CÓMO LLEGÓ KEYNES A ESTADOS UNIDOS
     
John Kenneth Galbraith*
      
*Publicado en Economics, peace and laughter, Boston, Houghton Mifflin, 1971. Esta traducción, de Alberto Supelano, se basa en la versión tomada de Andrea D. Williams, The essential Galbraith, de la misma casa editora, y se publica con las autorizaciones correspondientes.
Fecha de   recepción: 14 de marzo de 2014, fecha de aceptación: 25 de abril   de 2014.
 
El libro   sobre política económica y social más influyente de este   siglo, La teoría general del empleo, el interés y el dinero, de John Maynard Keynes, se publicó en Inglaterra y Estados Unidos en   1936. En Estados Unidos después se publicó una edición de   bolsillo; el New York Times descubrió, quizá con   vergüenza, que no había reseñado la edición original   y me pidió este comentario. Las pocas personas que aprovecharon esta   oportunidad sin duda sintieron curiosidad por saber cuál era la   razón de la influencia del libro; aunque conscientes de su propia   inteligencia, no podían leerlo. Se preguntaron entonces cómo   había convencido a tantas otras personas, no todas las cuales eran menos   agudas o diligentes.
Creo que estoy escribiendo un libro de   teoría económica que revolucionará la manera de pensar los   problemas económicos; supongo que no en seguida, sino en el curso de los   próximos diez años. Carta de John M. Keynes a George B. Shaw, 1.o de enero de 1935
Según   la opinión común, aunque no universal, la revolución   keynesiana fue uno de los grandes logros modernos en diseño social. Puso   freno al marxismo en los países avanzados. Llevó a un nivel de   desempeño económico que inspiró panegíricos de   banalidad sin igual entre los conservadores amargados. Pero los responsables no   recibieron honores sino oprobio. Durante mucho tiempo, ser conocido como   keynesiano activo despertaba la ira de quienes equiparaban el progreso social   con la subversión, y los afectados desarrollaron el hábito de la   reticencia. Una consecuencia adicional es que la historia de esta   revolución ha sido quizá la historia peor contada de nuestra   época.
Es hora de   que conozcamos mejor esa parte de nuestra historia y de quienes la hicieron, y   este es un breve pasaje de esa historia. Gran parte de ella se refiere a la   ilegibilidad, casi única, de La teoría general ya la   necesidad de traducir y explicar sus ideas a los funcionarios del gobierno, a   los estudiantes y al público en general. 
Como Mesías, John Maynard Keynes dependió profundamente de sus profetas.
Como Mesías, John Maynard Keynes dependió profundamente de sus profetas.
La Teoría general apareció en el sexto año de la Gran   Depresión, cuando Keynes tenía cincuenta y tres años. 
En ese tiempo, Keynes, igual que Churchill, su gran contemporáneo, era considerado demasiado sincero y poco confiable. Los funcionarios públicos no siempre admiran a los hombres que dicen cuál debería ser la política correcta.
Lo que necesitan, sobre todo en asuntos exteriores, son hombres que encuentren razones convincentes para una política equivocada.
Keynes previó las graves dificultades de las cláusulas de reparaciones del tratado de Versalles, y las expuso en Las consecuencias económicas de la paz, donde quizá exageró sus argumentos y fue injusto con Woodrow Wilson, aunque no obstante presentó la que resultó ser una visión más clara de los desastres económicos de posguerra que la que hubieran querido hombres más sensibles a las razones de Estado.
En ese tiempo, Keynes, igual que Churchill, su gran contemporáneo, era considerado demasiado sincero y poco confiable. Los funcionarios públicos no siempre admiran a los hombres que dicen cuál debería ser la política correcta.
Lo que necesitan, sobre todo en asuntos exteriores, son hombres que encuentren razones convincentes para una política equivocada.
Keynes previó las graves dificultades de las cláusulas de reparaciones del tratado de Versalles, y las expuso en Las consecuencias económicas de la paz, donde quizá exageró sus argumentos y fue injusto con Woodrow Wilson, aunque no obstante presentó la que resultó ser una visión más clara de los desastres económicos de posguerra que la que hubieran querido hombres más sensibles a las razones de Estado.
