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domingo, 22 de diciembre de 2019

INDIVIDUALISMO, ORDEN ESPONTÁNEO Y CIENCIA

INDIVIDUALISMO, ORDEN ESPONTÁNEO Y CIENCIA; un análisis crítico de 
la articulación entre filosofía política y epistemología social en Fredrich Von Hayek. 

- Ricardo MARQUISIO

En una época donde la filosofía de la ciencia (la anglosajona, al menos) estaba orientada –casi- exclusivamente al estudio de cuestiones de “lógica de la ciencia” (tales como el status de la teorías científicas, los criterios de demarcación y el problema de la inducción), la obra de Fredrich Von Hayek tuvo el indudable mérito de anticipar una “epistemología social”[1] al plantear los  vínculos entre una teoría de la racionalidad humana, una propuesta relativa al orden social justificable según los requerimientos del individualismo metodológico (una teoría de la democracia) y una concepción de la ciencia[2].

El objeto del presente trabajo es, en primer lugar, sugerir algunas objeciones a la respuesta que da Hayek –desde su concepción “liberal”, en el sentido “europeo” del término-  a  la problemática planteada y, en segundo lugar, proponer una respuesta diferente.

Cabe señalar que si bien la articulación conceptual entre ciencia y democracia que defiendo se justifica en una filosofía política (el liberalismo igualitario) sustancialmente diferente de la de Hayek, hay entre ambas filosofías una conmensurabilidad fundamental, que refiere a que las dos sostienen los individualismos metodológico[3] y ético[4]. Lo que indudablemente hace legítima la comparación y la crítica recíproca[5].

1. Espontaneidad y orden social.

La defensa de la espontaneidad de la acción humana es el eje articulador de toda la obra de Hayek y resulta el factor explicativo fundamental tanto de su filosofía política como de su concepción de la ciencia. Y, atendiendo a que lo espontáneo es la categoría fundamental en los dos ámbitos de investigación –así como en muchos otros- el problema principal pasa a ser determinar que tipo de orden[6] resulta “natural”, lo que, desde  la perspectiva de Hayek equivale, sin más, a decir (éticamente) “justificable”.

El punto de partida es, entonces, la distinción entre los órdenes espontáneos naturales y aquellos no naturales. Los primeros (“kosmos”) son el resultado de un proceso evolutivo autógeno o endógeno, no resultan el fruto de un plan deliberado y no pueden ser captados por los sentidos sino que sólo cabe deducir intelectualmente su existencia; son, en este peculiar sentido, “abstractos” (las relaciones que unen a sus elementos y que permiten que podamos considerarlos “órdenes” sólo son aprehensibles a partir de un proceso mental o la formulación de algún tipo de teoría. Y solo, como mucho, podemos captar sus razgos generales[7].

Los segundos (“taxis”) son las estructuras u organizaciones, y constituyen el resultado de un designio humano –al servicio de un determinado propósito-, que opera, con relación a sus elementos, como un factor exógeno que les impone una determinada forma. Son, por tanto, además de (en general) relativamente sencillos, “concretos”, pues la (artificial) correlación de sus elementos es conocida “ab initio” desde la formulación del plan estructural del “creador” y su determinación es de aprehensión intuitiva, es decir no requiere un esfuerzo mental de indagación.

Las regularidades en ciertos procesos (conductas de individuos interactuando entre sí) que permiten hablar de la existencia de una sociedad humana están dotadas de tal complejidad que sólo cabe explicar el orden que conforman como espontáneo. De la observación y el análisis racional de dichos procesos podremos concluir algunas características generales del orden social pero nunca, en virtud de restricciones de información por naturaleza insuperables, en detalle sus concretos elementos particulares pues las fuerzas ordenadoras que lo conforman son virtualmente infinitas. Es decir que dicho orden no puede ser conocido nunca plenamente y, por tanto, tampoco “dominado”, es decir “organizado de manera deliberada”[8].

Considerar a la sociedad (un orden espontáneo) como si fuese un “taxis” es, según Hayek, un error corriente y básicamente atribuible a un tipo de pensamiento –que ha llegado a ser predominante desde Descartes- que denomina “racionalismo constructivista”, y que se funda en una confianza ilimitada en el poder de la razón, a la cual se considera competente para desentrañar la realidad en sus aspectos más concretos. Según este punto de vista, las instituciones humanas –al igual que todas los restantes objetos de conocimiento- deben ser objeto de justificación racional y, en caso contrario, no resultan válidas. Lo que da pie a una visión “intencionalista” de procesos que en realidad son evolutivos. La sociedad pasa a ser considerada desde una perspectiva “convencionalista”, que es el eje de la filosofía política desde Hobbes y Rousseau hasta el socialismo. Esa “fatal arrogancia de la razón”, lleva en definitiva a desconfiar de las instituciones que forjó la tradición y a pretender sustituirlas por otras artificialmente creadas de acuerdo a un designio y fines conscientes[9].

En ese “macro” orden que identificamos como la “gran sociedad” existe un innumerable conjunto de instituciones donde los individuos coordinan entre sí sus actividades para el logro de fines concretos. Una de estas instituciones es el gobierno –la “organización”- cuya finalidad esencial es garantizar coactivamente el cumplimiento de las normas, asegurando la supervivencia del orden espontáneo, aunque, eventualmente, puede prestar servicios que el orden espontáneo resulte ser incapaz de ofrecer[10]

Hay, pues, una necesaria tensión entre la sociedad –que no tiene fines específicos o, más bien, es la convergencia de innumerables fines individuales- y la organización –que siempre se halla al servicio de determinados fines o resultados concretos- por cuanto no resulta ni posible ni conveniente reemplazar el orden espontáneo que conforma la primera por la planificación intrínseca a la segunda. Los equilibrios del orden social global–a que se ha arribado a través de un largo proceso de adaptación- se alteran y, aún, desaparecen cuando la organización introduce modificaciones normativas que intentan “mejorar” los resultados a que arriba el orden espontáneo.

Y esto último es naturalmente imposible por las restricciones informativas a las que antes se aludió. En la sociedad global no existe una centralización del conocimiento, que está disperso entre los individuos que en ella actúan y lo utilizan para el logro de sus fines subjetivos en procesos de los que, sin embargo, resultan beneficios generales. Si la organización pretende influir sobre esos procesos lo hará desde su perspectiva necesariamente limitada pero atribuyéndose (erróneamente) las capacidades de un “legislador omnisciente”, destruyendo así los equilibrios y afectando las libertades.

2. Sociedad, mercado y democracia.

La “gran sociedad” es –según Hayek- por naturaleza no sólo un orden espontáneo sino también de hombres libres. Por “libertad” entiende,  “ausencia de coacción”; más concretamente, la condición de los seres humanos en cuya virtud la coacción que algunos ejercen sobre los demás queda reducida en el ámbito social al mínimo, por lo que ningún hombre se encuentra sujeto a coacción derivada de la voluntad arbitraria de otro u otros[11].

