1. Antropología y antroposofía.- 2. Tipos de saber sobre el hombre.- 3. El compuesto humano.- 4. Ontología de la persona.- 5. La estructura permanente del hombre.- 6. El hombre: un ser en camino.- 7. Estructura de la esperanza.- 8. La existencia como dádiva de amor y como compromiso.- 9. La persona, su situación y su circunstancia.- 10. Excelencia y miseria de la persona.- 11. La personalidad como módulo inconfundible.
Desde el ángulo científico, la antropología es la ciencia del hombre en cuanto ser psicofísico, o simplemente en cuanto entidad biológica dentro de los demás organismos vivientes, y, en última instancia, dentro de la naturaleza. Por una parte, la antropología científica es un capítulo de la biología o, mejor dicho, un capítulo de la ciencia natural y, por otra, una ciencia que precisa no sólo del auxilio de la biología sino también de la psicología y de la sociología.
Tenemos una antropología moral, otra médica, y otra étnica, y hasta se ha intentado elaborar una antropología filosófica que nosotros preferimos denominar antroposofía, con el objeto de poderla distinguir de las ciencias particulares del hombre.
—43→La antropología científica y la antroposofía son, consiguientemente, dos disciplinas que coinciden en su objeto material -preocupación acerca del hombre- pero que difieren radicalmente en su objeto formal. En tanto que la antroposofía busca en el hombre sólo las causas primeras, la antropología investiga en el ser humano únicamente los principios próximos o causas segundas.
La antroposofía demarca los límites de las otras ciencias antropológicas y les señala su objeto. Su oficio de ciencia rectora le hace proyectar su luz sobre los descubrimientos y las teorías de la antropología médica, de la antropología moral, de la antropología étnica, etc.
Toda proposición antropológica incompatible con una verdad antroposófica es falsa. Aquí tenemos a la antroposofía en su papel de juez. La metafísica de la existencia humana o antroposofía tiene bajo su dependencia -de un cierto modo- a todas las ciencias especiales, porque sus principios son los primeros en importancia y los máximos en elevación. Aquí tenemos a la antroposofía en su papel de rectora. Las antropologías especiales desarrollan sus demostraciones a partir de ciertos principios o de ciertos datos que no pueden aclarar ni defender. Aquí es cuando interviene la antroposofía en su papel de defensora.
Aunque Aristóteles no llegó nunca a delinear una verdadera antroposofía, bien podemos decir en fórmula aristotélica: el hombre en cuanto tal, tiene una estructura «fundamental» y la antroposofía como ciencia consistirá en la inquisición de estas primalidades del hombre.
¿Qué es el hombre y cuál es su puesto en el universo? Al plantearse esta pregunta, la antroposofía sobrepasa la interrogante científica antropológica por considerar al hombre no sólo en su ser natural, sino también en su ser esencial; no sólo en su puesto dentro de la naturaleza, sino también dentro del espíritu.
Ni el médico estudiando esqueletos, ni el etnólogo razas, ni el sociólogo tribus, ni el lingüista idiomas arcaicos, encontrarán al hombre concreto íntegro, vivo y actual o eterno. Los cultivadores de las ciencias especiales buscan al hombre donde el hombre no está, con instrumentos inapropiados para captar las sutilezas de lo humano. De ahí la certera agudeza de la paradoja de Heidegger: «en ninguna época se ha sabido tanto y tan diverso con respecto al hombre como —44→ en la nuestra. En ninguna época se expuso el conocimiento acerca del hombre en forma más penetrante ni más fascinante que en ésta. Ninguna época, hasta la fecha, ha sido capaz de hacer accesible este saber con la rapidez y facilidad que la nuestra. Y, sin embargo, en ningún tiempo se ha sabido menos acerca de lo que el hombre es. En ninguna época ha sido el hombre tan problemático como en la actual».14
Por encima de la biología está el espíritu. Más allá del organismo está el hombre. A este saber del ser humano se llega por la vía del espíritu. Pero como el hombre es el punto de contacto entre la tierra y el cielo, el itinerario prosigue hasta arribar a Dios. «Una antropología -ha dicho con razón José Gaos- no puede ser acabada si no acaba en teología. No tanto no podemos empezar a hablar de Dios sino hablando primero de nosotros mismos, cuanto no podemos hablar de nosotros mismos sino hablando, por último, de Dios».15
Creo que ya es hora de reivindicar el vocablo «antroposofía», que ha rodado entre las impuras manos de los teósofos. La palabra serviría para designar en el futuro, «una visión primera del hombre; una concepción, a la vez viva y teorética, que haga posible la edificación, sobre ella, de las ciencias particulares» (Pedro Caba). Sobre esta rica y previa visión de conjunto, podrán los hombres de ciencia manejar el arsenal inmenso de datos almacenados en un archivo muerto.
Teodicea y antroposofía serían las dos partes de la metafísica especial. Metafísica porque tiene por objeto al ser inteligible, al ser despojado de la fenomenicidad. Especial porque se refiere no al ser común sino a seres concretos, personales: Dios y el hombre.