En otro   libro, de finales de los años veinte, mostró igual falta de tacto   hacia quienes incitaban a un desempleo masivo en Gran Bretaña para que   la libra esterlina volviera a la paridad con el dólar anterior a la   guerra, con el patrón oro. El hombre inmediatamente responsable de este   esfuerzo, una voz muy ortodoxa en los asuntos económicos de la   época, era el entonces Canciller del Tesoro, Winston Churchill, y el   libro se tituló Las consecuencias económicas de Mr. Churchill.
Entre 1920   y 1940, Keynes era buscado por los estudiantes e intelectuales en Cambridge y   Londres, era bien conocido en los círculos teatrales y artísticos   londinenses, dirigió una compañía de seguros, ganó   y a veces perdió montones de dinero, y fue un periodista influyente.   Pero no era realmente confiable en asuntos públicos. El gran sindicato   que identifica la confiabilidad con el conformismo lo mantuvo apartado.
Entonces llegó la Depresión. Había mucho desempleo y mucho sufrimiento. Incluso los hombres respetables fueron a la quiebra. Era necesario, aunque desagradable, escuchar a los hombres sinceros que tenían algo que decir sobre la manera de remediarla. Escuchar es el terrible castigo que los dioses reservan a los estadistas de épocas más prósperas.
Entonces llegó la Depresión. Había mucho desempleo y mucho sufrimiento. Incluso los hombres respetables fueron a la quiebra. Era necesario, aunque desagradable, escuchar a los hombres sinceros que tenían algo que decir sobre la manera de remediarla. Escuchar es el terrible castigo que los dioses reservan a los estadistas de épocas más prósperas.
Un indicio   de cuán lejos llegó la revolución keynesiana es que la   tesis central de La teoría general hoy suena a lugar   común.
Hasta que el libro apareció, los economistas de tradición clásica (o no socialista) suponían que la economía, dejada a sí misma, encontraría el equilibrio de pleno empleo. Habría aumentos o reducciones de los salarios y de las tasas de interés cuando fuese necesario para conseguir ese agradable resultado.
Si los hombres estaban sin empleo, sus salarios bajarían en relación con los precios. Con salarios más bajos y márgenes más altos, sería rentable emplear a aquellos cuyo trabajo no daba antes un rendimiento adecuado. De eso se deducía que las medidas para mantener salarios artificialmente altos, como resultado de los esfuerzos imprudentes de los sindicatos (según se decía), causarían desempleo. Se juzgaba que esos esfuerzos eran, de hecho, la principal causa del desempleo.
Hasta que el libro apareció, los economistas de tradición clásica (o no socialista) suponían que la economía, dejada a sí misma, encontraría el equilibrio de pleno empleo. Habría aumentos o reducciones de los salarios y de las tasas de interés cuando fuese necesario para conseguir ese agradable resultado.
Si los hombres estaban sin empleo, sus salarios bajarían en relación con los precios. Con salarios más bajos y márgenes más altos, sería rentable emplear a aquellos cuyo trabajo no daba antes un rendimiento adecuado. De eso se deducía que las medidas para mantener salarios artificialmente altos, como resultado de los esfuerzos imprudentes de los sindicatos (según se decía), causarían desempleo. Se juzgaba que esos esfuerzos eran, de hecho, la principal causa del desempleo.
Las variaciones   de las tasas de interés jugaban un papel complementario asegurando que   finalmente se gastara todo el ingreso.
Así, cuando la gente por alguna razón decidiera aumentar sus ahorros, disminuirían las tasas de interés de la ahora abundante oferta de fondos prestables. Esto llevaría, a su vez, a un aumento de la inversión. El gasto adicional en bienes de inversión compensaría la reducción del gasto de los consumidores más frugales. De ese modo se evitaba que las variaciones de los gastos del consumidor o de las decisiones de inversión ocasionaran variaciones del gasto total que llevarían al desempleo.
Así, cuando la gente por alguna razón decidiera aumentar sus ahorros, disminuirían las tasas de interés de la ahora abundante oferta de fondos prestables. Esto llevaría, a su vez, a un aumento de la inversión. El gasto adicional en bienes de inversión compensaría la reducción del gasto de los consumidores más frugales. De ese modo se evitaba que las variaciones de los gastos del consumidor o de las decisiones de inversión ocasionaran variaciones del gasto total que llevarían al desempleo.
