A los artesanos y a los obreros
Frederic Bastiat
Muchos periódicos me han atacado ante ustedes. ¿No quieren leer mi defensa? No soy desconfiado: cuando un hombre habla o escribe, creo que piensa lo que dice; sin embargo, por más que leo y vuelvo a leer los periódicos a que contesto, me parece descubrir en ellos tristes tendencias. ¿De qué se trataba? De averiguar lo que les es más favorable, la restricción o la libertad. Yo creo que la libertad, ellos creen que la restricción que cada uno pruebe su tesis. ¿Había para qué insinuar que somos los agentes de la Inglaterra, del Mediodía, del gobierno?
Vean cuan fácil nos sería la recriminación en este terreno. Somos, dicen, agentes de los ingleses, porque algunos de nosotros se han servido de las palabras meeting, free-trader (reunión, libre-cambista) Y ¿no se sirven ellos de las palabras drawback, budget, (derecho de depósito, presupuesto?).
Imitamos a Cobden y a la democracia inglesa. Y ¿no imitan ellos a Benthinck y la aristocracia británica?
Tomamos de la pérfida Albion la doctrina de libertad. Y ¿ellos no toman las argucias de la protección?
Seguimos los impulsos de Burdeos y Mediodía ¿Y no favorecen ellos la codicia de Lila y del Norte?
Favorecemos los secretos designios del ministerio, que quiere distraer la atención de su política. Y ¿no favorecen ellos las miras de la lista civil, que gana con la protección más que nadie en el mundo?
Ven, pues, que si no despreciáramos esta guerra de denigración, no nos faltarán armas.
Pero no se trata de esto. La cuestión que no perderé de vista es la siguiente: ¿Qué es más conveniente para las clases laboriosas: tener o no libertad para comprar a los extranjeros?
Obreros, se les dice: “Si tienen libertad para comprar a los extranjeros lo que ahora hacen ustedes, entonces no lo harán, estarán sin salario, sin trabajo y sin pan, por su bien, pues, se les limita la libertad.”
Esta objeción se presenta bajo todas formas; se dice, por ejemplo: ”Si nos vestimos con paño inglés, si hacemos nuestros arados con hierro inglés, si cortamos nuestro pan con cuchillos ingleses, si nos enjugamos las manos con toallas inglesas, ¿qué será de los obreros franceses, qué será del trabajo nacional?
Díganme obreros: si un hombre se pone en el puerto de Bolonia y a cada inglés que desembarca le dice: ¿Quiere darme esas botas inglesas en cambio de este sombrero francés? O bien: ¿Quiere cederme ese caballo inglés y le cederé este coche francés? O bien: ¿Quiere cambiar esa máquina de Birmingham por este reloj de París? O por último: ¿Le conviene trocar ese carbón de piedra de New-Castle por este vino de Champaña? Díganme , suponiendo que este hombre haga sus proposiciones con algún discernimiento, ¿puede decirse que estos actos afectarían a nuestro trabajo nacional tomado en masa?
¿Le afectarían un ápice más, aún cuando hubiese en Bolonia veinte de estos individuos en lugar de uno, aún cuando se hiciese un millón de trueques en lugar de cuatro, y aún cuando para aumentar hasta el infinito las negociaciones, se hiciese intervenir en ellas a los comerciantes y a la moneda? Ahora bien: que un país compre a otro por mayor para revender por menor, o viceversa, aunque se siga hasta el fin el hilo de las negociaciones, se verá que el comercio no es más que un conjunto de trueques por trueques, productos por productos, servicios por servicios. Si pues un trueque no daña al trabajo nacional, porque implica tanto trabajo nacional dado, como trabajo extranjero recibido, cien mil millones de trueques no le dañarán tampoco.
¿Pero cuál es el provecho? dirán: el provecho es hacer el mejor empleo posible de los recursos de cada país, de modo que una misma suma de trabajo produzca en todas partes más satisfacción y bienestar.
Hay algunos que emplean con ustedes una táctica singular. principian por convenir en la superioridad del sistema libre, respecto del sistema prohibitivo, sin duda para no tener que defenderse en este terreno. En seguida les hacen observar que en el pase de un sistema a otro hay alguna dislocación de trabajo. Después se extiende acerca de los sufrimientos que debe causar, según ellos, esa dislocación; los exageran, los aumentan, hacen de ellos el objeto principal de la cuestión; los presentan como el resultado único y definitivo de la reforma, y se esfuerzan de este modo en alistaros en las banderas del monopolio.