Suscribe el autor una concepción “minimalista” de la libertad, asumiendo que el término sólo puede aplicarse de modo coherente a la denominada “libertad negativa” y rechazando otros significados del término que son de uso corriente como el de “libertad política” o “colectiva” (de participación de los hombres en el gobierno de la sociedad que integran), el de “libertad interior” o “subjetiva” (la facultad de una persona de guiar sus acciones por su propia voluntad y su concepción del bien racionalmente formada) y el de “libertad como poder” (poder de satisfacer deseos o preferencias)[12].

La sociedad libre, donde cada individuo persigue espontáneamente sus fines propios es aquella que ha reducido al mínimo la coacción –eliminarla es imposible ya que la coacción sólo se impide con amenazas de coacción- atribuyendo su monopolio al gobierno, al que limita severamente mediante la subordinación a leyes generales[13].

El ámbito natural de realización de la libertad –así entendida- no es la actividad política –aunque ésta puede sólo ser ejercida dentro del ámbito que delimita la ausencia de coacción- sino el mercado.  Más aún, Hayek identifica en la práctica sociedad y mercado. al concebir a éste último como el ámbito autogenerado y espontaneo en que los individuos se abastecen unos a otros de bienes y servicios ejerciendo una libertad fundamental de comprar y vender a cualquier precio; un ámbito de dispersión de poder y conocimiento acorde con la ausencia de fines centralizados de la “gran sociedad” y cuyos resultados, aunque tal vez no sean queridos o previstos, no pueden calificarse de “justos” o “injustos”, pues ello requeriría una perspectiva central “omnisciente” cuyo sólo planteo resulta absurdo[14].

El   “juego del mercado” es, por tanto, constitutivo del orden social, permitiendo, poe un lado, maximizar el aporte de cada individuo a la “gran sociedad” (en cuanto sabe que su valor será asignado por lo que determinen las fuerzas espontáneas del mercado y no por el ejercicio de la coacción gubernamental) produciendo beneficios que de otro modo no existirían, y por otro lado, generando determinados resultados en términos de “distribución” que deben (moralmente) ser respetados [15].

La mal denominada) “justicia social” resulta entonces un “atavismo”; una suerte de rémora moral, propia de una sociedad que el desarrollo espontáneo ha dejado atrás y que consiste en pretender que el gobierno otorgue beneficios por la fuerza a los “perdedores” quitándoselo a quienes en el juego del mercado obtuvieron (justamente) más que ellos[16].  No es posible identificar la utilidad social con ningún principio de justicia[17] –la justicia sólo puede “medirse” en las transacciones o intercambios individuales- y por tanto si en la sociedad prevaleciera una autoridad con la específica tarea de determinar “premios” y “castigos” a los individuos, ubicándolos en situaciones distributivas idealmente concebidas, ello exigiría negarles (al menos a algunos de ellos)  la posibilidad de perseguir sus propios fines libremente elegidos.

El rechazo a la justicia social se funda, además, en otro supuesto que subyace a la cerrada defensa de lo espontáneo que para todos los ámbitos del orden social hace Hayek: el rechazo de la igualdad como categoría de análisis. No se trata, obviamente de que no se acepte “la igualdad ante la ley” o igualdad formal. Por el contrario, ésta se reconoce como la conquista humana fundamental pues sin ella ni mercado ni civilización son siquiera pensables. Se trata, precisamente “de la única clase de igualdad  que conduce a la libertad y que cabe implantar sin destruir a la propia libertad”[18].

Lo que Hayek no considera aceptable es, en cambio, la idea de una igualdad (fundamental) de hecho entre todos los seres humanos, justificante de la imposición de una pauta distributiva igualitaria por las leyes abstractas. La ilimitada variedad de la naturaleza humana, el amplio grado de diferencias en la potencialidad y en la capacidad de los individuos constituyen un “factum” que excluye toda posibilidad de fundar una concepción sustancial de igualdad  (y, por ende, de justicia distributiva)[19].

En una sociedad libre, el gobierno no debe hacer uso de la coacción para igualar a los gobernados en una cierta condición (ingreso, bienes primarios, recursos, capacidades, etc) pues ello significaría imponer un patrón distributivo deliberado (concebido a priori de los resultados a que espontáneamente arriba el mercado) lo que vulnera la libertad de los individuos para desarrollar sus propios fines[20].

Cabe, entonces, la pregunta de  cuál es el papel de la política en el orden social “justificable” en términos de pura espontaneidad. Y la respuesta es, ciertamente, muy clara: se trata de un papel tan limitado que el liberalismo hayekiano ha llegado a ser calificado de “abolicionista” de la política[21]; todo el problema de la teoría política se reduce a limitar el poder de los gobernantes.

Por ello, Hayek se muestra interesado en redefinir la democracia, para encontrar “el verdadero contenido del ideal democrático”. Su reformulación consiste, básicamente, en quitarle al concepto toda carga “social” (en el sentido de constituir un instrumento de realización de fines colectivos y, especialmente, de una idea sustancial de la igualdad), en el entendido de que su uso genuino “hace referencia a un método o procedimiento en virtud del cual cabe lograr la toma de decisiones en materia de gobierno y que el mismo nada tiene que ver con la mayor o menor justificabilidad de alguno de los concretos fines que el gobierno se proponga materializar”[22]. Esta visión puramente procedimental de la democracia, que resulta de tomar a la libertad negativa como el único valor intrínseco que ha de sustentar la política, es un rasgo típico de la tradición liberal que Hayek encarna [23].

3. El papel de la ciencia en una sociedad de hombres libres: la epistemología social de Hayek.

Para Hayek hay una fuerte analogía entre la economía de mercado y la investigación científica, en tanto ambas constituyen procesos en que determinados resultados se producen a partir de la actuación espontánea de los individuos y desde una situación inicial en la cual no conocemos de antemano cuáles han de ser esos resultados y, lo que es fundamental, todo el proceso carecería de sentido si los conociéramos de antemano[24].

La experimentación en la ciencia funciona de modo análogo al de la competencia en la economía de mercado, como un proceso de descubrimiento. Sus resultados no pueden juzgarse nunca a la luz de un esperado efecto sino de acuerdo con las circunstancias en que el experimento se haya desarrollado y,  en especial, según constituyan una vía para “maximizar los resultados mensurables”[25].

A su vez, la ciencia misma es un proceso de competencia que se desenvuelve en un mercado. El científico es un individuo que actúa utilizando una limitada información –nadie puede poseer la totalidad de la información, que en una “sociedad libre” está dispersa en un vasto e indeterminado número de individuos- por la cual accede a un proceso que le permite tomar en consideración un cierto número de hechos conocidos y potencialmente útiles, que constituyen su base experimental.

Cada científico actúa, en concurrencia con otros (científicos y no científicos),  intentando obtener un fin específico, (averiguar determinados “hechos generales” u “órdenes de acontecimientos”), como todos los fines sociales en cada caso individualmente determinado y, al mismo tiempo, y en virtud de un mecanismo de “mano invisible”[26], contribuye a un proceso de facilitación de adquisición y transferencia de información a nivel interpersonal, que tiende a incrementar el bienestar general.