Keynes   argumentó que ni las variaciones de los salarios ni los cambios de la   tasa de interés producían necesariamente este efecto beneficioso.   Centró su atención en el poder de compra total de la   economía; lo que los estudiantes de primer semestre hoy aprenden a   llamar demanda agregada. Las reducciones de salarios podían no aumentar   el empleo; junto con otros cambios, podían simplemente reducir la   demanda agregada. Y sostenía que el interés no era el precio que   se paga a la gente por ahorrar sino el precio que obtiene por intercambiar   tenencias de dinero en efectivo o su equivalente, su preferencia normal en   materia de activos, por formas de inversión menos líquidas. Y que   era difícil disminuir el interés más allá de cierto   nivel. Por tanto, si la gente buscaba ahorrar más, eso no significaba   necesariamente tasas de interés más bajas y una mayor inversión   resultante. En cambio, la demanda total de bienes podía disminuir, junto   con el empleo y la inversión, hasta que el ahorro volviera a concordar   con la inversión por la presión de las dificultades que   habían reducido el ahorro en favor del consumo. La economía encontraría   su equilibrio, no de pleno empleo sino con una proporción de desempleo   no especificada.
De este   diagnóstico se derivaba el remedio: restituir la demanda agregada al   nivel en que todos los trabajadores dispuestos tuvieran empleo; y esto se   podía lograr complementando el gasto privado con gasto público.   Esa debería ser la política cuando las intenciones de ahorrar   superaran a las intenciones de invertir. Puesto que el gasto público no   cumpliría este papel compensador si hubiese impuestos de   compensación (que son una forma de ahorro), el gasto público se   debía financiar con crédito, incurriendo en un déficit.   Esto resume a Keynes, si se pudiese condensar en dos párrafos. La     teoría general es más difícil; son casi 400   páginas, algunas de ellas de fascinante oscuridad.
Antes de   publicar La teoría general, Keynes presentó sus ideas   directamente al presidente Roosevelt, sobre todo en una famosa carta al New     York Times del 31 de diciembre de 1933: 
"Hago mucho énfasis en el aumento del poder de compra nacional resultante del gasto del gobierno financiado con préstamos".
Y visitó a Roosevelt en el verano de 1934 para exponer su tesis, aunque la sesión no fue un gran éxito; en la reunión cada uno planteó sus dudas sobre el sentido común del otro.
"Hago mucho énfasis en el aumento del poder de compra nacional resultante del gasto del gobierno financiado con préstamos".
Y visitó a Roosevelt en el verano de 1934 para exponer su tesis, aunque la sesión no fue un gran éxito; en la reunión cada uno planteó sus dudas sobre el sentido común del otro.
Entre   tanto, dos funcionarios clave de Washington, Marriner Eccles, el muy competente   banquero de Utah, que llegaría a ser jefe de la Junta de Reserva   Federal, y Lauchlin Currie, un reciente profesor de Harvard que era su director   adjunto de investigaciones y luego consejero económico de Roosevelt (y,   aún más tarde, destacada víctima de la persecución   de McCarthy), habían llegado por su cuenta a conclusiones similares a   las de Keynes sobre la orientación apropiada de la política   fiscal. Cuando La teoría general apareció, ambos la   interpretaron como una confirmación de la orientación que   habían propuesto. Currie, brillante economista y profesor, era   también un calificado e influyente intérprete de las ideas en la   comunidad de Washington. No es frecuente que nuevas e importantes ideas sobre   la economía entren a un Gobierno por medio de su banco central. Nadie   debería inquietarse. No existe el más leve indicio de que alguna   vez volverá a suceder1. 
Paralelamente   a la obra de Keynes de los años treinta y rivalizando en importancia, aunque   no en fama, apareció la de Kuznets y un grupo de jóvenes   economistas y estadísticos de la Universidad de Pennsylvania, de la   Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER) y del   Departamento de Comercio de Estados Unidos, que desarrollaron desde su comienzo   los conceptos hoy familiares de ingreso nacional y producto interno bruto y sus   componentes, y calcularon sus valores. 