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Por lo demás, esta es una táctica que se ha puesto al servicio de todos los abusos, y debo confesar ingenuamente una cosa; a saber, que embaraza siempre a los amigos de las reformas, aún de aquellas que son más útiles al pueblo. Van a comprender por qué. Cuando un abuso existe, todo se acomoda a él; de él dependen unas existencias, de estas otras, y así sucesivamente hasta formar un gran edificio. Si quieren cortarlo, todos gritan, ya advierten que a primera vista parece que los chillones tienen razón, porque es más fácil demostrar el trastorno que debe acompañar a la reforma, que el arreglo que debe seguirla: Los partidarios del abuso citan hechos particulares; nombran las personas que van a ser perjudicadas, así como sus proveedores y obreros, que también lo serán al paso que el pobre reformador no puede referirse sino al bien general, que debe esparcirse insensiblemente por las masas, lo que no hace ni con mucho tanto efecto. Cuando se reformaron en España los conventos, se decía a los mendigos: “Dónde hallaran la sopa y el paño? El prior es su Providencia: ¿no es muy cómodo dirigirse a él?”.
Y los mendigos decían: Es cierto: vemos bien lo que perdemos si el prior se va; pero no vemos lo que nos vendrá en su lugar.” No consideraban que si los conventos hacían limosnas, también vivían de ellas; de modo que el pueblo les daba más de lo que recibía.
Del mismo modo, obreros, el monopolio les grava a todos imperceptiblemente, y después les proporciona trabajo con el producto de esos gravámenes. Y sus falsos amigos dicen: “Si no hubiese monopolio, ¿quién les proporcionaría trabajo?” Y ustedes responden: “Es verdad, es verdad. El trabajo que nos proporcionan los monopolizadores es cierto; las promesas de la libertad son dudosas,” porque no advierten que primero les saca su dinero, y luego les da por su trabajo una parte de ese mismo dinero.
¿Preguntan quién les proporcionará trabajo? ¡Caramba! ¡Se darán trabajo los unos a los otros! Con el dinero que no les quite ya, el zapatero se vestirá mejor y hará trabajar al sastre; el sastre renovará más a menudo su calzado, y dará trabajo al zapatero; y así sucesivamente en todas las clases.
Se dice que con la libertad habrá menos obreros en las minas y en las hilanderías. No lo creo; pero si así sucede, será necesariamente porque habrá mayor número trabajando libremente en su cuarto o al sol; porque si esas minas y esas hilanderías no se sostienen, como se dice, sino con el auxilio de contribuciones impuestas en provecho suyo sobre todo el mundo, una vez abolidas esas contribuciones, todo el mundo gozará de más comodidades, y el bienestar de todos es el que alimenta el trabajo de cada uno.
¡Perdónenme si me detengo aún en esta demostración; tan grande es mi deseo de verlos del partido del libre cambio!
En Francia los capitales empleados por la industria producen, por ejemplo, un 5% de utilidades; pero he aquí que Mondor tiene en una máquina 100,000 francos que le dejan 5% de pérdidas; entre la pérdida y la ganancia la diferencia es de 10,000 francos: ¿qué se hace? Muy solapadamente se reparte entre ustedes un impuesto de 10,000 francos, que se dan a Mondor; no se nota, porque el asunto está disfrazado muy hábilmente. No es el colector el que viene a pedirles su cuota del impuesto, sino que se la pagan a Mondor, herrero, cada vez que compras tus hachas, tus cucharas (de albañil) tus cepillos. Después les dice: Si no pagáis ese impuesto, Mondor no dará trabajo a sus obreros: Juan y Pedro quedarán sin tarea. ¡Por vida de!... Si se les perdonara el impuesto, ¿no se darán trabajo ustedes mismos, y lo que es más, por su propia cuenta. Además, no teman; cuando Mondor no tenga ya esa almohada del suplemento de precio por medio del impuesto, se ingeniará para convertir su pérdida en beneficios, Juan y Pedro no serán despedidos. Entonces todo será provecho para todos.
Insistirán tal vez diciendo: ”Comprendemos que después de la reforma habrá en general más trabajo que antes; pero entre tanto Juan y Pedro se quedarán en la calle”. A lo respondo:
1. Cuando el trabajo no cambia de destino sino para aumentar, el hombre que tiene corazón y brazos, no queda mucho tiempo en la calle;
2. No hay obstáculo alguno para que el Estado reserve algunos fondos para impedir en la transición cesaciones de trabajo que yo no preveo;
3. En fin, si para salir de un pantano y entrar en un estado mejor para todos y sobre todo más justo, es absolutamente necesario arrostrar algunos instantes penosos, los obreros están prontos a ello, o yo les conozco mal. Quiera Dios que suceda lo mismo con los empresarios!