Naturalmente, las limitaciones inherentes a la actividad científica son, en la perspectiva de Hayek, importantes y tienen que ver fundamentalmente con la propia función que éste atribuye a la razón. Contra el error “constructivista”, la razón no está en condiciones de explicarlo todo y, por ende, nuestro conocimiento de la realidad será siempre y de modo inevitable, limitado. No puede entonces atribuirse a la ciencia, la tarea de eliminar –en algún futuro hipotético- la ignorancia a través de la acumulación sucesiva de información sobre hechos particulares.

Por el contrario, la ciencia no tiene como función la obtención de verdades sobre hechos particulares, aunque sí contribuye –y esta es su tarea “civilizadora”- a una más adecuada utilización de los conocimientos dispersos ya existentes[27]. Ningún desarrollo científico, puede en última instancia eliminar el fenómeno de la dispersión de la información que es constitutivo de la sociedad abierta: “Ahora bien, ninguna ciencia o técnica permitirán jamás modificar el hecho de que ninguna mente humana ni, por lo tanto, ninguna actividad deliberadamente dirigida será capaz de tomar en consideración la multitud de hechos particulares que, si bien son conocidos por algunosmiembros de la colectividad en su totalidad nunca se encuentran al alcance de nadie en particular”.[28]

Por tanto, la genuina función de la ciencia consiste en la construcción de modelos teóricos que dan cuenta de órdenes de acontecimientos no sólo “reales” (es decir, “existentes” de acuerdo con la siempre limitada información disponible) sino también hipotéticos o “contrafácticos” (enunciados téoricos que adoptan la forma de “si...entonces” y que indagan lo que sucedería con determinados fenómenos  bajo condiciones que difieren de las “reales” o conocidas), línea de trabajo especialmente fecunda para las ciencias sociales.

En definitiva, lo que conforma la ciencia no son “datos relativos a hechos singulares” sino “hipótesis que sistemáticamente han pasado la prueba de refutación”[29].  La filosofía de la ciencia de Hayek está así claramente alineada con el racionalismo crítico popperiano[30] según el cual las teorías científicas son esencialmente hipotéticas o coyunturales –lo que obliga a una distinción de principio entre teorías contrastables y teorías no contrastables- y nunca se puede tener la seguridad de que, incluso la teoría mejor establecida no será destronada o sustituida por una mejor; el aumento del conocimiento científico consiste básicamente en aprender de errores precedentes y la llamada “objetividad científica” no es otra cosa que el enfoque crítico (es decir, la predisposición del propio científico a refutar las teorías que el mismo sostiene)[31].

El status “provisional” de las teorías científicas no excluye que la ciencia cumpla un papel fundamental en la evolución sociocultural. Al igual que las estructuras sociales, los procesos cognoscitivos –y la propia existencia de la “mente”- son el resultado de un proceso selectivo de adaptación; la adopción de las normas de conducta y de las instituciones que mejor se adaptan a la realidad circundante al ser humano va en paralelo con el predominio de los esquemas de conocimiento que, optimizando el uso de los datos que suministra el entorno, posibilitan predecir y anticipar el futuro: “La realidad externa al hombre ha quedado siempre para él fundamentalmente definida por su toma de posición acerca de la actitud que ante ella resultábale lícito adoptar”. [32]

Inclusive, la propia facultad que denominamos racionalidad  tiene, en su origen, el aprendizaje de determinadas normas “relativas a la clasificación de las diferentes clases de realidades del mundo”, vinculadas esencialmente con la posibilidad de anticipar futuros estados de cosas[33]. Y el progresivo desarrollo de la función racional depende de que de manera ininterrumpida, millones de mentes individuales “se dediquen a desarrollar con relación a ella un proceso de aprehensión y modificación parcial”[34].

A su vez, en tanto función racional, la ciencia es el mejor adaptado de los sistemas, considerando los posibles enfoques alternativos –aunque esta valoración no puede ser comprobada a nivel científico sino que tan sólo tiene el status de una intuición de la experiencia común- y eso es lo que debe tenerse en cuenta para juzgarla como institución (y no la comparación de sus resultados con otros hipotéticos que se habrían producido si los científicos hubieran actuado de modo diferente en los procesos particulares de investigación o experimentación), del mismo modo que el mercado debe ser evaluado porque su orden (cataláctico o “económico” propiamente dicho) es superior a cualquier otro alternativo en sus resultados globales (sin que quepa juzgarlo por los resultados en casos particulares, por ejemplo, por la pauta distributiva que produce en un momento y lugar determinados) [35].

La ciencia es así no sólo instrumento de la evolución sino también condición de progreso –que en Hayek se define por la creciente imposición de la libertad negativa, lo  que  supone dejar atrás el antiguo orden tribal, que es reemplazado paulatinamente por la “sociedad abierta- y como tal no debe ser limitado[36]

La “epistemología social” de Hayek puede, en definitiva, resumirse en las siguientes afirmaciones básicas:

1. La ciencia como actividad (actividad científica) es uno de los tantos fines específicos que persiguen los individuos en ejercicio de su libertad (negativa) fundamental.

2. Su objetivo es la formulación de hipótesis sobre órdenes de acontecimientos (reales y contrafácticos) cuyo status de validación es “provisional”, de acuerdo con la descripción que del proceso de formulación y contrastación/refutación hace la filosofía popperiana de la ciencia.

3. El actuar de los científicos funciona de modo análogo al proceso de competencia y es él mismo un proceso de competencia.

4. Al igual que la “gran sociedad”, la ciencia es un orden espontáneo. La institución “ciencia” es el resultado del libre actuar de un enorme número de científicos individuales y también de individuos no científicos –financistas, por ejemplo- en interacción con ellos en un mercado de intercambio[37].

5. De lo que se infiere que las decisiones acerca de que se debe investigar, quiénes deben investigar y cómo se debe investigar han de quedar libradas a los individuos y organizaciones privadas que integran la institución ciencia.

6. A través de un proceso que puede explicarse en términos de “mano invisible”, la actividad científica beneficia al conjunto de la sociedad por su papel en el proceso de evolución sociocultural (maximización de la información dispersa, óptimo de racionalidad en comparación con alternativas disponibles y en definitiva, mejor adaptación humana a partir de una superior “configuración de la realidad”), que puede ser evaluado en términos de progreso.

7. Cualquier intervención gubernamental en este proceso –estableciendo restricciones a ciertas investigaciones o financiando algunas otras- supone su distorsión con resultados  nocivos –sus efectos son imprevisibles pues el orden espontáneo no puede ser conocido en su globalidad y por ende tampoco puede ser controlado, ni planificados sus cambios- y, además, resulta (moralmente) ilegítima pues significa privilegiar los fines de algunos individuos e imponer trabas a la libre realización de los objetivos específicos de otros[38].