Entre esos componentes se incluían el ahorro, la inversión, el ingreso disponible agregado y las demás magnitudes de las que hablaba Keynes. Como resultado, los que traducían las ideas de Keynes en acciones ahora podían saber no solo lo que había que hacer sino también cuánto. Y muchos que nunca habían sido convencidos por las abstracciones keynesianas fueron obligados a creer por las cifras concretas de Kuznets y de sus imaginativos colegas.
Entre esos componentes se incluían el ahorro, la inversión, el ingreso disponible agregado y las demás magnitudes de las que hablaba Keynes. Como resultado, los que traducían las ideas de Keynes en acciones ahora podían saber no solo lo que había que hacer sino también cuánto. Y muchos que nunca habían sido convencidos por las abstracciones keynesianas fueron obligados a creer por las cifras concretas de Kuznets y de sus imaginativos colegas.
Sin   embargo, la trompeta que sonaba en Cambridge, Inglaterra –si la   metáfora es permisible para este libro particular-, se escuchó   más claramente en Cambridge, Massachusetts. Harvard fue la principal   vía de entrada de las ideas de Keynes a Estados Unidos. Los   conservadores se preocupan porque las universidades son centros de innovaciones   inquietantes. Sus temores pueden ser exagerados pero así ocurrió.
A finales   de los años treinta, Harvard tenía una gran comunidad de   jóvenes economistas, muchos de los cuales se mantenían   allí debido a la escasez de empleos que Keynes buscaba remediar.   Tenían la confianza, normal a su edad, en su capacidad para rehacer el mundo   y, a diferencia de generaciones menos afortunadas, la oportunidad.   También tenían indicios ocupacionales de lo que se necesitaba. El   desempleo masivo persistía año a año. Era degradante   seguir diciendo a los jóvenes que esta no era más que una   desviación temporal de la regla del pleno empleo y que lo único   que se necesitaba era conseguir las reducciones de salarios necesarias.
Paul   Samuelson, que después enseñó economía a toda una   generación y que casi desde el comienzo fue reconocido como líder   de la joven comunidad keynesiana, comparó el entusiasmo de los   jóvenes economistas, cuando apareció el libro de Keynes, con el   de Keats cuando leyó por primera vez el Homero de Chapman.   Algunos se preguntarán si los economistas son capaces de una   emoción tan refinada, pero lo cierto es que el efecto fue grande.   Allí estaba el remedio para el desespero que se veía desde los   patios de Harvard. No era derrocar el sistema sino salvarlo. 
Para el que no era revolucionario parecía demasiado bueno para ser verdad. Para el revolucionario ocasional era verdad.
La vieja economía se enseñaba en el día, pero en la noche, y casi todas las noches desde 1936 en adelante, casi todos los miembros de la comunidad de Harvard discutían a Keynes.
Para el que no era revolucionario parecía demasiado bueno para ser verdad. Para el revolucionario ocasional era verdad.
La vieja economía se enseñaba en el día, pero en la noche, y casi todas las noches desde 1936 en adelante, casi todos los miembros de la comunidad de Harvard discutían a Keynes.
Esta   podría haber seguido siendo una discusión académica.   Así como la Biblia y Marx, la oscuridad estimulaba el debate abstracto. 
Pero en   1938, los instintos prácticos que a veces los economistas logran   reprimir fueron catalizados por la llegada de Alvin H. Hansen a Cambridge,   desde Minnesota. Entonces tenía unos cincuenta años, era un buen   profesor y un colega popular. Pero, sobre todo, era un hombre para el que las   ideas económicas no se podían separar del uso.
La   mayoría de los economistas de reputación bien establecida   rechazaban a Keynes.
Ante la opción de cambiar de manera de pensar o demostrar que no hay necesidad de cambiar, casi todos optan por la segunda opción. Así sucedió entonces.
Hansen tenía buena reputación y optó por cambiar su manera de pensar. Aunque había criticado severamente algunas proposiciones centrales del Tratado del dinero, una obra inmediatamente anterior, y al comienzo mostró poco entusiasmo por La teoría general, muy pronto quedó convencido de la importancia de Keynes.