En la búsqueda del saber, cada hombre tiene sus peculiaridades, reglas y procederes propios. Remedando una frase célebre, alguien ha dicho que «el método es el hombre», por cuanto lo más singular e intransferible del ser humano se proyecta en el método matizando su actuación teorética y práctica. No obstante, sobre este matiz individual priva una unidad genérica de método para todos los saberes humanos que han de ser, en cierto modo, inductivos y, en cierto modo —45→ también, deductivos para que la ciencia no quede en mera colección de hechos amontonados sin orden ni concierto. Fieles a la mejor tradición, defendemos el ensamblaje de la experiencia -sensaciones internas y externas, intuición concreta de las cosas- y la razón -dinamismo que del ser y los primeros principios, marcha por proposiciones entrelazadas hasta nuevas conclusiones-. Una antroposofía metafísica puramente deductiva sólo sería capaz de establecer un organismo de proposiciones de extrema generalidad y prácticamente ineficaces para conocer al hombre. Se impone un acercamiento a la actuación concreta de los hombres, una observación de su obrar y de su ser, una comprobación en lo posible de sus reacciones.
La meditación sobre el hombre es bien tardía en la historia de la filosofía occidental. Se empieza por la cosmología, se sigue por la metafísica, irrumpe en la era moderna la teoría del conocimiento, y se llega por fin, en nuestros días, a la antropología filosófica: el tema de nuestro tiempo.
Referencias indirectas y alusiones incidentales sobre el hombre las ha habido casi siempre. Los pitagóricos, los sofistas, Sócrates, Platón, Aristóteles y Plotino reflexionan sobre el hombre. Pero la visión griega sobre el hombre tiene esto de particular: se mueve bajo el signo de la exterioridad, de la contemplación de formas. O es el cuerpo, o es su aspecto ético, o es su función cognoscitiva. Pero no aparece una consideración integral del hombre.
Con el cristianismo aparece la persona, el hombre como imagen de Dios. San Agustín -el máximo introspectivo- vuelca la mente sobre sí misma y descubre el homo interior. Pero San Agustín y Santo Tomás en el tema del alma es donde hacen su centro, y no en el tema del hombre.
El idealismo hablará de un «yo puro», de una «sustancia pensante», o de un «yo trascendental», pero nunca del hombre de carne y hueso, de ése que padecía Unamuno, que nace, vive, sufre y aunque no quisiera morir, muere. El positivismo hará biología o sociología, pero nunca conocerá la antroposofía.
La exigencia mínima de nuestro tiempo podría resumirse —46→ -como lo hace Julián Marías- en unas cuantas palabras: «referirnos siempre al hombre mismo -no a nada suyo, por importante que sea- y no excluir nada de lo que se requiera para su comprensión». Pero esta exigencia no puede cumplirse, como lo pretende Marías, por la vía del historicismo orteguiano. Nunca hemos podido participar de esa admiración beata de que es objeto la obra de José Ortega y Gasset. Siempre hemos sido los primeros en reconocer sus agudas observaciones y sus felices atisbos, pero hemos echado de menos lo que también Nicol ha señalado: una teoría estable, rigurosa y coherente. La realidad fundamental del hombre no es su historia, sino su ser, aunque su ser sea un ser histórico o temporal.
En términos generales, bien puede decirse que hay dos conceptos sobre el hombre: el concepto científico particular y el concepto metafísico-teológico. La idea científica particular nos ofrece un concepto verificable en la experiencia sensorial, datos mensurables y observables sobre el hombre. Se trata de una idea fenomenalizada, sin referencia a una última realidad ontológica. El concepto metafísico-religioso del ser humano nos brinda, en cambio, lo que Maritain ha llamado «los caracteres esenciales e intrínsecos (aunque no sean visibles y tangibles) y la densidad inteligible de este ser que tiene por nombre: el hombre».16 Es la idea griega (animal racional y digno en cuanto inteligente), judía (individuo libre en relación personal con Dios y conscientemente obediente de la ley divina) y cristiana (criatura caída y redimida con vocación sobrenatural y vida amorosa).
En el conocimiento del hombre hay grados del saber que van desde el simple conocimiento empírico y vulgar hasta el saber teológico. He aquí una graduación jerárquica de los tipos del saber sobre el hombre:
I. Saber empírico y vulgar que señala aconteceres de fenómenos humanos sin ofrecer explicaciones causales. Encauza y dirige la actividad del homo faber de una manera espontánea y precientífica.
II. El saber de las ciencias naturales (física, química, anatomía, fisiología, higiene, etc.) que explica fenómenos que —47→ transcurren en el ente biopsíquico por sus causas productoras inmediatas.
III. El saber histórico que nos muestra hombres esencialmente empíricos, definidos, concretos, irreductibles al método científico. El hombre, según los historicistas, no tendría estructura permanente, naturaleza, sino historia. No habría antropología filosófica, sino historia del hombre. Y esta historia, por extraña paradoja, no podría decirnos lo que el hombre es, sino lo que el hombre hace. ¿Cómo explicar la historia del hombre, sin una estructura permanente del hombre, y de la historia misma?