8. Inclusive en el ámbito de la ciencia moderna, cuya estrecha vinculación con la industria ha creado una asociación “fábrica-laboratorio” aparentemente inescindible que ha llevado a  pensar que el progreso científico se debe fundamentalmente a la labor sujeta a planificación y al trabajo en equipo, Hayek afirma que lo que predomina (con mayor énfasis en la “investigación pura” que en la “ciencia aplicada” y la “investigación tecnológica) son los logros fruto del esfuerzo de investigadores aislados, cuya tarea, insiste, no debe ser perturbada con regulaciones basadas en “concepciones unitarias” ni subordinada a la “utilidad social”, puesto que “el individuo que ha evidenciado poseer inteligencia y capacidad es libre para acometer aquellas tareas que, a su juicio, encierran la máxima posibilidad para el logro de ciertas realizaciones”.

En definitiva, los avances serán mayores si no se subordinan las decisiones relevantes en materia de ciencia a una autoridad centralizada y si la financiación corre por cuenta de una multiplicidad de aportaciones particulares tendientes al logro de concretas finalidades. El control privado de los instrumentos de investigación científico y su orientación hacia fines que los individuos fijen a su arbitrio es enteramente deseable como una instancia particular de una regla general, la necesidad (social y ética) de preservar el control privado de los instrumentos de producción y su orientación por parte de los propietarios individuales a los objetivos que, en su opinión, sean de mayor trascendencia e interés[39].

En las secciones siguientes me propongo señalar algunas contradicciones o insuficiencias argumentativas en el planteo de Hayek y defender el punto de vista según el cual, asumiendo la metodología individualista, es posible fundamentar una epistemología social ciertamente muy diferente.

4. Orden espontáneo y justificación moral.

Lo que primariamente puede impugnarse es la identificación, que Hayek da por sentada, entre el éxito adaptativo de un orden espontáneo –como la “gran sociedad” o la ciencia- y el de los individuos que en él actúan.

Puede concederse a Hayek que lo que hoy denominamos “sociedad” no es el fruto de un diseño “constructiva” sino el resultado de un incalculable número de interacciones humanas individuales “espontáneas” (persiguiendo fines individuales y específicos), y que (al menos muchas de) las instituciones sociales más importantes no han surgido de un esfuerzo de planificación deliberado. Y también que su continuidad a lo largo del tiempo puede ser un criterio relevante de éxito adaptativo –en este sentido, de evolución- en cuanto dichas instituciones –entre las cuales se cuenta el mercado- han logrado hacer prevalecer la pauta cultural que posibilita la repetición de las acciones que las sustentan antes que aquéllas que menoscaban su estabilidad.

Pero ello sólo resulta un argumento para la ausencia total de interferencia regulativa en el orden “espontáneo” si, primariamente, se adopta, como punto de vista relevante el del propio orden (sociedad, ciencia o institución), es decir, el de un colectivo, considerándolo una realidad valiosa en si misma y digna de ser sustentada. Es decir, si se abandonan los individualismos metodológico y ético.

Si, en cambio, nos mantenemos apegados a dichos principios teóricos, sólo podemos considerar exitosamente adaptado un cierto orden cuanto cada uno de los individuos que lo integran tiene razones específicas (esto es, diferenciables de la mera continuidad del orden) para tender a realizar las acciones que lo constituyen y lo mantienen. Y sólo podemos considerarlo (moralmente) justificable  cuando cada uno de los individuos que lo integran puede igualmente realizar sus propios fines en mayor medida que en un (hipotético) orden alternativo.

Ninguno de ambos requerimientos es satisfecho por la espontaneidad que postula Hayek por cuanto no resultan adecuadamente fundadas las identificaciones que realiza este autor entre orden “natural” (no “constructivo”), “individualmente explicado” (asumiendo como relevantes exclusivamente los fines de los individuos concretos en cuanto motivaciones para la acción estabilizadora) y “moralmente justificable” (que institucionalmente satisface las exigencias moralmente sustentadas de cada uno de los individuos involucrados, esto es, que resulta “justo” según la perspectiva del individualismo ético). Lo que implica que, aún cuando pueda ser cierto que el mercado es teóricamente explicable como “orden natural”[40], no es en cambio correcto que la pura espontaneidad de su desenvolvimiento asegure la tendencia de los individuos a su mantenimiento y su valor moral como ámbito de realización de los fines de cuantos participan en su “juego” institucional.

Hayek afirma que no debemos evaluar a los resultados que arroja el mercado comparándolos con un nivel hipotético al que no tenemos forma conocida de arribar dentro del mercado, sino con respecto a los resultados que se alcanzarían de seguirse otro procedimiento distinto (por ejemplo, la planificación)[41]. Esto es, asume que para cada uno de los individuos intervinientes el “juego” del mercado sin restricciones, que deja abierta la posibilidad a cualquier combinación de productos, servicios y resultados – lo que queda en gran medida determinado por circunstancias impredecibles y, en cierta forma, por la casualidad[42]- es la mejor alternativa disponible.

Este supuesto es, a mi juicio, evidentemente falso.  En el mundo real donde los seres humanos son profundamente desiguales en los aspectos relevantes que determina su “suerte” en el juego del mercado (capacidades, talentos, recursos, acceso a la información) resulta poco probable que –de acuerdo con lo que exigen los principios del individualismo metodológico y ético- los (casi) seguros perdedores acepten como (única) regla constitutiva la ausencia total de constricciones normativas y la apertura a (tomar como válido) cualquier resultado posible que determine el libre juego de las fuerzas actuantes.

Si se asume que es valioso que las personas puedan promover sus fines, es decir, dispongan de un esquema de libertad lo más amplio posible, esa es una razón para la defensa del mercado –pues éste asegura que las personas tomen opciones de producción, consumo y ocio, de las que serán responsables- pero también para la imposición de restricciones a su “libre juego” para que las arbitrariedades de la “lotería natural” (desigualdades en salud, capacidades, talentos) y del “punto de partida” (desigualdades en riqueza, recursos, poder) que impone a unos circunstancias favorables y a otros desfavorables no perjudique a las personas –determinando su suerte a través de la validación de resultados no susceptibles de corrección- por razones que no tengan que ver con sus elecciones[43].

El  garantizar a cada individuo la más amplia libertad para la consecución de sus fines presupone, entonces, el abandono de la idea de una “libertad natural”[44] cuya única garantía sería el mercado, imponiendo ciertos requisitos al funcionamiento de éste, establecidos a través de un marco de instituciones políticas y legales que ajusten la tendencia a largo plazo de las fuerzas económicas impidiendo las concentraciones excesivas de riqueza y propiedad, especialmente aquellas que conducen a la dominación política[45].

En definitiva, un individualismo –metodológico y ético- consecuente –que asume para cada individuo un valor fundamental que no puede ser sacrificado por ningún orden colectivo –mercado, institución o sociedad-, ni aún uno espontáneamente configurado y sustentado,  desemboca en una concepción igualitarista, de acuerdo con la cual, la necesidad de la imposición institucional de pautas de justicia distributiva no es, ciertamente, una cuestión abierta.

