar el casco dorado del caballo de san Hipólito para conseguir su protección, y cosas semejantes. En fin, que la vida entera, en lo que tiene de valioso y digno de ser vivido depende de la insensatez. Entre los hijos de la insensatez se encuentra todo lo mejorcito de la casa: los príncipes, los cortesanos, los teólogos, los frailes, los Papas.
Hasta aquí parece que Erasmo se ha entretenido en un juego de ingenio —defender la insensatez—, que le permite de paso describir la necedad del mundo. «Si, como antaño Menipo, pudieseis contemplar desde la luna el tumulto inmenso del género humano, creería estar viendo un enjambre de moscas y mosquitos peleando entre sí, luchando, tendiéndose acechanzas, robándose, burlándose unos de otros, y naciendo, enfermando y muriendo sin cesar. Nadie podría imaginar el bullicio y las tragedias de que es capaz un animalito de tan corta vida, pues en una batalla o en una peste se aniquilan y desaparecen en un instante millares de seres». El argumento, sin embargo, se complica, para escándalo de muchos comentaristas píos, porque en las últimas páginas doña Insensatez hace una afirmación chocante: la religión cristiana también es una necedad que no tiene la menor armonía con la sabiduría. ¿Cómo puede decir tal cosa el ardiente defensor de la filosofía de Cristo? Atienda el lector a sus argumentos:
Si deseáis pruebas de ello, advertid que los niños, los viejos, las mujeres y los necios gozan de las cosas de la religión mucho más que los demás y que están siempre rondando los altares, guiados solamente de un impulso natural. Además, veréis que aquellos primeros fundadores de la religión fueron gente de extrema simplicidad y enemigos encarnizados de las letras.
La felicidad de los cristianos, que buscan a costa de tanto esfuerzo, no es sino una especie de locura y de estulticia, y no se vea animadversión en mis palabras, sino búsquese su sentido.
No para aquí la cosa. Doña Insensatez quiere demostrar que la suprema felicidad a que aspiran los creyentes es una especie de locura, y por lo tanto, progenie suya. Recuerda que Platón habló del delirio de los amantes. Cuanto más ardiente sea el amor, mayor será el delirio. «Por tanto, ¿qué puede ser esa vida celestial a que las almas tan fervientemente aspiran?». Los que en esta vida han degustado ligeramente la futura felicidad andan trastabillando como beodos o enloquecidos. Comprendo que los lectores antiguos y modernos se quedaran confusos. No es fácil de comprender que lance estos venablos contra la religión que defiende, profesa y, aparentemente al menos, vive. Dejemos por ahora la respuesta en el aire. Sólo quería resumir el libro.
Dije antes al lector que Erasmo unificaba varias tradiciones. Mencionaré tres y más tarde añadiré otra cuyo contenido me guardo por ahora en la manga como un as un poco fullero. Las tres tradiciones son: la clásica, personificada en Luciano; la carnavalesca, estudiada por Bajtin; el tema de la locura y de la nave de los locos, comentada por Foucault y Urs von Balthasar.
Empezaré por la primera. Erasmo, para justificar su burla, apela a los clásicos. Quiere integrarse en la tradición de los discursos extravagantes, una tradición con pedigrí deslumbrante para un humanista. Virgilio cantó al mosquito, Ovidio a la nuez, Glauco celebró la injusticia, Favorino las fiebres cuartanas, Sinesio la calvicie, Séneca escribió en broma la apoteosis de Claudio, y su amado Luciano compuso un Elogio de la mosca. Desde los tiempos de Gorgias, los sofistas demostraban su ingenio y habilidad asumiendo la defensa de «causas imposibles» o pavoneándose por ser capaces de «convertir en buena una causa mala». Se trataba de un progymnasma, de un ejercicio retórico, una destreza casi circense, como los juegos malabares. Hay, sin duda, en Erasmo un guiño sofístico, un alarde de ingenio ante su amigo Moro. Quiere demostrar que puede hilvanar un centón de argumentos para defender lo indefendible: que la insensatez es más sabia que la sabiduría.
La segunda tradición es la carnavalesca. El libro se titula en latín Declamatio in laudem Stultitiae y esta última palabra recuerda las festa stultorum, «las fiestas de los bobos o de los insensatos», que tanta popularidad tuvieron en la Edad Media. La risa acompañaba las ceremonias y los ritos civiles de la vida cotidiana: los bufones y los «insensatos» asistían siempre a las funciones del ceremonial serio, parodiando sus actos. Una curiosa manifestación carnavalesca era la «fiesta del asno», que evocaba la huida de María con el niño Jesús a Egipto. El protagonista de esa fiesta no era ni María ni Jesús, sino el burro y su rebuzno. Al final del oficio, el sacerdote, a modo de bendición, rebuznaba tres veces y los feligreses, en lugar de contestar con un amén, rebuznaban a su vez tres veces. En la época de Erasmo todavía persistía la tradición de la «risa pascual», que permitía burlas licenciosas en el interior de la Iglesia durante las pascuas. Desde el alto del púlpito el cura desgranaba toda clase de relatos y chistes dudosos con el objeto de suscitar la risa de los feligreses después de un largo ayuno y penitencia. Esta risa era el símbolo de un renacimiento feliz.