IV. El saber filosófico que nos da la visión natural de la estructura íntima de lo humano, explicada por las primeras causas y supremos principios. Se trata de un saber primordial, que no tiene por objeto decirnos lo que el hombre tiene o lo que el hombre hace, sino lo que el hombre es.
V. El saber teológico que nos brinda un conocimiento del hombre adquirido por la razón esclarecida por la fe en la revelación. La teología nos habla de los dones preternaturales, de la naturaleza corrompida, de la participación del espíritu humano, de un modo finito, de los atributos divinos de inteligencia, libertad e inmortalidad. A más de una semejanza natural, el teólogo nos habla de una semejanza sobrenatural que fue comunicada a nuestras almas en el bautismo.
Por la teología y la filosofía sabemos -idea filosófico-religiosa- que tenemos una sustancia que está religada a la esencia divina y que es, en definitiva, lo que hace sustanciosa nuestra existencia, dándole su peculiar sabor y consistencia. Tenemos la certidumbre de ser enviados por Alguien, que nos asignó una misión.
Aunque para conseguir una visión suficiente del sentido de la vida y para lograr una concepción integral del hombre -natural y sobrenaturalmente considerado- se requiera complementar el punto de vista filosófico con la aportación religiosa; objetivamente, desde el punto de vista estrictamente filosófico, nos serviremos exclusivamente de justificaciones intelectuales (por medio de «las luces de la razón natural», como diría Santo Tomás de Aquino), sin acudir a la Revelación religiosa. Trátase de imperativos metódicos insoslayables. Queden apuntados, por lo menos, los principales tipos de saber sobre el hombre.
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¿Qué es el hombre? ¿Cuál es su puesto en el cosmos? ¿Es simplemente un animal? ¿Cabe una explicación puramente mecánica o comportista de su ser? ¿Qué relación hay entre las vivencias y el yo? ¿Cuál es el primer principio de la actividad vital? ¿Cómo se unen el espíritu y el organismo para integrar el compuesto humano? ¿Cómo armonizar el estado de «tránsito vivencial» con el ente subsistente o «sustentador»? He aquí, a nuestro juicio, los principales problemas de la antropología filosófica.
Queremos conocer, al hombre íntegro. No queremos quedarnos con alguno de sus aspectos, ni con alguno de sus fragmentos. Por eso buscamos sorprender la esencia del ser humano cuando opera con el mundo de los sentidos y cuando entra en contacto con la esfera suprasensible, cuando vive en la historia y cuando se enfrenta con el destino, cuando convive con sus semejantes y cuando percibe el aletazo de la trascendencia... Todo lo que el hombre pueda conocer, sentir o producir no puede ser excluido de una auténtica antroposofía. Conocer el orden del hombre y de sus causas, contemplar en su entendimiento la realidad toda -dada intencionalmente- es filosofar sobre ese mundo en miniatura, sobre ese microcosmos con una jerarquía de carencias anhelantes de perfección.
Partamos de los hechos comprobables en la experiencia. El hombre se nutre, crece y se reproduce (vida vegetativa); el hombre siente, se relaciona, contempla las esencias, intuye el ser y los primeros principios, apetece el bien. La inmaterialidad de las operaciones intelectivas nos lleva a concluir en una forma espiritual y subsistente. Sería absurdo medir y pesar la belleza, la santidad, la habilidad, el vidrio y las paralelas, como conceptos. Los objetos inmateriales están fuera del espacio y fuera del tiempo; el principio del cual proceden tiene que ser, consiguientemente, un elemento simple incorpóreo.
Pensamos, con Santo Tomás, que el hombre no es una colección de sustancias específicas distintas, sino una especie completa, a la vez corpórea, viviente, sensible y racional. El alma intelectiva constituye y sostiene el cuerpo en su ser de viviente y hasta en la actuación misma de sustancia corpórea. —49→ El alma -acto primero- reúne y organiza los elementos bioquímicos para que integren el cuerpo. Ejerce operaciones fisiológicas y operaciones cognitivas. En estas últimas operaciones no tiene parte el cuerpo. Y conociendo la naturaleza inmaterial del alma, ya no tiene que ser demostrada su inmortalidad. Una sustancia racional no puede afectarse por la corrupción del cuerpo. Y sin embargo, la sociabilidad con el cuerpo es esencial al alma. El cuerpo, instrumento al servicio del alma, completa su perfección. Aquí también impera el principio metafísico de alcance universal: «lo menos perfecto se ordena hacia lo más perfecto como hacia su fin». La razón de ser del cuerpo debe buscarse en el alma, que le anima y le organiza desde dentro. Pero dada su naturaleza ontológica, el alma se vería condenada a la esterilidad y a la inacción sin el instrumento corpóreo. Hay un solo existir para el alma y el cuerpo: el existir del compuesto humano. Hay una sola alma -poseedora de la razón, el sentido, el movimiento y la vida- y, por lo tanto, una sola forma sustancial.