5.       Democracia e investigación científica.

De acuerdo con la argumentación desarrollada precedentemente la oposición de Hayek a toda intervención gubernamental contraria a la espontaneidad del mercado y del orden social resulta injustificada. Pues, al menos, algunas intervenciones en los procesos de mercado, aquellas que tienen por objeto la realización de algún criterio de distribución –tendiente a igualar a los individuos en determinada variable que se considera fundamental y que legitima la existencia de desigualdades en otros ámbitos-, satisfacen las exigencias del individualismo ético y metodológico, resumidas en el principio (que Hayek afirma compartir) de que es valioso que los individuos sean libres de realizar sus propios fines.

Lo que exige, naturalmente, la formulación de un ideal democrático muy diferente del que promueve Hayek; una concepción acorde con la realización social de una concepción de igualdad sustancial que puede resumirse en la aplicación al ámbito político del principio kantiano de autonomía.

Dicho principio, que se expresa necesariamente en una estrategia de justificación procedimental de las decisiones públicas –como el constructivismo rawlsiano o la ética del discurso formulada a partir de la teoría de la acción comunicativa- según anticipa la idea de una “democracia argumentativa”, que en el mundo real solamente puede desarrollarse en el marco de una sociedad constituida democraticamente, que consagre jurídicamente un principio de “autolegislación” de los ciudadanos, expresado en determinadas instituciones que más allá de los fines específicos de cada uno, se rigen por una idea de “bien común”.

Así, se constituyen los desafíos políticos, cuando “las instituciones igualitarias del derecho natural se relacionan con una premisa adicional, a saber, con el supuesto de que los ciudadanos reunidos en una comunidad democrática pueden conformar su medio social y desarrollar la capacidad de acción necesaria para esa intervención”[46].

¿Es posible considerar a la ciencia un “desafío político” sobre el que (en algunos casos y de acuerdo con ciertas pautas) es justificable una intervención regulativa?.

Recordemos que la epistemología social de Hayek se resumía en la necesidad de abstención gubernamental de toda intervención regulativa. En este sentido sus conclusiones son similares a las Feyerabend y su celebre “anything goes” (todo vale), aunque por fundamentos radicalmente distintos.

Éste último se opone al “cambio dirigido” (centralizado a partir de una estrategia de acción gubernamental) que impone una perspectiva racionalista porque considera a la racionalidad una tradición más (cuyo status cognocitivo no es necesariamente mejor que el de la magia o la brujería, entre otras) y, en una sociedad libre, el Estado no puede decidir imponer una determinada tradición. Por tanto, el predominio de la ciencia, impuesto a través de la financiación gubernamental y su enseñanza obligatoria en las instituciones educativas, es una amenaza para la sociedad libre. Feyerabend aplica el principio de igualdad de oportunidades –que el liberalismo igualitarista refiere a individuos- a las distintas tradiciones e ideologías. La ciencia “vale” como una ideología más y, por tanto, debe estar completamente separada del Estado, tal como lo está, por ejemplo, la religión[47].

Hayek, en cambio, afirma que la ciencia es especialmente valiosa para la sociedad pues optimiza el uso de la información dispersa en innumerables individuos y organizaciones y resulta la expresión más desarrollada (evolutivamente) de la racionalidad (a la que que Hayek también atribuye un alto valor en el desarrollo humano siempre y cuando se reconozcan sus limitaciones, tal como lo hace el “racionalismo crítico, superando la ingenuidad pretendidamente omnipotente  del “racionalismo constructivista”).

La intervención gubernamental no se justifica, entonces, porque resulta dañina para la institución ciencia –como suma de acciones de descubrimiento espontáneas- y con ello al progreso social; asimismo, el privilegiar (a través de la financiación estatal) o restringir (a través de prohibiciones legales u otros medios “centralistas”) determinadas investigaciones resulta contrario a la libertad de los sujetos para promover sus propios fines[48].

Sin embargo, esta visión “libertarista” de la investigación aparece como cuestionable si se examina a las instituciones cuyo objeto específico es la búsqueda sistemática del conocimiento (lo que incluye todas las disciplinas “académicas”) en un contexto más amplio, es decir, formando parte de la “estructura básica”[49] de la sociedad global.

Existen diversas formas en que la institución “ciencia” influye de modo decisivo sobre distintos aspectos de la vida social.

En primer lugar, es la propia ciencia, o sea los científicos como actores sociales individualmente considerados[50], quien impone sus modelos o standars a partir de los cuales todas las actividades académicas (y aún ciertas prácticas no académicas son evaluadas). De otro modo, son los propios científicos quienes nos dicen (normativamente) que es “ciencia”. Y ello se hace a través de procedimientos marcadamente informales, donde unos pocos asumen el papel representativo de la institución. No hay un “parlamento de científicos” ni mecanismos electivos que aseguren la representatividad del portavoz. Algunos científicos tienen, de ese modo, el poder de “asumir la representación de toda la humanidad de un modo que trasciende las diferencias nacionales así como otras barreras económicas y culturales”. La ciencia es así un vehículo de gobierno global, que se promociona a sí misma como un modelo de funcionamiento democrático (sustentado en la autocrítica permanente), aunque, paradójicamente, su autoridad no ha sido formalmente constituida y parece descansar en un principio de “ignorancia” (el público entiende poco de ciencia) [51].

La condición de “ignorancia legitimadora” se aplica también a los propios científicos, que fuera de su área específica de investigación (en un contexto de especialización creciente que hace que los científicos conozcan “more and more about less and less”) integran una opinión pública que comparte un desconocimiento fundamental sobre la mayoría de las investigaciones que se desarrollan en el marco de la institución[52]

En este contexto, parece una mera profesión de fe (es decir una creencia irracionalmente fundada) pensar que está garantizado que los científicos cumplirán con las expectativas hayekianas –que suponen asumir su tarea como la realización del standard más alto de racionalidad-  a menos que la propia institución a la que pertenecen pueda incorporar mecanismos de control democrático en articulación con las instituciones de la sociedad global. Y esto evidentemente no puede asegurarlo el simple desarrollo espontáneo de los procesos de descubrimiento.

Abordando este problema, Fuller ha propuesto tres estrategias de acción con la finalidad de “democratizar la ciencia”, que convergen en la búsqueda de mecanismos procedimentales de “especificación social” de los fundamentos sobre los cuales debe elegirse entre propuestas competitivas de investigación que (necesariamente) deben realizarse en un medio de recursos escasos. Las estrategias buscan incorporar al gobierno de la ciencia los mismos principios que los científicos (afirman) aplican para dirigir sus investigaciones, extendiendo una actitud (genuinamente) crítica hacia la ciencia a la esfera más amplia posible de la vida social.

La primera estrategia a que refiere se denomina “finalización” (“finalization”) y evoca la idea de que una ciencia “madura” tiende a descansar por inercia en sus propias tendencias hasta que explícitamente se le da “finalización”. Una política de “finalización” implica que una agencia estatal se encarga de monitorear el crecimiento de los diversos campos científicos; cuando un campo se ha desarrollado hasta el punto en que su base teórica se ha consolidado y la mayoría de sus investigadores se dedica a resolver “puzzles técnicos”, la agencia les ofrece incentivos financieros para que dejen de trabajar en tales puzzles improductivos y orientarlos a nuevos emprendimientos (preferentemente interdisciplinarios) de mayor urgencia social[53].

