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viernes, 3 de diciembre de 2021

INTRODUCCIÓN FILOSÓFICA AL PENSAMIENTO DE F.A.von HAYEK

 INTRODUCCIÓN FILOSÓFICA AL PENSAMIENTO DE F.A.von HAYEK 

Por Gabriel J. Zanotti

Capítulo 2: Hayek y la Escuela Escocesa. 

El ensayo de Ezequiel Gallo7 sobre la relación entre Hayek y sus antecedentes en la escuela escocesa es fundamental para apreciar en su justa medida lo que consideramos el eje central de la propuesta de Hayek, a saber, la teoría del orden espontáneo. En efecto, por más que expliquemos los fundamentos teóricos del pensamiento de Hayek, puede quedar la impresión de que es algo absolutamente nuevo, que no se inscribe en ninguna tradición anterior. Ello no sería nada malo en sí mismo, pero ya suficiente “extrañeza” produce el pensamiento de Hayek como para que además se lo interprete como algo absolutamente aislado en la historia del pensamiento. Una retroalimentación conceptual similar se produce cuando comparamos a los aportes de los tres autores considerados por Gallo –Hume, Smith, Ferguson- desde Hayek. ¿Cuántas veces no hemos asistido a totales y completas ridiculizaciones burlescas del pensamiento de Adam Smith, como si se hubiera despertado de una borrachera y hubiera imaginado, casi oligofrénicamente, que el mundo funciona solo, guiado por una mano invisible, mano que parece un “dios-tapa-agujeros” que explica todo sin explicar nada? Las cosas cambian cuando nos damos cuenta que Smith, junto con los demás pensadores de la escuela escocesa, sintetizó con esa expresión una idea muy profunda, con la cual se puede estar en desacuerdo, pero sólo se puede estar en desacuerdo con aquello que se comprende. Esta norma básica de hermenéutica es pasada por alto no solo por el apasionamiento ideológico, sino por la dificultad intrínseca que ofrece la idea que estamos comentado. 

Esta dificultad intrínseca proviene de una formación clásica, muy buena en sí misma, en la cual estamos formados muchos occidentales, que proviene de la distinción griega entre lo natural y lo artificial. Esa distinción es excelente. Sencillamente, como todas las distinciones, es insuficiente a la hora de aplicarla a problemas que la exceden. Lo natural corresponde a un cosmos físico. Allí el hombre no interviene. Por el otro lado, la intervención del hombre es ya teórica, contemplativa, en cuyo caso no “hace” nada, o práctica, en cuyo caso se subdivide en una praxis del obrar, lo moral, o del hacer, ya artístico o técnico. Aristóteles es el autor habitualmente citado al respecto. Tanto en la praxis artística o técnica entra una noción fundamental: la de arte-facto, esto es, algo hecho por el hombre donde la inteligencia humana imprime a una serie de elementos naturales un orden que sin la intervención del hombre no hubiera tenido, y, en ese sentido, ese orden es “artificial”. 

Volvemos a reiterar que, efectivamente, nada tiene de erróneo esta subdivisión. Un edificio, una computadora, una silla, una pirámide, un poema, son todos elementos “artefactos”, esto es, hechos por el arte del hombre, y en ese sentido artificiales, que como vemos no se identifica con artificioso ni artificial en el sentido despectivo del término. Pero el problema se produce cuando esta distinción entre lo natural y lo artificial se absolutiza, como si no hubiera nada en el medio de lo natural y lo artificial. Ciertas filosofías políticas han intentado, de ese modo, aplicar la división aristotélica a lo político, hablando de una concepción “arquitectónica” de lo político, donde la vida de la polis es tratada como una ciencia práctica, consiguientemente como cierto arte, y, como en todo arte, debe haber un orden que el artista imprime en su obra. En ese caso el artista es el gobernante, su obra la sociedad humana y el orden se manifiesta en sus disposiciones normativas. Algunos han creído encontrar en Santo Tomás un definitivo apoyo a esta tesis, por cuando Tomás compara permanentemente al gobierno divino con el gobierno humano, en tanto que en ambos hay una mente ordenadora, que pro-vee (providencia) para el gobierno (ejecución) de su plan; infalible en un caso, falible en el otro. 