Se mezclaban la injuria y el elogio, se disfrutaba con una lógica de la inversión. Todos estos ritos y espectáculos ofrecían —dice Bajtin— una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas totalmente diferente, deliberadamente no-oficial, exterior a la Iglesia y al Estado; parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una «segunda vida», y sin tomar en consideración esta dualidad no se podrían comprender la conciencia cultural de la Edad Media ni la civilización renacentista. La segunda vida, el segundo mundo de la cultura popular se construye en cierto modo como parodia de la vida ordinaria, como un «mundo al revés». Es justamente lo que parece hacer Erasmo. Nos hace ver lo negro blanco y lo blanco negro.
También era costumbre personificar conceptos —don carnal, doña cuaresma, la muerte—, artificio que utiliza Erasmo en su obra, en la que doña Insensatez habla en primera persona. Para explicarles cómo en estas representaciones se aprovechaba una lógica férrea y turulata a la vez, les contaré una de las páginas más curiosas de la literatura humorística de la Edad Media. Cierto Radolfo escribió una Historia de Nemo (palabra que en latín significa «nadie»). En su narración, Nemo es una criatura igual, por su naturaleza, condición y fuerzas excepcionales, a la segunda persona de la Santísima Trinidad, es decir, al hijo de Dios. Radolfo dice que se enteró de la existencia de este gran Nemo por numerosos textos bíblicos. Por ejemplo, se dice en la Sagrada Escritura: Nemo Deum vidit («Nadie ve a Dios»). Radolfo lo traduce como: «Nemo ve a Dios». Se dice por ejemplo «Nadie es profeta en su tierra» lo que él entiende como «Nemo es profeta en su tierra»; «Nadie puede tener dos mujeres», se vuelve «Nemo puede tener dos mujeres». Según el reglamento de los benedictinos, nadie tiene derecho a hablar después de la comida. Radolfo lo interpreta como Post completorium Nemo loquatur. La negación, al convertirse en personaje, trasforma lo positivo en negativo, lo imposible en posible. Al hacerlo descubre una criatura casi igual a Dios, dotada de un saber excepcional (sabe lo que Nadie sabe), de una libertad excepcional (puede hacer lo que Nadie debe hacer), de un poder infinito (hace lo que Nadie puede hacer). Tanta magnificencia impresionó, al parecer, a muchos contemporáneos, dando nacimiento a una secta muy peculiar: la secta neminiana. Hasta tal punto fue numerosa que un cierto Stèphane, de la abadía de SaintGeorges, escribió una obra denunciando a los neminianistas y exigiendo al Concilio de París que fueran condenados y quemados, nada menos. Varios manuscritos de los siglos XIV y XV han recogido esta historia, lo que demuestra su asombrosa popularidad, y, de paso, el ambiente cultural del momento.
La tercera tradición que Erasmo asimila es la de la locura, idea que tiene mucha importancia en la cultura europea de fines de la Edad Media, y que pasa a la Moderna con tambores batientes. En esa época abundan los relatos que estigmatizan vicios y defectos como en el pasado, pero no los achacan a la concupiscencia o a la falta de caridad, sino a una esp L ecie de gran sinrazón invasiva e irremediable. La insensatez es la responsable —en su irresponsabilidad— del híspido o risible cariz de la realidad. En la literatura de ese tiempo aparece también el personaje del Loco, del Necio, del Bobo. Se da entonces un curioso juego de duplicidades y de ambivalencias. La locura arrastra a los hombres a una ceguera que los pierde, pero, sin embargo, el loco posee la verdad y se la recuerda a cada uno. «En la comedia, donde cada personaje engaña a los otros —escribe Foucault— y se engaña a sí mismo, el loco representa la comedia de segundo grado, el engaño del engaño; dice, con su lenguaje de necio, sin aire de razón, las palabras razonables que dan un desenlace cómico a la obra. Explica el amor a los enamorados, la verdad de la vida a los jóvenes, la mediocre realidad de las cosas a los orgullosos, a los insolentes y a los mentirosos. Hasta las viejas fiestas de locos, tan apreciadas en Flandes y en el norte de Europa, ocupan su sitio en el teatro y transforman en crítica social y moral lo que hubo en ellas de parodia religiosa espontánea».