Ante la opción de cambiar de manera de pensar o demostrar que no hay necesidad de cambiar, casi todos optan por la segunda opción. Así sucedió entonces.
Hansen tenía buena reputación y optó por cambiar su manera de pensar. Aunque había criticado severamente algunas proposiciones centrales del Tratado del dinero, una obra inmediatamente anterior, y al comienzo mostró poco entusiasmo por La teoría general, muy pronto quedó convencido de la importancia de Keynes.
Empezó   a exponer las ideas en libros, artículos y conferencias, y a aplicarlas   en el contexto estadounidense. Persuadió a sus estudiantes y a sus   colegas más jóvenes de que no solo debían entender esas   ideas, sino lograr que otros las entendieran y después pasar a la   acción. Sin buscarlo o ser muy consciente del hecho, se convirtió   en líder de una cruzada. A finales de los años treinta, el   seminario de Hansen en la nueva Escuela Superior de Administración   Pública de Harvard era visitado regularmente por autoridades de   política de Washington. A menudo los estudiantes llenaban los pasillos.   Se sentía que era lo más importante que estaba ocurriendo en el   país, y quizás así haya sido.
De   regreso, los funcionarios llevaban a Washington las ideas de Hansen y,   quizá aún más, su sentido de convicción. Con el   tiempo, hubo también una fuerte migración de sus estudiantes y   jóvenes colegas a la capital. Entre muchos otros, Richard Gilbert,   después principal arquitecto del desarrollo económico del   Pakistán, y que era confidente de Harry Hopkins; Richard Musgrave, después   en Princeton y otras universidades, que volvió a Harvard y aplicó   las ideas de Keynes y Hansen al sistema fiscal; Alan Sweezy, del Instituto de   Tecnología de California, que fue a la Reserva Federal y a la WPA (Works   Progress Administration); George Jaszi, que fue al Departamento de Comercio; G.   Griffith Johnson, que se desempeñó en la Tesorería, la   Junta de Seguridad Nacional y la Casa Blanca; y Walter Salant, después   en la Brookings Institution, quien tuvo cargos influyentes en varias agencias   federales. Keynes escribió con admiración sobre este grupo de   jóvenes discípulos de Washington.
Las   discusiones, que empezaron en Cambridge, durante los años de guerra   continuaron en Washington, donde entonces se desempeñaban muchos de los   primeros participantes. Uno de los más destacados, amigo íntimo   de Hansen pero sin otra relación con el grupo de Harvard, era Gerhard   Colm, de la Oficina del Presupuesto. Colm, refugiado alemán, hizo la   transición de un cargo influyente en Alemania a uno de gran   responsabilidad en el gobierno de Estados Unidos en un lapso de cinco   años. Tuvo un importante papel en la traducción de las   proposiciones keynesianas a cálculos viables de costos y cantidades. La   política keynesiana llegó a ser esencial en lo que se   llamó planificación de posguerra y en los planes para evitar la   reaparición del desempleo masivo.
Mientras   tanto, otros se dirigían a una audiencia más amplia. Seymour   Harris, otro colega de Hansen y uno de los primeros conversos, se   convirtió en el exponente más prolífico de las ideas de Keynes   antes de llegar a ser uno de los académicos más prolíficos   de los tiempos modernos. Publicó media docena de libros sobre Keynes y   sintetizó sus ideas en centenares de cartas, discursos, memorandos,   declaraciones en el Congreso y artículos. El profesor Samuelson, ya   mencionado, plasmó las ideas keynesianas en el que llegó a ser el   texto de economía más influyente después de la   última gran exposición del sistema clásico, de Alfred   Marshall. Lloyd Metzler, de la Universidad de Chicago, aplicó el sistema   keynesiano al comercio internacional. Lloyd G. Reynolds reunió un   talentoso grupo de jóvenes economistas en Yale e hizo de esta   universidad un importante centro de discusión de las nuevas ideas. 