La segunda estrategia consiste en la implementación de un simple principio: cuanto más costosa es la investigación propuesta, mayores son las repercusiones que cabe exigirle más allá del estrecho campo  que delimita la tarea del investigador. Este principio tiene fundamentación en varios niveles.  Resulta una aplicación a la política científica del principio económico del “costo de oportunidad”: invertir una cierta cantidad de recursos en una línea de investigación científica supone, al mismo tiempo, cerrar otras oportunidades de investigación. Por otra parte, ninguna revolución científica (Newton, Darwin o Einstein) necesitó jamás las cuantiosas inversiones (recursos sociales) que hoy en día requieren muchos proyectos “glamorosos” pero de resultados y repercusiones sociales muy inciertos[54].

La tercera estrategia, que promete ser la más democratizadora en cuanto a las demandas de cambio que impone en las agencias científicas, es denominada por Fuller “fungibilidad epistémica”, y supone el diseño de una suerte de “foro global” (similar a una legislatura) en el que los científicos de diferentes campos deberían defender sus propuestas, cada uno ante los demás. Ello daría a los científicos –que deberían estar en condiciones de explicar sus propuestas a sus colegas de otros campos, esto es, de hacerse entender por ellos y a su vez, estar en condiciones de entenderlos- incentivos para la elaboración de un lenguaje fuertemente interdisciplinario y comprensible para la opinión pública en mucha mayor medida que la diversidad actual de (especializadísimos) lenguajes.

El principio de fungibilidad relativiza la importancia de la existencia de campos de investigación separados y bien definidos. En vez de ello, presume que cada potencial sitio de investigación es un espacio problematizable definido primariamente en términos de recursos disponibles y potencialmente sujeto a una “variedad de jurisdicciones”, cada una de ellas correspondiente con la agenda de una disciplina particular (o, desde una perspectiva que comprende al conjunto de las instituciones sociales, de un grupo de interés existente en la sociedad global)[55].

En definitiva, la propuesta de Fuller –sintetizada en las propuestas reseñadas que en conjunto conforman un “ideal republicano” de relación entre ciencia y sociedad- implica reconocer que el libre desarrollo de las tendencias espontáneas en la ciencia no garantiza que ésta aproveche de modo óptimo recursos que son escasos y para los cuales deben por tanto aplicarse criterios de distribución que subyacen a  toda decisión acerca de “qué investigar”.

De donde surge que una epistemología social no puede reducirse, como estimaba Hayek, a un principio de no-intervención, sino que debe abordar la cuestión del gobierno de la ciencia como un problema de representación; empero, no se trata sólo del modo en que la ciencia representa sus propios intereses –única cuestión sobre la que la espontaneidad hayekiana está en condiciones de competir como valor relevante- sino también como representa –o puede representar- los intereses epistémicos de la opinión pública[56].

En una línea de fundamentación similar, Kitcher, inspirado en la teoría de la justicia rawlsiana[57], introduce la idea de “ciencia bien ordenada”, como opuesta al modelo de decisión colectiva que denomina “democracia vulgar”. Este último constituiría un procedimiento que intentaría reproducir, en las decisiones relevantes sobre el gobierno de la ciencia, los resultados de una (hipotética) votación en donde cada ciudadano expresaría sus preferencias individuales. Ello es inaceptable por cuanto las preferencias reales de las personas  surgen frecuentemente del egoísmo, el impulso o la ignorancia. Se pasaría así de una “ciencia sustentada en la ignorancia” (de la opinión pública) -estado actual según la descripción de Fuller- a una “ciencia esclavizada por la ignorancia”, donde  proyectos científicos de significación serían a menudo desechados en base a cálculos de costo-beneficio individual y sin ninguna perspectiva de “bien común”[58].

Una ciencia bien ordenada en cambio es aquella en donde los ciudadanos participan activamente en la organización de la investigación científica, asumida como un bien público, lo que exige la adopción una perspectiva común (cooperativa) y no la mera agregación de preferencias individuales.

La participación ciudadana ha de expresarse en las tres fases de decisión en que idealmente puede dividirse una investigación y que involucran directamente a la sociedad global: ¿Qué cantidad de recursos ha de asignarse inicialmente a un proyecto?; ¿Cuáles son los límites morales de la investigación?, ¿Cómo van a aplicarse en la práctica los resultados del proyecto?  [59].

Así, para que podamos hablar de “ciencia bien ordenada” se requiere la existencia de instituciones “gubernativas” que adopten las decisiones relevantes en los temas de involucramiento social y que coincidan (contrafácticamente) con el juicio de representantes ideales que reflejarían los distintos puntos de vista existentes en la sociedad [60]. De modo análogo al que en la teoría de la justicia de Rawls, representantes ideales de los ciudadanos en condiciones óptimas de racionalidad y distanciamiento de sus propios intereses, eligen principios de justicia destinados a regir la estructura básica de la sociedad [61].

6. Conclusiones.

Hayek asume una visión francamente irreal de la sociedad, suponiendo (artificiosamente) que cada individuo actúa en ella aisladamente y que puede cumplir sus fines considerado como un átomo disperso. El mercado es para él, por tanto, un ámbito de intercambios individuales con beneficios exclusivamente individuales sobre los que no caben pretensiones de la sociedad en su conjunto. Y, la ciencia, la suma de investigaciones aisladas, en las que sólo está comprometido el esfuerzo y la inteligencia del científico (para hacer libre uso de su limitada información), sobre las que no hay un interés externo (de la sociedad global) a interferir ni es, por tanto, justificable la adopción de mecanismos regulativos centralizados.

Su falla argumental consiste, a mi juicio, ignorar que la sociedad, aún cuando pueda ser considerada un agregado de individuos cuyos fines son irreductibles, es inevitablemente un esquema de cooperación donde, en un sentido moralmente relevante, las ventajas son comunes (no existen beneficios ni es posible la realización de fines de relevancia para ningún individuo sin algún tipo de colaboración de otros) y hay, al mismo tiempo, identidad y conflicto de intereses. Hay identidad pues la cooperación hace para todos posible una vida mejor que la que podría tener cada uno si viviera exclusivamente de sus propios esfuerzos. Y hay conflicto, dado que las personas no son indiferentes respecto a cómo han de distribuirse los mayores beneficios producidos por su colaboración ya que para perseguir sus fines individuales cada una de ellas prefiere una participación mayor a una menor[62]. Y sobre este punto son inevitables criterios regulativos; el propuesto por Hayek –maximizar la libertad negativa considerando improponible como fin social a la realización de una pauta igualitaria- es uno entre muchos posibles y, resulta, ciertamente, de imposible justificación pues es inaceptable para los miembros más débiles (en recursos y capacidades) del sistema social, cuya probabilidad de alcanzar los niveles más altos de beneficio, y de realizar sus propios fines libremente elegidos, se ve gravemente comprometida desde el punto de partida.

