Breve "biografía del agro” peruano, por el historiador Fernando Armas Asín.
EL DESTINO DE LA TIERRA
“Fiesta en la hacienda la Angostura”, 1929 – Nótese la distribución de los trabajadores, abajo, en contraste con el gamonal, su familia y amigos en los balcones.
A la luz de los sucesos del siglo XX, uno podría pensar que la cuestión de la propiedad agraria, con todas sus trancas y barrancas, es cosa de nuestra historia reciente. Pero el cuento, en realidad, es viejo como el andar a pie, y tiene todos los elementos de suspenso (y toda la burocracia) que caracteriza a nuestra historia. Que es lo que muestra, precisamente, esta suerte de “breve biografía del agro”, a cargo del historiador Fernando Armas Asín.
ESCRIBE: FERNANDO ARMAS ASÍN
FOTO: MARTÍN CHAMBI / LUNWERG EDITORES
FOTO: MARTÍN CHAMBI / LUNWERG EDITORES
Es tal el caos narrativo en el que uno termina al contar la historia de la propiedad agraria en el Perú, que el solo referirse al tema ya resulta difícil. Para empezar, nadie sabe con certeza en qué época situar el primer momento, ya que sigue habiendo mucha polémica acerca de si lo que hoy entendemos por propiedad –”bien sobre el cual se ejerce disposición, uso y usufructo”– vale también para los tiempos prehispánicos. Es una verdad a ciegas que los indígenas cultivaban los suelos y se beneficiaban de sus frutos, pero lo que no resulta claro es a quién pertenecían: si a los señores, a las etnias, a los seres sagrados o a todos ellos combinados. Más bien habría que remontarse a la llegada de los españoles, en el siglo XVI, para empezar a hablar de la propiedad en el sentido al que estamos acostumbrados.
La caída de la población indígena de un lado, y el permanente asentamiento de la hispana del otro, permitieron una recomposición en el acceso a las tierras, ya fuera que se les repartiera entre los vecinos a través de la fundación de ciudades, o que fueran entregadas a algunos a manera de premios o “mercedes” por sus méritos. También a los indígenas asentados en comunidades se les repartía tierras (es el caso de las famosas reducciones que el virrey Toledo aplicó hacia la década de 1570). En cualquier caso, quien se encargaba de esto era el Rey, a quien pertenecían (teóricamente, al menos) todas las tierras y también las aguas. Pero él estaba lejos, y como sobraba más de lo que se repartía, no pasó mucho antes de que las tierras disponibles fueran invadidas por españoles, criollos, mestizos e indígenas que querían sacarles provecho. ¿Y qué se hizo? Pues el Estado, que tarda pero concede (igual que ahora), creó las composiciones de tierras: campañas periódicas que permitían a los agricultores -grandes y pequeños- obtener el título de propiedad a cambio de un pago a la Corona. Claro que no todos pasaron por este proceso para obtener dicho título (otro aspecto en el que las cosas no han cambiado mucho), y las composiciones existieron por tres largos siglos.
Esquematizando un poco el panorama, diríamos que a fines de la época colonial había tierras bajo control de las corporaciones llamadas de “manos muertas” –la Iglesia, comunidades de indios, municipios, gremios, etc.- y tierras individuales. No nos olvidemos que estamos en una época de Antiguo Régimen y el concepto de propiedad, tampoco es que se parezca tanto al que hoy conocemos. La tierra permanecía vinculada por generaciones a estas corporaciones o a las familias nobles existentes, y no se podían vender -por eso se decía que eran de manos muertas-. El mercado de compra y venta de tierras era muy reducido.
“Q’Orilasos de Chumbivilcas”, 1944 – El hacendado, luciendo su mejor traje, de pie entre los trabajadores en el transcurso de una festividad
Algo hizo la corona para aliviarlo –y aliviarse- con la confiscación y venta de los bienes de los jesuitas, que tenían varias haciendas en la costa. Y, tras la independencia (1821), nuestro Estado hizo lo mismo con muchas haciendas de españoles. A los primeros no se les dio nada, salvo su manutención, y a los segundos se les expropió pagándoles de diversas formas, aunque algunas deudas no pasaron del limbo legal. Por esos años, políticos -ilustrados primero y liberales después- alzaron la bandera para liberalizar el campo del dominio de las manos muertas. Así empezó una política que llegaría hasta inicios del siglo XX: se permitió la compra-venta de tierras sin trabas, y la tierra –así como el agua- se convirtió en enajenable, en simple mercancía transable. Se eliminaron las vinculaciones y nació la noción moderna de propiedad que hoy conocemos. En el camino, la Iglesia, municipios, beneficencias y por cierto, muchas comunidades indígenas, tuvieron que ir cediendo poco a poco sus tierras a modernos empresarios que se hicieron cargo de estas. Algunos obtuvieron las tierras de forma legal y otros apelaron a la tradición de los hechos consumados. En algunos casos se pagaba al Estado por hacerse con el bien y este daba bonos a los anteriores titulares. Se generó una deuda –proceso conocido como desamortización- que los gobiernos tardaron años en pagar (¿les suena a algo?).
“Novia en la mansión de los Montes”, 1930 –La presencia casi imperceptible del sirviente en las sombras, frente a la luminosidad que rodea a la novia, ha hecho que se escriban numerosos enstudios en torno a esta fotografía.
Aparece pues, desde la época del guano hasta inicios del siglo XX, una nueva generación de propietarios enriquecidos, algunos de ellos extranjeros y otros criollos, junto a muchos mestizos en diversas regiones del país. Surgen la oligarquía y los gamonales serranos.
Pero una nueva transformación en la propiedad agraria empezó a mediados del siglo XX con la ampliación de la frontera agrícola –en la costa y en los valles de la selva alta- mientras que la formación de un mercado interno nacional transformó varias regiones serranas –J.M. Caballero lo estudió muy bien para la década de 1960-. Las reformas agrarias –que fueron tres, por si acaso- aceleraron el final del proceso. Y pasada la última reforma agraria (1969), surgiría lentamente un nuevo sector de propietarios y propiedades. La gran mayoría de cooperativas pronto parcelaron sus tierras entre sus propios socios, primero de forma ilegal –para variar- y sólo desde 1980 (decreto legislativo 02) de forma legal. Las nuevas tierras de la selva alta, la parcelación y el proceso de reingreso de empresas medianas y grandes al agro desde la década de 1990, marcan el nuevo tiempo. Aunque por más que haya reconcentración de tierras en ciertos valles, la tenencia agraria nacional está conformada sobre todo de minifundios, como lo indica el último censo agropecuario.
“Cosecha de té en la hacienda Amaibamba”, 1944 – Como resultado de los complejos procesos históricos que atravesó la propiedad agraria, la distribución del trabajo podía variar enormemente de una hacienda a otra.
Ya se sabe qué le sucedió a la deuda contraída por el Estado tras la reforma agraria del gobierno de Velasco: la misma suerte que a las deudas del siglo XIX. El gobierno militar cumplió con entregar bonos –consumando la expropiación- y los papeles se pagaron puntualmente, pero en la década de 1980 se dejó de hacer. Los bonos son de libre titularidad y muchos de ellos pasaron de mano en mano. En el 2001, el Tribunal Constitucional, reconoció la deuda pendiente y ahora se ha mandado atenderla. ¿Realmente se cerrará otra etapa de esta azarosa vida de nuestro agro?
Fuente: Revista Velaverde. 13 de septiembre del 2013.
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