Todo ser que se mueve por sí mismo hacia su operación es viviente. Y el alma es viviente puesto que es un principio de acción intrínseca. Vida es autoconstrucción.
Como cuerpo, el hombre está subordinado a las leyes cosmológicas y regido por ellas. Pero como persona se autosomete a las leyes noológicas del espíritu (reglas morales, lógicas, históricas). Como cuerpo, el hombre es un átomo en el cosmos, un eslabón en la cadena fatal de seres vivientes. Como espíritu, el hombre, dueño de sí y libre, sueña con mundos suprasensibles y otea un horizonte infinito.
¿Es realmente el yo una sustancia? Hace unos cuantos años estuvo muy en boga no sólo negar la sustancialidad del yo, sino hasta burlarse de ella. ¿Cómo iba a ser posible admitir algo permanente y a la vez cambiante? Pero lo cierto es que no nos experimentamos como adheridos a algo, ni como pura propiedad de algún objeto. Tampoco cabe decir que vivimos subsumidos en un super yo que piensa, quiere y siente sirviéndose de nosotros como de un instrumento. Y en cambio sí experimentamos que el conjunto de nuestras vivencias se integra en un todo, en una unidad. Tenemos conciencia de nuestra vida interior, sentido de responsabilidad de nuestras acciones, conocimiento de nuestra experiencia. Toda vivencia está en mí; todo proceso consciente depende —50→ mi yo. Y tengo conciencia de que mi yo perdura en medio del tránsito o curso de vivencias. Ahora bien, ¿cómo sustentar ese manojo heterogéneo de vivencias sin un yo sustancial? El yo es sustancia -digámoslo aristotélicamente- porque es «subsistencia individual». ¿Cómo poder, de otra manera, hablar de acción y de cambio sin un ser sustentador?
Nuestro espíritu, aunque informa el cuerpo, se encuentra libre de materia y espacio y es independiente de la naturaleza inorgánica. Todo lo más que puede decirse es que lo espiritual humano tiene una dependencia extrínseca de la materia. Pero nuestro espíritu es operativo por sí y subsiste «en sí mismo».
El hombre «se percibe a sí mismo en conciencia totalmente refleja, que se distancia, por decirlo así -expresa Alejandro Willwoll-, de su propia experiencia, que puede mantenerse a distancia de ella y luego examinarla según normas objetivas. Ahora bien, un ser perteneciente a una parte esencial del mundo material, internamente unido a la materia, puede, tal vez, con una parte de su ser, volverse o reflectir sobre otra; pero, como permanece unido al espacio, no puede volverse a reflectir sobre todo su ser. Sólo el ser libre del modo de ser material espacial y, por lo mismo, “internamente independiente de la materia”, puede volver sobre sí mismo con perfecta reflexión, tener conciencia refleja de su yo».17
En el todo teleológico del ser humano, el cuerpo es -según una frase contemporánea- «escenario y campo de expresión del espíritu». En lo corporal, las vivencias psíquicas hallan su correlato y su amortiguamiento. El cuerpo es algo más que el albergue del alma; es última expresión del espíritu, parte esencial del compuesto humano y sentido de la unidad total. Observa Willwoll que «hoy se saben cosas más precisas acerca de la importancia de la composición de la sangre, de las glándulas de secreción interna, de la constitución química de las células nerviosas, etc. Pero aunque no lo supiéramos, la experiencia cotidiana de cansancio y vigor, de sanidad y malestar, nos dirían que aun la suprema vida espiritual está ligada en nosotros al cuerpo, a consecuencia de la estrecha unión con la vida sensitiva, apetitiva y cognoscitiva, o dicho metafóricamente, con alguna imprecisión, “descansa —51→ en el cuerpo”».18 El espíritu pervade la vida biológico-animal y otorga sentido al devenir humano.
He aquí un punto de partida para una ontología de la persona: el lenguaje. No hay vida anímica sin lenguaje y no hay vida humana sin vida anímica. Hablar es expresar el estado del alma, es comunicarse con un «tú» que comprende el comunicado. La operación de hablar incluye tres elementos: 1) un yo parlante; 2) una comunicación, indicación o notificación; y 3) un tú que recoge el mensaje. En los monólogos un tú ideal o uno mismo hace las veces del tú. En soledad, meditando el filósofo, no hace sino hablar íntimamente. Cabe también expresar situaciones puramente afectivas como en el caso de las exclamaciones.
El que me escucha dispone de un pensamiento y de una atención que puede voluntariamente fijar en mi comunicado. Sin este presupuesto no habría diálogo. Esto me lleva a concluir que la conversación presupone, en última instancia, a un ser que se posea -un sui-ser-, es decir, la persona. Porque es justamente la persona quien extrae la unidad de sentido en una comunicación (Brunner).