En el contexto de la sociedad considerada como empresa cooperativa, la ciencia no es –predominantemente- la labor espontánea de átomos aislados, sino, cada vez más el resultado del trabajo de equipos (a menudo interdisciplinarios) que desarrollan su actividad en estructuras institucionales (universidades, organizaciones militares y, cada vez en mayor medida en la sociedad contemporánea, grandes corporaciones)[63] que ponen a su disposición los recursos necesarios que exige hoy en día cualquier descubrimiento significativo. Tales estructuras institucionales son parte de la estructura básica de la sociedad –tienen efectos de gran importancia sobre las vidas de los individuos- y su regulación, según principios de justicia, que alcanzan también a la actividad científica, está por ende, justificada.

Y tampoco puede ser considerada la ciencia, exclusivamente, un vehículo para la realización de los fines individuales de sus protagonistas directos, los científicos, sino que también debe ser evaluada por su utilización de recursos escasos de una sociedad ante la que, por tanto debe responder a través de mecanismos regulativos donde pueda expresarse la opinión pública, de acuerdo con el ideal de una democracia sustentada en una concepción (mínima[64]) del bien común (que surge de considerar a la sociedad como un esquema cooperativo que opera como un marco necesario para la realización de los fines individuales).

Por ende, no pueden librarse todas las decisiones relevantes sobre las investigaciones a desarrollar, a la pura espontaneidad de los científicos sino que, en muchos aspectos, es justificable una intervención de la sociedad a la que -entre otros asuntos- le corresponde decidir cuáles líneas de investigación satisfacen en mayor medida sus fines comunes –democráticamente decididos a través de una estructura procedimental donde sea posible la expresión de todos los puntos de vista existentes-, a las que habrá de conceder prioritariamente recursos según criterios de costos de oportunidad, teniendo derecho a establecer sus límites morales –en aplicación de los principios que conforman una ética pública- y a consagrar exigencias sobre aplicabilidad práctica y retorno social de los programas de investigación promovidos.

Bibliografía citada.