¡Pues qué! ¿Por qué son obreros no son inteligentes y morales?
Parece que sus pretendidos amigos lo olvidan. ¿No es sorprendente que traten en su presencia semejante cuestión, hablando de salarios e intereses, sin siquiera pronunciar la palabra justicia? Saben, sin embargo, que la restricción es injusta: ¿por qué, pues, no tienen valor para manifestároslo y deciros: “Obreros, en el país prevalece una iniquidad; pero les trae provecho; es preciso sostenerla” ¿Por qué? Porque saben que responderían: ”No”.
Pero no es cierto que esta iniquidad les traiga provecho. Préstenme todavía atención por algunos momentos, y juzgaran ustedes mismos.
¿Qué se protege en Francia? Las cosas que se hacen por grandes empresarios en grandes máquinas, el hierro, el carbón de piedra, el paño, los tejidos y se dice que esto no se hace en favor de los empresarios, sino en el de ustedes. Sin embargo, cada vez que el trabajo extranjero se presenta en nuestro mercado bajo una forma tal que pueda hacerles daño, pero que favorezca a los grandes empresarios ¿no se le deja entrar? ¿No hay en París treinta mil alemanes que hacen casacas y zapatos? ¿Por qué se les deja establecerse a su lado, al mismo tiempo que se rechaza al paño? Porque el paño se hace en grandes máquinas, que pertenecen a fabricantes legisladores, y las casacas se hacen por los obreros en su cuarto. Esos señores no quieren concurrencia para convertir la lana en paño, porque ese es su oficio; pero la admiten para convertir el paño en casacas, porque este es el de ustedes.
Cuando se han hecho los caminos de hierro, se han rechazado los carriles ingleses; pero se han hecho venir obreros ingleses. ¿Por qué? ¡Oh! eso es muy sencillo; porque los carriles ingleses hacen concurrencia a las grandes máquinas, al paso que los brazos ingleses no la hacen sino a sus brazos.
Nosotros no pedimos que se rechacen los sastres alemanes y los peones ingleses; pedimos que se dejen entrar los paños y los carriles: pedimos justicia para todos, igualdad para todos ante la ley!
Es una burla venir a decirnos que la restricción aduanera tiene por objeto su utilidad. Sastres, zapateros, carpinteros, ebanistas, albañiles, herrero, mercaderes, bodegueros, relojeros, carniceros, panaderos, tapiceros, modistas: les desafío a que me citen un sólo caso en que la restricción les aproveche, y cuando quieran, les citaré cuatro en que les daña.
Y en resumen, vean cuan inverosímil es la abnegación que sus diarios atribuyen a los monopolizadores: creo que se puede llamar tasa natural de los salarios a la que se establecería naturalmente bajo el régimen de la libertad. Cuando se les dice, pues, que la restricción les aprovecha, es lo mismo que si se les dijese que añade un excedente a sus salarios naturales; y como un excedente extra-natural de salario debe tomarse de alguna parte, porque no cae de las nubes, es claro que debe tomarse de aquellos que le pagan. Se ven, pues, conducidos a esta conclusión, según sus pretendidos amigos: que el régimen protector ha sido creado y puesto en práctica para que los capitalistas fuesen sacrificados a los obreros. Digan, ¿es eso probable?
¿Quién les ha consultado? ¿De dónde les ha venido la idea de establecer el régimen protector?
Les oigo contestarme: no somos nosotros los que le hemos establecido. Los capitalistas son los que lo han arreglado.
¡Por el Dios que está en el cielo, se hallaban en buena disposición ese día! ¡Qué! los capitalistas han hecho la ley, han establecido el régimen prohibitivo, y eso para que vosotros, obreros, sacarais provecho a sus expensas! Pero he aquí que sus pretendidos amigos dicen que los capitalistas, al obrar de ese modo, se han despojado a sí mismos sin estar obligados a hacerlo, para enriquécelos, sin que tuvieran derecho para ello! No quiera Dios que este trabajo produzca el efecto de hacer brotar en su corazón gérmenes de odio contra las clases ricas. Si intereses mal entendidos o sinceramente alarmados sostienen todavía el monopolio, no olvidemos que este tiene su raíz en errores que son comunes a los capitalistas y a los obreros. Lejos, pues, de excitar a los unos contra los otros, trabajemos por hermanarlos. Y ¿qué es preciso hacer para conseguirlo? Basta dejar que las tendencias sociales sigan su curso natural, separar los obstáculos artificiales que obstruyan sus efectos, y dejar que las relaciones entre las diversas clases de la sociedad se establezcan sobre el principio de la justicia
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