Gestos y sonidos pretenden decir lo que las cosas son. Pero, en rigor, nunca llegan a expresar en plenitud el ser de las cosas. Todo lenguaje es impotente para reflejar con exactitud las vivencias psíquicas. Lo único a que se puede aspirar es a una mayor aproximación. Hay que tener presente que todo sistema lingüístico es una realidad comunal, abstracta, mostrenca. Y mi decir pugna por ser individual, concreto, propio. En este desajuste estriba lo que en el lenguaje humano existe de frustrado. Pero lo que en todo caso interesa dejar bien establecido es que el lenguaje como conjunto organizado de signos supositivos, o que usamos en lugar de las cosas, es una exclusiva de la persona. El lenguaje surge del impulso de comunicabilidad del hombre, de su esencial abertura hacia las cosas y hacia los otros hombres, de su dimensión social.
Afirma un conocido y sano principio tradicional: Operari sequitur esse, la operación sigue, es proporcionada al ser. Cabe preguntarse, entonces, ¿cuáles son las operaciones auténticamente —52→ humanas? He aquí la respuesta: sólo aquéllas de que es dueño el hombre en virtud de la razón y de la voluntad. Los demás movimientos o actos podrían decirse movimientos o actos del hombre, pero no acciones humanas.
Al girar el hombre sobre sí mismo, al volverse sobre su ser, adquiere conciencia de su capacidad de obrar, de su permanencia, de su estabilidad. Todos los hechos que transcurren en mi «psiqué» -sensaciones, percepciones, ideas, recuerdos, deseos- se mantienen en una perfecta unidad. Pero estos actos psicológicos no subsisten por sí mismos, tienen que tener un punto de apoyo. Del «yo psicológico» (o yo conocido) pasamos al «yo ontológico» (o yo que conoce). Decir que tengo una inmediata intuición de la existencia de mi yo equivale a afirmar que tengo conciencia de mí mismo. Dos propiedades están presentes en el yo sujeto: 1) unidad; 2) identidad. Todas mis actividades físicas y espirituales tienen al «yo» como centro unitario de imputación. Yo sigo siendo idéntico a mí mismo cualesquiera que sean los cambios aparentes o superficiales que me acontezcan.
Porque me transparento a mí mismo, soy persona. Y la persona es inteligente, es espiritual. La persona humana es comprensión, capacidad de discernir lo falso de lo verdadero, capaz de oponer en su conciencia la razón y el instinto, capaz de conocer lo necesario y lo perfecto.
Naturaleza y persona difieren fundamentalmente en su modo de ser. Naturaleza son todos los objetos e instrumentos de nuestro conocer y obrar, edificios, mares, planetas, mamíferos, árboles. La naturaleza puede sernos provechosa o adversa. En un caso límite hasta nos puede privar de la vida. Pero la naturaleza es ciega. La necesidad y la coacción son su ley. Incluso las esferas, inscritas e intraprehensibles entre sí, que forman la estructura de la naturaleza, están producidas sin determinación libre.
Decir persona es decir autoposesión, ser-para-sí. La persona no puede ser pertenecida por ningún otro. El ser personal -subsistente frente a todo otro ser- es incomunicable.
Con su hacer la persona realiza su ser. Respira en una atmósfera de libertad. Se rehúsa a ser manejada y consumida como instrumento. En sí misma tiene un fin. El ser personal es mismidad, unicidad, irreiterable. De ahí que cada persona sea realidad única, incanjeable, intransferible. Por esa posesión de su mismidad la persona puede decir «yo».
—53→Y la persona se manifiesta en obras. Su obrar es la traducción exterior y dinámica del hecho de instalarse para sí y de autoafirmarse. El obrar será tanto más personal cuanto más fidelidad a sí mismo refleje. Toda acción personal va sobrecargada de mismidad. Y en este obrar, el hombre se determina, se afirma y se confirma a sí mismo, evidenciando su unicidad e insustituibilidad.
A través de la persona se transparenta el Dios personal mismo. La personalidad del hombre, su modo de obrar libre y señorial refleja la personalidad de Dios. Por profunda e interesante que sea la personalidad para el conocimiento mismo del hombre -refiere Michael Schmaus, rector de la Universidad de Munich- fue desconocida totalmente, no obstante, fuera del ámbito de la revelación. Siempre que se considera al hombre al margen de la dimensión de lo revelado, se le concibe como parte del mundo, como un trozo de la naturaleza, como la suprema gradación de la misma. Sólo el cristianismo ha entendido su personalidad en conjugación con sus consecuencias. Ve en el modo de ser personal la forma más elevada y sublime de existir. A él se supedita todo lo demás. Las categorías de la naturaleza y de la vida -tan valoradas en los tiempos modernos- van por tanto necesariamente detrás de la categoría de la persona.19
La persona está, frente a valores y prójimos, constitutivamente abierta y en constante relación. Volvamos de nuevo a nuestro adagio: Operari sequitur esse. En el movimiento del «yo» hacia los «tús», los valores y el «Tú» se actualiza el amor. Como su Creador, también el hombre es -en la estructura personal de su intimidad- amor. El hombre está destinado a la comunicación y sólo a través de ella se realiza y se posee en forma auténtica. La comunicación tiene en el hombre dos aspectos: uno negativo, consistente en superar, en sobrepasar, en cierto modo, su desamparo ontológico, y otro positivo que traduce su afán de plenitud subsistencial. Vivir verdaderamente es donarse al tú. Schmaus ha expresado que «el hombre es y se hace mismidad por la donación». No se puede permanecer cerrado en sí mismo, sin torcerse, sin frustrarse, sin contradecirse. Aquí también cabe decir: «Quien quiera conservar su vida, la perderá; quien la entregue, —54→ la retendrá». La captación vital de lo verdadero, lo bueno, lo bello es la manera integralmente humana de existir en plenitud, de vivir una vida sobreabundante. El supremo despliegue de nuestro ser de hombres sólo lo alcanzamos «abalanzándonos hacia el ámbito inmenso del Tú infinito». Todo lo demás es tronchamiento y laceración de las ansias más hondas, violación del propio ser.