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[1] De acuerdo con Fuller, la epistemología social refiere a el modo en que la búsqueda del conocimiento debe ser organizada, teniendo en cuenta que, bajo circunstancias normales, ese proceso es llevado a cabo por muchos seres humanos que trabajan en un ámbito más o menos definido y dotados de un cierto nivel de recursos, donde cada uno cuenta con capacidades cognitivas imperfectas y diferentes grados de acceso a los trabajos de los otros (Fuller, 1988, pág. 3).
[2] Hay que recordar que la obra fundamental de Hayek, The constitution of liberty (Los fundamentos de la libertad), editada originalmente en 1959 ya aborda esta temática.
[3] El individualismo metodológico es la tesis que asume que toda teoría genuina explicativa de los fenómenos sociales es reductible a una teoría de la acción humana, más aquellas condiciones límite que especifiquen cuales son las condiciones de actuación personal. Se trata de un enfoque reduccionista (aunque opuesto a otros reduccionismos, por ejemplo la pretensión de reducir la ciencia social a la física, obviando lo peculiar de la acción humana) que niega la pertinencia ontológica de las entidades colectivas y su papel –como tales- en la explicación de los procesos sociales. (Cf. Nozick, 1997, pág. 154).
[4] Según afirma Elster, se trata del principio según el cual, desde el punto de vista de la justicia, no importan los grupos; a la justicia le interesan exclusivamente los individuos actuales y futuros. El individualismo ético implica rechazar –entre las razones de justicia- los valores supra-individuales y, en general, todos aquellos no individuales y supone, por tanto, una restricción a las teorías de justicia admisibles, vedando aquellas que incluyan tales valores entre sus fundamentos (Cf., Elster, pág. 89).
[5] La prioridad de las acciones individuales para explicar fenómenos colectivos (cuestión “ontológica”) es un rasgo metodológico unificador del “liberalismo”, en todas sus variantes (más allá de la innegable polisemia del término),  aunque no el único; entre otros factores que constituyen el “minimo denominador común” pueden mencionarse la postulación de la individualidad como valor (cuestión “de promoción”) y la defensa del mercado, aunque con justificaciones y funciones atribuidas radicalmente diferentes, que van desde la afirmación de la necesidad de un mercado “real” que opere (prácticamente) sin constricciones (Hayek, Nozick,) a la postulación de un mercado valioso principalmente como instrumento analítico (contrafáctico) que garantiza la igualdad de las personas estableciendo condiciones ideales de elección (Dworkin), pasando por la defensa de un mercado “real” pero fuertemente restringido por  los requerimientos de la justicia distributiva (Rawls).
[6] Un orden es definido por dicho autor como un “...estado de cosas en el cual una multitud de elementos de diversa especie se relacionan entre sí de tal modo que el conocimiento de una parte espacial o temporal del conjunto permite formular, acerca del resto, expectativas adecuadas o que, por lo menos, gocen de una elevada probabilidad de resultar ciertas” (Hayek, 1994, pág. 70).
[7] Ibi., pág. 77.
[8] Ibid, pág. 79.
[9] Ibid. Cap. 1
[10] “Sociedad” (espontaneidad) y “gobierno” (organización) son las dos únicas categorías fundamentales que necesita la filosofía política para Hayek, quien prefiere no utilizar el término “Estado” por su carga metafísica (Ibid, pág. 89).
[11] Cf. Hayek, 1978.
[12] Ibid, págs. 35/39.
[13] Ibid, pág. 45.
[14] Hayek, 1981, pág. 52.
[15] Ibid, pág. 55.
[16] Ibid, pág. 59.
[17] Hayek, 1982, pág. 295.
[18] Hayek, 1978, pág. 122.
[19] Ibid, pág. 124.
[20] Hayek acepta que puede ser atractiva una sociedad con escasos contrastes entre ricos y pobres e inclusive la deseabilidad de que el incremento de riqueza lime progresivamente las diferencias. Sin embargo, la deseabilidad de un fin particular no es suficiente justificación para su imposición coactiva (ibid, pág. 125).
[21] Véase, Rico, pág. 108.
[22] Hayek, 1982, pág. 22.
[23] Véase, Popper, 1995, pags. 176 y ss; Von Misses, págs. 56/57;  y  Shumpeter, págs. 321/324 y 343/344.
[24] Hayek, 1978, pág. 156.
[25] Hayek, 1982, pág. 127.
[26] Una explicación de mano invisible supone que determinada estructura institucional –en este caso la ciencia y su optimización de la información  sobre “hechos generales”- que en apariencia surge de un diseño consciente –“constructivo”, en la jerga de Hayek- puede, en cambio, originarse o mantenerse a través de las acciones combinadas de una serie de agentes que no tengan in mente un diseño global de ese tipo.  (Cf. Nozick, 1997, 2, pág. 263). El intercambio económico y la propia existencia del mercado son, desde Adan Smith y, con mayor énfasis y profundidad desde el fundador de la escuela austríaca, Carl Menger objetos típicamente explicados por la idea de una mano invisible (ibid, págs. 267/268).
[27] Hayek, 1994, pág. 39.
[28] Ibid, págs. 39/40.
[29] Ibid, pág. 41.
[30] Al que además adhiere expresamente al marcar sus diferencias entre su propio racionalismo y el constructivista, al que denomina también “realismo ingenuo”. (Ibid, pág. 60).  Con Popper Hayek comparte el supuesto de que no puede afirmarse que los hombres son total o principalmente racionales, lo que no quita que puedan hacer el mejor uso posible de la razón a efectos de “comprender el mundo y aprender en la discusión con otros”. (Véase Popper, 1985, pág. 46).
[31] Sigo a los efectos de resumir en que consiste el racionalismo crítico la exposición contenida en Popper, 1997, págs. 90/98.
[32] Hayek, 1982, pág. 268
[33] Ibid, pág. 269
[34] Ibid, pág. 270.
[35] Véase, Hayek, 1981, págs. 156/157.
[36] Hayek, 1982, pág. 296.
[37] Cabe recordar el peculiar tratamiento que los individualistas metodológicos dan a las instituciones. Estas no son realidades en sí mismas sino sumas de acciones realizadas (y no realizadas) que se postulan como ambientadas en el “interior” de un determinado ámbito institucional. Según la perspectiva  individualista una institución como la ciencia se sustenta  a través de la imposición de una pauta cultural, que logra hacer predominar las acciones que la mantienen sobre aquéllas que pretenden alterarla (Véase, Nozick, 1997, 2, pág. 159).
[38] (Hayek, 1978, págs. 509/510).
[39] Ibid, págs. 511/512.
[40] En la realidad ningún mercado es una “catalaxia” pura pues los mercados reales están afectados por numerosas restricciones gubernamentales  y privadas a la libertad de los individuos que en ellos realizan sus interacciones e intercambios y a este fenómeno alude Hayek cuando refiere a la “victoria hasta ahora imperfecta de la regla abstracta de conducta individual sobre el objetivo común particular como método de coordinación social”, lo que hace que sólo en un sentido más o menos aproximado se pueda hablar en nuestro mundo contemporáneo de “sociedad abierta” y de “libertad individual” (V.Hayek, 1981, págs. 59/60). .
[41] Ibid., pág. 160.
[42] Ibid, pág. 161.
[43] Este supuesto implica una concepción de libertad más amplia que la que utiliza Hayek incorporando lo que Berlin denomina “libertad en sentido positivo” y que supone la posibilidad del ser humano de actuar, no sólo sin intromisiones (como sostienen los defensores de la libertad como pura ausencia de coacción) sino, además, bajo circunstancias que le aseguren la posibilidad de seguir sus propias determinaciones o promover sus propios fines  (Véase Berlin, págs. 118 y ss.)
[44] Esta es una de las diferencias cruciales entre el liberalismo igualitario y el liberalismo “clásico” –alineado en la discusión contemporánea sobre la justicia con el libertarismo de, entre otros, Nozick-  que encarna Hayek (Cf. Rawls, 2002, págs. 74/75).
[45] El autogobierno político implica determinadas condiciones que el mercado espontáneamente no está en condiciones de satisfacer. Se requiere de individuos animados por ciertas cualidades de carácter (disposición a comprometerse en los asuntos públicos asumiéndolos como “propios” en sentido relevante) que en condiciones económicas no igualitarias tienden a ser socabadas, por lo que, si se entiende justificado el principio  de “un hombre un voto” en el campo político –como exige una perspectiva individualista de la competencia por el gobierno- parece haber razones para restringir institucionalmente el peso específico de ciertos individuos o grupos (grandes inversionistas o lobbies empresariales) que en un mercado enteramente libre pueden hacer valer sus decisiones por encima de las de millones de individuos (Cf. Gargarella, págs. 267/270).
[46] Habermas, pág. 83.
[47] Feyerabend, págs. 110/113.
[48] “El progreso moral exige la posibilidad de experimentación del individuo; especialmente que dentro de  una estructura limitada de reglas abstractas obligatorias el individuo sea  libre para utilizar su propio conocimiento para sus propios fines. El crecimiento de lo que denominamos civilización se debe a este principio de responsabilidad de una persona de sus propias acciones y sus consecuencias  y la libertad para perseguir sus propios fines sin tener que obedecer al jefe del grupo al que pertenece” (Hayek, 1982, págs. 262/263).
[49] El término ha sido introducido a la filosofía política por Rawls y refiere al modo en que las principales instituciones políticas y sociales encajan en un sistema de cooperación social, y el modo en que asignan derechos y deberes básicos y regulan la división de las ventajas que surgen de la cooperación social a lo largo del tiempo  (Cf. Rawls, 2002 pág. 33).
[50] Que son sólo unos pocos miembros de la sociedad dado que en una sociedad compleja (de división del trabajo no todos pueden dedicarse a la investigación científica en todo momento).
[51] Fuller, 2000, pág. 8.
[52] Ibid, pág. 135.
[53] Ibid, pág. 136/137.
[54] Ibid, págs. 138/141.
[55] (Ibid, págs. 141/146). Por ejemplo, un foro como el propuesto debería resolver sobre pretensiones contrapuestas atribuyendo “peso relativo”, con incidencia en la asignación de recursos, teniendo en cuenta criterios de costo de oportunidad, a una propuesta de investigación (supongamos) formulada por físicos, respecto de otra interdisciplinaria promovida por investigadores en ciencias naturales y científicos sociales.
[56] Ibid, pág. 155.
[57] Para Rawls una sociedad bien ordenada se constituye a partir de una concepción de justicia cuando: 1) los ciudadanos aceptan y reconocen mutuamente los mismos principios de justicia; 2) es públicamente sabido o creído por buenas razones que las principales instituciones políticas y sociales (la estructura básica de la sociedad) satisfacen esos principios; 3) los ciudadanos, más allá de sus fines particulares, tienen un sentido de justicia que les permite obrar (mayoritariamente) de acuerdo con los principios públicamente aceptados, esto es, comparten un fin político básico y altamente prioritario (Rawls, 2002, 263/264).
[58] Kitcher, 2001, pág. 117.
[59] Ibid, págs. 118.
[60] Ibid, págs. 122/123.
[61] Cf. Rawls, 2002, págs. 38/43.
[62] Rawls, 1997, pág. 18.
[63] Véase el análisis sobre el desplazamiento de las estructuras institucionales –y de financiación- en que se desenvuelve el trabajo de los científicos –y como el cambio impacta en dicho trabajo- contenido en Mirowski,  págs. 25  y ss.
[64] Una concepción “máxima” del bien común supondría considerar a la sociedad como una “comunidad” entendida como un grupo de personas unidas por ciertos fines específicos que prevalecen sobre los de cada uno de sus miembros (Véase Rawls, 2002, págs. 25/26). Ello no es justificable a la luz de la perspectiva individualista que se da por válida a los efectos de este trabajo.

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http://galileo.fcien.edu.uy/individualismo.htm
https://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=5904675

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