Pero el problema surge cuando observamos de algún modo ciertas cuestiones eminentemente humanas (como el common law inglés, para dar un caso afín a los autores citados por Gallo) que no terminan de “encajar” del todo en dicha clasificación. Ni qué decir, salvando las distancias, del lenguaje, presente en todas las culturas. O las tradiones que dan lugar a aspectos artísticos, científicos y religiosos de tal o cual cultura. O las tradiciones filosóficas en caso de que puedan distinguirse. O las tradiciones que dan lugar a instituciones políticas. ¿Hasta qué punto responden a un “plan” de igual modo que una escultura a su escultor, o la Sinfonía 40 a Mozart? Claro, tampoco con “naturales” como una fruta silvestre. Obvio. ¿Entonces?

Esa es la pregunta contestada por Ferguson, Hume y Smith. Gallo explica claramente que lejos está de presentar a estos autores como “fundadores sin tradición previa” de este pensamiento (lo cual sería contradictorio con el espíritu de la filosofía de estos autores) ni tampoco que sean los únicos. Agreguemos nosotros que lejos están estos autores ubicarse en una tradición filosóficamente unívoca en cuanto a gnoseología y metafísica. Se trata de un aspecto del problema social que identificaron con relativa claridad. No se trata, contrariamente a ciertos autores de otras tradiciones, de sistemas eminentemente metafísicos aplicados luego al tema social (como son el caso de Aristóteles, Platón, San Agustín, Santo Tomás, Leibniz, Spinoza, Hegel, Marx, etc.) sino de una especie de intuición básica y fundamental, independientemente de su ubicación del todo coherente o no con otros elementos del “sistema” (esto explica que Hume hable de lo natural en cuanto al tema social y luego niegue las esencias en tanto a su gnoseología)8 . 

Pero esta intuición global en el ámbito social no es ajena a otras, de tipo antropológicognoseológico, que iremos comentando en el orden que Gallo establece (p. 134). 

En primer lugar estos autores captaron una dimensión del obrar humano que no se aplica a la dicotomía clásica altruismo-egoísmo (bueno, heroico lo primero, malo, execrable lo segundo) ni tampoco a la noción de racionalidad “computacional” (como diría Kirzner9 ) de la microeconomía convencional. El ser humano puede tener acciones evidentemente heroicas en cuanto a su nivel de caridad y desprendimiento, pero habitualmente las tradiciones sociales se plasman sobre la base de seres humanos normales que no son ni santos ni criminales absolutos. Esta dimensión del obrar humano (que no estuvo lejos de las intuiciones de Santo Tomás cuando este afirma que la ley humana para seres humanos la mayor parte de los cuales no son perfectos en la virtud –I-II, Q. 96-) significa sencillamente que la mayor parte de nosotros, en nuestra vida diaria, actuamos por beneficio propio en el sentido de querer progresar nuestra propia situación y la de nuestro entorno más cercano (familia, grupo de amistades, etc.) sin perjudicar al “vecino” ni entrar en guerra con él. En este último caso seríamos “egoístas absolutos”. Tampoco nos mueve habitualmente un tipo de acción heroica en cuanto al altruismo, “súper-erogatoria” como se dice actualmente. Ese “intermedio” de virtud, esa acción ni santa ni criminal (esa acción fruto del corazón humano herido pero no destruido por el pecado, diríamos desde cierta visión religiosa) es lo que estos autores llamaron “egoísmo” y que hoy podríamos llamar egoísmo racional, si se quiere (porque sería “irracional” en cierto sentido, entrar en guerra). Yo prefiero llamarla sencillamente acción humana con nivel moral promedio. ¿Pero qué es lo importante de esto? Que son estas acciones, este tipo de acción humana, lo que está detrás de las tradiciones instituciones humanas “normales”. Esta conclusión, en el conjunto de una cosmovisión del orden social, es fundamental. 