Ortega y Gasset dijo hace tiempo que «la vida es lo que hacemos y lo que nos pasa». ¡Cierto! Pero lo que hacemos y lo que nos pasa está inscrito en el ámbito de la singularidad de la persona. El ocuparse y el preocuparse es una forma individual que realiza la estructura humana. Cada persona tiene un modo peculiar de obrar que sigue a su ser.
Hoy se nos dice que «el hombre es un ente temporal»; que esta definición no es el punto de partida sino el punto de llegada de la filosofía del hombre; que en la realidad humana no hay una esencia definible, pues toda esencia es intemporal y el hombre es temporal. Una distinción fundamental preside a la filosofía contemporánea; el mundo de lo humano y el resto entero del cosmos. El historicismo y un sector del existencialismo se empeñan en el contrasentido de una filosofía irracional. Bajo el dogma de que la vida humana -fluencia huidiza e irreversible- tiene una contextura irracional, se ha operado un divorcio absoluto entre el pensamiento y la existencia.
Unas cuantas voces aisladas -sin que se les haya apenas escuchado- advierten que el cambio mismo es racional, porque tiene «formas», que ellas sí son regulares y estables. En un magnífico libro titulado La idea del hombre -que no ha sido valorado como debiera- Eduardo Nicol ha elaborado, en la «Introducción», un bosquejo filosófico de la condición humana, estableciendo previamente una morfología de la historicidad y de la temporalidad. Tradicionalmente se venía considerando que el cuerpo era ser temporal y el espíritu ser intemporal. Nicol considera al espíritu precisamente como lo temporal en el hombre; el tiempo en que se encuentra el cuerpo solo, es el tiempo físico. El hombre vive en otro tiempo. Sobre la base de una dualidad fundamental, el ser humano integra su futuro en el presente. La tensión interior —55→ entre «ser» y «poder ser» origina la intencionalidad de la vida y su constante proyección hacia el futuro. Porque es temporal, el ser del hombre es modal. Sólo el ser humano tiene «modos de ser». Vivir es actualizar las potencialidades del ser. La historia es el reflejo de esas tensiones o actualizaciones del «poder ser». Invirtiendo la concepción aristotélica del hombre, Nicol piensa que el ente humano tiene la vida natural en acto y la vida espiritual en potencia. El cuerpo no tiene historia; sus cambios tienen una regularidad preestablecida. La vida espiritual es potencia, pero no pura potencia. El acto natural y los actos espirituales ya realizados limitan y condicionan la potencia de ser. La libertad es un absoluto, pero no es absoluta en el sentido total. El hombre es modal constitutivamente, porque se compone de potencia y acto; e históricamente, porque cambia con el tiempo y se transmite por él la modalidad efectiva de su actuación espiritual. La vida humana se cumple y organiza en relaciones o situaciones vitales, integradas en un complejo unitario de sentido. No cabe una definición del hombre, sino una historia. El fundamento permanente de todas las ideas históricas del hombre, actuales o posibles, es la idea del hombre como ser potencial. La única constante es la certeza de que el futuro tiene un límite: la muerte. Todo cambia, excepto la verdad que explica el cambio. Ésta es, a grandes rasgos, la antropología filosófica de Eduardo Nicol.
No estamos del todo acordes con Eduardo Nicol. El hecho de que el hombre tenga historia no imposibilita su definición. El propio Nicol nos ha dado su idea del hombre. Y todo el libro del filósofo catalán descansa sobre un supuesto, a saber: que el hombre tiene una estructura permanente. Aunque en nuestro hacer y padecer pasemos a ser otros, aunque nos alteremos y cambiemos, permanecemos los mismos. En medio de la alteración constante, se mantiene nuestra estructura permanente. En nuestras relaciones con el tú y en las variaciones, el yo subsiste fijo. Y subsiste fijo no en una parte o fragmento, sino en el todo. Es el hombre entero quien se hace más viejo o más sabio. Sin un sostén último de todos sus cambios -y aquí incluyó la potencialidad de la vida espiritual de Nicol- no podrían existir la memoria y la misma vida humana. Por esto, precisamente por esto, he pensado y seguiré pensando -hasta que no se me convenza de lo contrario- que el hombre tiene un ser sustancial. Y —56→ a esta sustancia consciente que es un yo recluido en sí mismo, es a lo que tradicionalmente se le viene llamando persona. Trasciendo la pura fluencia porque soy una unidad operativa perfecta en sí misma, porque estoy instalado en mí mismo. Soy un sui-ser en cuyo límite se encuentra mi cuerpo. La persona es el núcleo de mi ser y el centro de las cosas que me contornean. Y tanto menos me pertenecerán las cosas subpersonales, cuanto menos se dejen penetrar por mi persona. Toda ontología debiera empezar en la esfera de la persona. Todo obrar arranca de la persona, reobra sobre ella y gira siempre a su alrededor.