Pero la   influencia de Harvard no se limitó a Estados Unidos. Casi al mismo   tiempo del arribo de La teoría general a Cambridge,   Massachusetts, llegó también un joven graduado canadiense llamado   Robert Bryce. Recién llegado de Cambridge, Inglaterra, donde   asistió al seminario de Keynes, tenía licencia especial para explicar   lo que Keynes quería decir en sus pasajes más oscuros. Con otros   graduados canadienses, Bryce fue Ottawa, donde ocupó una serie de cargos   importantes hasta llegar a viceministro de Finanzas. Canadá fue   quizá el primer país que se comprometió inequívocamente   con una política económica keynesiana.
Con ayuda   de los académicos keynesianos, algunos hombres de negocios llegaron a   interesarse. Dos industriales de Nueva Inglaterra, Henry S. Dennison, de la   Dennison Manufacturing Company de Framingham, Massachusetts, y Ralph Flanders,   de la Jones and Lamson Machine Company de Springfield, Vermont (más   tarde senador de Estados Unidos por Vermont), contrataron miembros del grupo de   Harvard para que les expusieran sus ideas. Antes de la guerra, las habían   respaldado en un libro, al que también contribuyeron Lincoln Filene, de   Boston, y Morris E. Leeds, de Filadelfia, titulado Hacia el pleno empleo,   apenas más legible pero menos leído que Keynes2. En los últimos años de la guerra, el Comité   de Desarrollo Económico (CED), dirigido en estos asuntos por Franders y   Beardsley Ruml, y de nuevo con la ayuda de los académicos keynesianos,   empezó a evangelizar a la comunidad de los negocios.
En   Washington, durante la guerra, la Asociación de Planeación   Nacional (NPA) fue un centro de discusión académica de las ideas   keynesianas. Al final de la guerra, Hans Christian Sonne, un banquero   imaginativo y liberal de Nueva York, empezó a apoyar a la NPA y a las   ideas keynesianas. Junto al CDE, donde Sonne también tenía   influencia, la NPA se convirtió en un importante instrumento para   explicar la política al público en general. (En el otoño   de 1949, en un ejercicio que combinó la imaginación con una rara   diplomacia, Sonne reunió a una docena de economistas de diferentes   tendencias en Princeton, y los persuadió para que firmaran una   aprobación específica de políticas fiscales keynesianas.   El acuerdo luego fue reportado al Congreso, en sesiones que tuvieron mucha   publicidad, por Arthur Smithies, de Harvard, y Simeon Leland, de Northwestern   University.
En 1946,   diez años después de la publicación de La teoría     general, la Ley de Empleo de ese año le dio al sistema keynesiano un   apoyo matizado pero explícito. Reconocía que, como había   propugnaba Keynes, el paro y el desempleo y la producción insuficientes   respondían ante una política positiva. No decía mucho   sobre las medidas específicas pero afirmaba claramente la   responsabilidad del gobierno federal para actuar de algún modo. El   Consejo de Asesores Económicos se convirtió, a su vez, en una   plataforma para exponer el punto de vista keynesiano sobre la economía y   pronto lo puso en práctica. Leon Keyserling, miembro fundador y   después su presidente, fue un defensor infatigable de esas ideas. Y en   una etapa muy temprana entendió la importancia de ampliarlas para que no   solo abarcaran la prevención de la depresión sino también   el mantenimiento de una tasa adecuada de expansión económica.   Así, la revolución se extendió en solo una década. 
Quienes   abrigan pensamientos de conspiraciones y complots clandestinos se   entristecerán al saber que fue una revolución sin   organización. Todos los que participaron tenían un profundo   sentimiento de responsabilidad personal por las ideas; había una variada   pero profunda urgencia de persuadir. En Washington se tenía la fuerte   impresión de que los cargos económicos clave debían ser   ocupados por personas que entendieran el sistema keynesiano y que estuvieran   dispuestas a trabajar para establecerlo. En la Casa Blanca, Currie   dirigía una oficina informal de reparto de tareas a este respecto. Pero   nadie respondió jamás a planes, órdenes, instrucciones o a   una fuerza distinta de las propias convicciones. Esta fue quizá la   característica más interesante de la revolución   keynesiana.