Pero, en segundo lugar, estos autores unen esta característica de la acción humana a lo limitado de su conocimiento. No necesitamos entrar en complicados detalles de teoría general del conocimiento ni tampoco coincidir con todos los detalles de la gnoseología de estos autores para comprender esta cuestión. Se trata sencillamente de la constatación experiencial (no hemos dicho experimental) de lo limitado de nuestro conocimiento, de lo poco que sabemos, en todos los órdenes, poniendo especial énfasis en lo poco que sabemos de las motivaciones y valores últimos de los demás seres humanos. Si quisiéramos dar a esto una fundamentación filosófica más profunda, que excede el marco de estos autores, deberíamos decir que la creación esconde un margen de misterio proporcional al creador (J. Pieper10), que la inteligencia humana no puede penetrar la totalidad de ese misterio, y menos aún la profundidad del misterio del corazón humano. Esta acotación no deja de ser importante a la hora de cotejar lo que estamos diciendo con lo expuesto en la clase 1. 

Estas dos características implican una tercera, comenta Gallo (p. 138). Ante la escasez de recursos, y dado el “average” de su moralidad y su conocimiento limitado, el hombre se conduce habitualmente de modo particularmente aferrado a los pocos bienes que posee. Es muy fácil practicar la solidaridad y el desprendimiento cuando hay muchos recursos en relación con pocos que los demanden (situación que raras veces se da o se vive en forma ilusoria), pero qué difícil es mantener la calma y el desprendimiento en situaciones donde la no-posesión implica la muerte....

 Como bien comenta Gallo, estas características de la naturaleza humana hubieran llevado a una casi no-explicación de la evolución de las instituciones humanas allí donde evolucionó un sistema legal e institucional que permitía un intercambio relativamente pacífico de bienes y que no había incurrido en habituales despotismos absolutos, como era la situación anglosajona de “las islas” que habitaban estos autores. Es aquí donde comenzaron a plasmarse las características propias de lo que luego fuera sistematizado como teoría del orden espontáneo por Hayek. Gallo destaca una expresión de Ferguson que es clave para entender aquello que estos autores vieron precisamente “entre” lo natural y lo artificial, dicotomía que comentábamos al principio. Las instituciones humanas son fruto “de la acción humana mas no del designio humano”. Dado lo limitado de nuestro conocimiento, no se formaron como el escultor esculpe su estatua. No hubo un plan pensado por solo una mente humana ni por un grupo de personas, y luego ejecutado, que diera lugar a tal o cual institución exitosa. Los planificadores tampoco hubieran podido controlar a esa naturaleza humana con nivel moral promedio. Hubieran exigido, tal vez, acciones súper-erogatorias, altruismos fuera de lo promedio (y por eso algunas órdenes religiosas, en su etapa fundacional, parecen paradisíacas) pero esa exigencia hubiera colapsado frente a una conducta humana promedio y a nivel masivo. Por eso esas instituciones no fueron fruto del “designio” humano, pero sí, obviamente, fruto de la acción humana. Pero una acción humana limitada, en cuanto a su conocimiento y en cuanto a su moral. En este caso, no porque sea imposible o no deseable una acción humana heroicamente caritativa (todo lo contrario) sino porque esta última no puede ser la base de un orden “sistémico” que trate de moderar los efectos de ese corazón humano limitado. 

¿Pero cómo es posible que esa acción humana tenga como resultado una serie de instituciones exitosas? 

Es en las respuestas de Smith al tema económico y Hume en el tema político donde vemos los primeros avances del tema del orden espontáneo. Smith tiene, según Gallo, una interpretación del mundo social tal que le permite dar respuesta al interrogante planteado. Frente a una sociedad que tiene un common law y un relativo intercambio comercial, se pregunta cómo aumentar la riqueza conjunta. Una conclusión, frente a esa naturaleza humana “promedio”, podría haber sido –como habitualmente se piensa- reforzar la autoridad central. Pero Smith, sin que ningún “dato” empírico se lo dijera, dio otra respuesta. 

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