El hombre es una unidad de distintos modos o grados del ser: alma y cuerpo. Cuando no se trata de sucedidos inconscientes y el hombre obra como hombre, están alma y cuerpo siempre juntos. El cuerpo manifiesta -es un elemento manifestativo- al elemento interno: alma o espíritu. Nuestra comunicación con el mundo se verifica a través del cuerpo. Por eso ha dicho Brunner que «por el cuerpo pertenece el hombre al mundo; es él, a la vez, paso y línea divisoria». Conciencia, conocer y querer residen en el plano espiritual. Y este plano espiritual no podría darse de no existir una interna intencionalidad.
Un acto humano cualquiera es a la vez sensitivo y espiritual. Pero esta unidad de dos o «dui-unidad» está organizada no a base de coordinación, sino de subordinación. El espíritu comunica la vida; el cuerpo la recibe y la expresa.
Estamos en camino. Y este estar en camino es una dimensión ontológica de nuestro ser. El status viatoris es inherente a toda condición humana. Ningún hombre, en tanto que viva, se puede considerar logrado, captado, alcanzado. El status comprehensoris no pertenece a esta vida. Somos ante todo una no-plenitud. Pero este «aún no» del status viatoris incluye en sí -como lo observa Josef Pieper- dos aspectos, uno negativo y otro positivo: «el no ser plenitud y el ser encaminamiento hacia la plenitud». Marchamos hacia la felicidad, hacia la plenitud objetiva en el orden del ser. De ahí que lo importante no sea la muerte sino la dirección, y el estadio en el camino en que estemos cuando nos sorprenda la muerte.
—57→El hombre vive en la esperanza de ser más. Un profundo anhelo de vencer al tiempo y a la muerte preside su vida. Todo ser humano es la expresión de una esperanza o de una tragedia. O el espíritu del hombre se dilata o se contrae. Y en la contracción del ser no puede haber paz ni complacencia. La alternativa es ésta: o esperanza o desesperación.
«El hombre -ha dicho Nicol- es el ser que no se completa nunca. Su ser consiste justamente en ser incompleto siempre. Para él, completarse es dejar de ser: morirse. Su existencia consiste en irse completando indefinidamente. Su ser importa siempre una potencia. No hay acto que agote enteramente la potencia vital humana: siempre hay un mañana, y la potencia o posibilidad de nuevos actos que no sean la pura reiteración de otros ya realizados. La vocación es el plan de elección entre esas posibilidades o potencias. Pero en un sentido más radical, puede decirse que la vocación humana es anterior e independiente de las elecciones vitales individuales: está arraigada en la condición misma de lo humano, como lo está la temporalidad. La potencialidad es inherente a la temporalidad, en tanto que ésta implica una permanente promoción vital, una constitutiva anticipación y proyección hacia el futuro. El carácter distintivo de la vida, en tanto que propiamente humana, es el de ser vocacional».20 En el hombre hay algo que todavía no es, algo que no ha sido todavía; algo más que su historia y su biología... En este sentido la vida humana es potencia o disponibilidad.
El estado del ser en camino no es extrínseco al hombre; no se trata de ningún movimiento de traslación local; no es nada accidental. Es la propia sustancia humana, la más recóndita intimidad la expresada por este intrínseco y entitativo status viatoris. Y es este estado del ser que está en camino el que nos avecina con nuestra prehistórica nada. Alguien nos puso en camino. Pero procediendo de la nada podemos en cualquier momento hacer, en el orden moral, un viraje hacia la nada: el pecado (el defectus a regula rationis). Como criaturas tenemos el poder de dirigirnos libremente hacia la nada o de encaminarnos hacia la plenitud. Podemos aspirar a un término feliz y a una actuación idónea —58→ para conseguirlo. (Con decir esto no se invade el problema teológico de que la actuación «meritoria» presupone algo que no se puede merecer.)
Una meditación integral sobre la existencia humana no puede concebir la temporalidad, sin reserva alguna, como la nota esencial de nuestro estado de ser en camino. No tiene sentido, ni aun desde el punto de vista intratemporal, considerar tan sólo el camino como si no condujera a parte alguna. No ver que el camino lleva a un «allende» es la miopía esencial del existencialismo. Heidegger -y no se diga nada de Sartre- es un corto de vista, lo cual no impide, por supuesto, el reconocimiento de su profunda inteligencia. Una vez que perdamos nuestro status viatoris nos habremos salido del tiempo. Nuestra unión con el tiempo está basada en la unión de nuestro espíritu con nuestro cuerpo.