Sin   embargo, siempre se sospechó que había algo más. Y   había algunos esfuerzos de contrarrevolución. Nadie podía   decir que prefería el desempleo masivo y no a Keynes. E incluso hombres   de talante conservador optaban por esa política cuando entendían   de qué se trataba; algunos solo pedían que se le cambiara de   nombre. El Comité de Desarrollo Económico, aleccionado en   semántica por Ruml, nunca defendió los déficits. Hablaba   más bien de un presupuesto que solo se equilibraría en   condiciones de alto empleo. Quienes objetaban a Keynes también se   veían invariablemente en desventaja porque no habían leído   (y no podían leer) el libro. Era como acusar de pornografía al Kama Sutra original, sin saber sánscrito. Pero cuando se trata de   oponerse al cambio social, hay hombres capaces de superar cualquier desventaja.
Como   correspondía, el principal objeto de atención era Harvard y no   Washington. En los años cincuenta, un grupo de egresados maduros   creó una organización llamada Veritas Foundation y   financió un libro titulado Keynes en Harvard, que   descubrió que "Harvard era la plataforma de lanzamiento del cohete   keynesiano en Estados Unidos". Pero después invalidó esta   plausible proposición identificando el keynesianismo con el socialismo,   el socialismo fabiano, el marxismo, el comunismo, el fascismo e incluso con el   incesto literario, término que daba a entender que un keynesiano siempre   reseñaba las obras de otro keynesiano3.   Como tantos otros en situaciones similares, los autores sacrificaron sus   posibilidades de credibilidad escribiendo no para el público sino para   quienes pagaban la factura. La universidad se mantuvo imperturbable y el   público tristemente indiferente. El libro siguió circulando   durante largo tiempo entre las franjas más reflexivas de la conservadora   John Birch Society.
Un asunto   menos trivial fue el de un grupo de egresados más influyente que   presionó para que se investigara al Departamento de Economía,   usando como instrumento al Comité de Inspección que revisa   anualmente la labor del Departamento en nombre de las Juntas de Gobierno. La   revolución keynesiana pertenece a nuestra historia; por ello, merece   esta investigación.
Esa   investigación fue dirigida por Clarence Randall, en ese entonces ligado   indebidamente a la dirección de la Island Steel Company, con el apoyo de   Sinclair Weeks, importante fabricante de cremalleras, ex senador y tetrarca del   ala derecha del Partido Republicano en Massachusetts. Naturalmente, el   Comité descubrió que Keynes ejercía, de hecho, una influencia   nociva en la mentalidad económica de Harvard, y que el Departamento de   Economía se inclinaba a su favor. Como siempre, los investigadores, con   una o dos posibles excepciones, tenían la desventaja de no haber   leído el libro y, por tanto, no sabían qué atacaban. El   Departamento, incluidos los miembros más escépticos del   análisis de Keynes -ninguno lo aceptaba del todo, y algunos no mucho-,   rechazaron por unanimidad las conclusiones del Comité. 
Así lo hizo el presidente, James Bryant Conant, en uno de sus últimos actos oficiales antes de ocupar el cargo de Alto Comisionado en Alemania en 1953. Como consecuencia de esta controversia hubo mucha inquina entre el Departamento y sus críticos.
Así lo hizo el presidente, James Bryant Conant, en uno de sus últimos actos oficiales antes de ocupar el cargo de Alto Comisionado en Alemania en 1953. Como consecuencia de esta controversia hubo mucha inquina entre el Departamento y sus críticos.
En los   años siguientes hubo más discusiones sobre el papel de Keynes en   Harvard y otros asuntos relacionados. Pero se hicieron cada vez más   amables, porque los investigadores originales se vieron atrapados por uno de   esos fascinantes y paradójicos cambios de que está repleta la   historia de la revolución keynesiana (y quizá de todas las   demás). Poco después de que el Comité llegara a su   inquietante conclusión, llegó al poder la Administración   Eisenhower.
Mr.   Randall se convirtió entonces en asistente y asesor de la Presidencia.   Mr. Weeks fue nombrado secretario de Comercio, y casi inmediatamente se   ocupó del despido del jefe de la Oficina de Normas por la   cuestión de la eficacia de las sales de Glauber como aditivo de las   baterías. Habiendo arriesgado su prestigio en la lucha contra los   científicos e ingenieros de la nación por la cuestión de   si una batería podía mejorar añadiéndole un laxante   (como dijo Bernard DeVoto), no se podía esperar que Mr. Weeks mantuviera   abierto otro frente contra los economistas de Harvard. Pero lo que era   aún peor, él y Mr. Randall estaban asumiendo una fuerte carga contingente   por las políticas de la Administración Eisenhower. Y estas, tan   pronto se desarrollaron, tenían un tono keynesiano casi tan fuerte como   el del Departamento de Harvard.