Las imágenes de la ebriedad y la locura tienen enorme éxito. En 1485 Guyot Marchand publica su Danse macabre, una imagen burlona de la muerte, a la que se desarma con la risa. Como la vida es un juego insensato, la muerte pierde su prestigio. Antes de que la muerte aparezca ya está vacía la cabeza que se convertirá en calavera. «Margot la Folle» vence a la severa muerte. En 1492 Sebastián Brant escribe Narrenschiff, su nave de los locos, que cinco años después se traduce al latín; en 1498 Josse Bade escribe Stultiferae naviculae scaphae fatuarum mulierum; El Bosco pinta su desolada «barca de los estultos». El ELOGIO DE LA LOCURA es de 1509. «El orden de sucesión —sentencia Foucault— es claro».
La demostración sofística y soberbia de la propia habilidad, la tradición de las burlas medievales y de su mundo al revés, la atracción ambivalente por la locura y el loco como origen y revelador de la confusión universal. Éstos son los tres hilos históricos que trenzan el cañamazo sobre el que Erasmo va a bordar su obra, en la que resume gran parte de la historia de la inteligencia lúdica. Pero, ya le advertí al lector que faltaba un cuarto elemento, el as fullero y mortal que guardaba en mi manga. ¿Ha descubierto cuál es?
5
No lo creo, pues le presumo poco docto en sutilezas retóricas. Descubro mi juego. Voy a considerar ELOGIO DE LA LOCURA como una obra esencialmente irónica. No, no amague ese gesto displicente, porque el asunto tiene más calado del que parece. Antes de pasar adelante, aun a riesgo de incurrir de nuevo en las iras del lector, y dado que la palabra ironía se utiliza con tanta laxitud que llega a la equivocación, le explicaré lo que significa. O mejor, comenzaré explicándole lo que no significa. Ser irónico no es ser sutil, ni cínico, ni humorista, ni guasón. La ironía es un recurso retórico muy bien definido. Consiste en decir lo contrario de lo que parece decirse, expresar algo diciendo lo contrario. Es, pues, un discurso que obliga a traducir todas sus afirmaciones en negativo para comprenderlas. Decir ¡Fea! a una mujer hermosa es un piropo irónico. Que Sócrates dijera que sólo sabía que no sabía nada, es una paradoja irónica. Lo que parece claro en la expresión resulta falso, y su contrario, lo oculto, lo elidido, aparece como verdadero. Es, en cierto modo, poner el mundo al revés para verlo al derecho.
La etimología de la palabra es muy curiosa. En el teatro griego había una pareja tradicional, parecida al «augusto» y al payaso de nuestro circo. Alazos era el que alardeaba de listo y eiron el que parecía tonto. Lo que divertía a los espectadores griegos era que el eiron acababa desenmascarando al falso listo y poniendo en evidencia su estupidez. Esta apariencia engañosa —el tonto es el listo y el listo, el tonto—es la esencia de la ironía. En la ironía, las frases o las acciones o las realidades no son lo que parecen, y el espectador sabe que no lo son. En esto se diferencia del engaño. El oyente ve cómo se despliega un mundo falso que se presenta como verdadero, y disfruta del equívoco sin caer en la trampa.
¿En qué consiste la ironía de Erasmo? Describe un mundo real, en gran manera el mundo en que vivía, que es sin duda hijo de la necedad. Doña Insensatez hace el censo de toda su progenie: violencias, falsas alegrías, supersticiones, aburridas disquisiciones de teólogos, vanidades de cortesanos, ambiciones papales, locura de los cristianos. Visto con sus ojos, la Sabiduría es severa, aburrida y cargante. Ésta es la opinión de la falsa lista, del alazos, del clown. Pero, hete aquí, amable lector, que el eiron, el aparente tonto que es el sabio, ve las cosas de otra manera. Cervantes repitió esa pareja en Don Quijote y Sancho. (De paso añadiré una cita de Rinconete y Cortadillo, muy en el espíritu de Erasmo. Rinconete, al ver el comportamiento de los truhanes a las órdenes de Monipodio, se admira de «la seguridadd que tenían y la confianza de irse al cielo con no faltar a sus devociones, estando tan llenos de hurtos, y de homicidios, y de ofensas de Dios»). Prosigo. Observada desde la Sabiduría, doña Insensatez y su progenie aparecen como engreídas, falsas y mortíferas. Volveré a la obra de Cervantes. Como escribe R. O. Jones comentando Rinconete y Cortadillo, «posiblemente Cervantes quería que viéramos la hermandad de criminales como la imagen de la sociedad respetable en un espejo deformante: tiene sus leyes, una parodia de impuestos y diezmos, hasta una especie de gobierno, y los rateros se muestran celosos de su honor y se llaman entre ellos “vuesa merced”. Quizá la sátira se refiere a una sociedad en la que la sombra del honor, la devoción y el trabajo se confunde con la substancia» (R. O. Jones: Siglo de Oro: prosa y poesía, vol. I de Historia de la literatura española, Ariel, Barcelona, 1973, pág. 260).
Éste es el juego de Erasmo. Detiene la función sin explicar el desenlace. Doña Insensatez parece vencedora, pero en su discurso irónico Erasmo, que está aposentado en la sabiduría, describe el gran dislate que es el mundo regido por la insensatez. Ciertamente, la locura ha de considerar cuerdo su comportamiento, porque si no no estaría loca. Esta es la paradoja de la locura. Pondré un ejemplo para explicarlo mejor. Ya le dije que al final del libro, doña Insensatez considera hijos suyos al cristianismo y a los cristianos. Se basaba en dos cosas: los niños, las mujeres, los viejos y los necios disfrutan más de la religión que los sabios; en segundo lugar, san Pablo habló de que el cristianismo es locura.
Leído en negativo, descodificando la ironía, lo que dice es que esa religión de niños y necios no es la verdadera religión. Erasmo, como todo el movimiento reformador, quiere una religión de adultos, capaces de pensar, aceptar o rechazar, examinar libremente los textos, librarse de tutelas asfixiantes, de ritos, devociones, miedos y supercherías. Tras esa labor de poda brotarían los retoños de un cristianismo hijo de la Sabiduría, un cristianismo humanista, ilustrado, que es el que estaba reclamando. «En el cristianismo —escribe— ha habido gran cantidad de mártires, pero pocos sabios», escribió. Era un anticipo del sapere aude, «atrévete a saber», de la Ilustración, que tenía forzosamente que enfrentarle a Lutero, que se alejaba hiperbólico y enardecido en el mar enigmático de la fe.
Es cierto que san Pablo habla de la locura cristiana. Pero lo que dice es que Cristo es «locura para los griegos», no intrínseca locura. Y, desde luego, para los griegos insensatos, no para los sabios, ya que, para Erasmo no podía haber contradicción entre la filosofía antigua y la revelación.
Al leer el libro en negativo aparece más como una utopía sugerida que como una realidad captada, un mundo que sería hijo de la Sabiduría. Nada dice acerca de su aspecto y condición. Ésa es tarea nuestra. Sólo podemos suponer, por el propio dinamismo de la ironía, que sería el despliegue de otro tipo de diversiones, de delicias, de amores, de creencias. Una nueva devoción.
Para aclarar el enigma de Erasmo aún tendría que responder a una pregunta. ¿Por qué escogió Erasmo un método irónico de exposición? Quiso, sin duda, llegar a los lectores a través de la retórica. Y lo consiguió. Pero sospecho que hay algo más. Erasmo utilizó la ironía como protección. El irónico está siempre a salvo. Puede negar siempre lo dicho alegando que era un juego irónico. Tal vez Spinoza, perseguido por la Sinagoga, escribiera su Ética con un método geométrico, buscando un gigantesco camuflaje irónico. Confieso que como intelectual la ironía no me gusta, lo que seguramente me convertirá en un dinosaurio a los ojos del lector, al tanto sin duda de que desde el Romanticismo la ironía ha sido algo así como el tirabuzón más sofisticado en la cabellera de todo pensador que se precie. No me gusta porque es un modo confuso de exposición y yo estoy por la claridad. Me parece difícil asegurar cuándo un autor está siendo irónico. Erasmo naufragó en esos mares equívocos. De hecho, Menéndez y Pelayo leyó en serio ELOGIO DE LA LOCURA y le pareció, claro está, un libro blasfemo. Los tratadistas modernos de la ironía, como Booth o Paul de Man, hablan de la dificultad de precisar el significado irónico. El texto se convierte en «indecidible». No se puede decidir con precisión su significado, porque la ironía se convierte en infinita e ironiza sobre ella misma, segando la hierba que nace bajo sus pies, termiteando las vigas sobre las que construye su techumbre. Paul De Man, especialmente pesimista acerca de la capacidad del lenguaje para entendernos, describe la ironía de un modo sorprendentemente emparentado con el libro de Erasmo: «La absoluta ironía es a consciousness of madness, el fin de toda conciencia; “es una reflexión sobre la locura desde dentro de la locura misma”» (Blindness and Insight, pág. 216). Schlegel afirmaba que la ironía poseía una «agilidad infinita» y que era imposible hacer una síntesis final de su contenido. Éstas eran las dos características del estilo de Erasmo, que le pedí al lector, hace unas páginas, que mantuviera en su memoria.
El intento de Erasmo de aplicar a un asunto serio los poderes retóricos me parece actual e interesante. Pero este es otro —y el último— cantar de esta introducción.
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