El primer   presidente del Consejo de Asesores Económicos del presidente Eisenhower   fue Arthur F. Burns, de la Universidad de Columbia y del NBER (y después   consejero y presidente de la Junta de la Reserva Federal bajo Richard Nixon).   Mr. Burns tenía credenciales como crítico de Keynes. Hombre   respetable y algo anticuado, Burns redactó la introducción al   informe anual del NBER de 1946,titulada "La investigación   económica y el pensamiento keynesiano de nuestro tiempo", donde   hizo su propia interpretación crítica del equilibrio con   desempleo keynesiano y concluyó, quizá con acritud, que   "los impresionantes planes de acción del gobierno basados en la   teoría del equilibrio de Keynes se deben ver con escepticismo".   Alvin Hansen replicó enérgicamente.
Pero   aunque Burns consideraba a Keynes con escepticismo, veía con   antipatía las recesiones (incluidas aquellas de las que se le   podía considerar responsable). En su informe de 1955, como presidente   del Consejo de Asesores Económicos, dijo: "Las políticas   presupuestales pueden contribuir al objetivo de máxima producción   asignando prudentemente los recursos, primero, entre usos privados y     públicos; y segundo, entre diversos programas del gobierno"   (las cursivas son mías). Si Keynes hubiese leído cuidadosamente   estas palabras -acción del gobierno para decidir entre gastos privado y   público- habría aplaudido fuertemente. Y, de hecho, un vocero de   la Asociación Nacional de Fabricantes dijo al Comité   Económico Conjunto que apuntaban "directamente a la   economía planificada y, en últimas, a la economía socializada". 
Después   de la salida de Burns, la Administración Eisenhower incurrió en   un déficit de 9,4 mil millones de dólares en las cuentas del   ingreso nacional durante la recesión de 1958. Fue, de lejos, el mayor   déficit en que había incurrido un gobierno estadounidense en   tiempos de paz; superó el gasto total en tiempos de paz de la   Administración Roosevelt en cualquier año hasta 1940. Ninguna   administración había dado jamás a la economía una   dosis tan masiva de medicina keynesiana. Con una administración   republicana, dirigida por personas como Mr. Randall y Mr. Weeks que adoptaban   tales medidas, los académicos keynesianos de Harvard y de otras partes   dejaron de ser vulnerables. Y Keynes dejó de ser un tema de   conversación diplomática con esos críticos.
Los   presidentes Kennedy y Johnson siguieron lo que hoy es una política   común y corriente. Aconsejados por Walter Heller, un notable y   hábil intérprete de las ideas de Keynes, añadieron el   nuevo mecanismo de la reducción deliberada de impuestos para sostener la   demanda agregada. Y abandonaron, por fin, el lenguaje ambiguo mediante el cual   algunos defensores de las políticas keynesianas combinaban la defensa de   medidas para promover el pleno empleo y el desarrollo económico con   promesas de un presupuesto prontamente equilibrado. "Hemos reconocido que   es contraproducente el esfuerzo por equilibrar con demasiada prontitud nuestro   presupuesto en una economía que opera muy por debajo de su   potencial", dijo el presidente Johnson en su informe de 1965. 
Pie de página
     
1Currie   no fue promovido en Harvard debido en parte a que sus ideas, que anticiparon brillantemente   a las de Keynes, se consideraron deficientemente académicas hasta que   Keynes las hizo respetables. La economía es muy complicada.    
2Yo redacté el borrador.
3Los autores también decían, alentadoramente: "se está preparando a Galbraith como príncipe heredero del keynesismo (sic)".
2Yo redacté el borrador.
3Los autores también decían, alentadoramente: "se está preparando a Galbraith como príncipe heredero del keynesismo (sic)".
VER MÁS