El hombre «hace» su esencia, no «es» su esencia. Pero todas las variedades históricas de este hacer la esencia -incluyendo nuestra propia manera de hacernos- pueden insertarse dentro de una estructura permanente del ser humano. Por eso ha afirmado Eduardo Nicol que «tratando de lo histórico, y del hombre por consiguiente, nos las habemos siempre con lo particular. Pero, como la particularidad es constitutiva, y no meramente accidental, detrás de lo particular no hay esencia ninguna que se esconda y que constituya la universalidad. La ontología del hombre se hace con particularidades... En otras palabras: no hay una esencia inmutable de lo humano, que revista en cada tiempo y lugar un ropaje de accidentes mudables. Hay una forma de ser o estructura del hombre como tal, una manera suya de funcionar constante, la cual produce formas diferentes de existencia. Lo inmutable es esa forma o estructura; pero ella no está oculta tras las maneras particulares de ser, sino presente en ellas y bien patente a lo largo de su historia... El ser humano es histórico; pero después de haber asimilado bien esta noción de su historicidad, atendamos ahora con esmero a la moción de ser. El hombre, es, en tanto que histórico, y es histórico en tanto que es. La historicidad no anula su entidad».21 Glosando un pensamiento de Augusto Comte, el maestro Antonio Caso expresa que la persona es evolución —59→ sin transformación. Lo cual significa que nadie que abdica de sí es persona; y que nada que sólo cambia, puede serlo. Se transforman las cosas. Las personas permanecen: sí, pero evolucionan. No es la personalidad algo rígido e inextensible. Es dúctil, su ductilidad llega a extremos inauditos. Como en el caso de la conversión religiosa.22 Pese a todas las tentaciones de anonadamiento, pese a todas las posibilidades de abismarse en la nada, el camino tiene un origen y una dirección: apunta al ser.
En una puerta de la India se expresa, en una fórmula breve, feliz y contundente, este status viatoris: «Este mundo no es sino puente. Pásalo, mas no construyas en él tu morada». Sin casa ni tejado que lo albergue, el hombre aparece en el mundo como un emigrante, como un nómada.
Vivimos siempre en espera. Un futuro anhelado puede llegar a cumplirse. Por ser posible el logro de un deseo, la esperanza incluye gozo. Pero es un gozo siempre mezclado de turbación, porque el bien apetecido está ausente y es aún incierto. Hay, sin embargo, en la esperanza, un esperar confiado que tiene su sostén en Alguien. No confiamos en las cosas sino en las personas. En una comunicación presentada ante el XI Congreso Internacional de Filosofía, Jesús Muñoz S.J. concluyó expresando: «Los resultados obtenidos nos manifiestan en la esperanza humana típica la siguiente estructura: estado consciente del hombre que, al conocer y apetecer su felicidad, reconociendo intelectualmente, junto con su absoluta impotencia para alcanzarla, la generosidad soberana del único posible dador de la misma, Dios, entra en comunicación con Él cognoscitiva y afectivamente, aliviado, tranquilizado, confortado para entregarse a su asecución, por la garantía que aquella infinita Bondad le ofrece, de su posesión futura, que ya comienza a pregustar».23
Sin tiempo no hay esperanza, pero con puro tiempo tampoco. Una voluntad de vivir, de seguir viviendo, está en la base de toda esperanza. Se espera siempre un cambio favorable. —60→ «Aunque la vida es presencia -ha dicho Luis Abad Carretero- la esperanza se nutre de ausencias, pero es fuerza tan mágica que la ausencia la transforma en presencia, aunque esta presencia adquiera una típica modalidad, y es que la esperanza no es ya lo esperado, ni incluso el esperar, sino el esperando. La esperanza supone la consecución de lo esperado y se alimenta de esa posibilidad. Para mí, pues, la esperanza no es ausencia, sino presencia, es presencia del objeto deseado suprimiendo el tiempo que naturalmente ha de transcurrir hasta su presentación».24 Lo que no nos dice Abad Carretero es el por qué la esperanza supone la consecución de lo esperado y se alimenta de esa posibilidad. Para nosotros hay aquí dos razones explicativas: 1) una garantía personal (Dios), y 2) una confianza en dicha garantía que implica lo que Marcel ha designado como «la unión supralógica de un retorno y de una novedad».
No cabe fundar la vida en la desesperación. Sólo la esperanza -aventura en curso- penetra a través del tiempo y funda la vida. Porque saber esperar es saber comprender la vida y saber vivirla. Con la esperanza se adormecen los deseos, y se narcotiza al tiempo. Es una actitud vital que lleva a la culminación del ser de la persona.
El hombre, ante la faz de Dios, puede asumir una de estas dos actitudes: humildad o soberbia. Reconocer y admitir nuestro ser finito, contingente, menesteroso y limitado; reconocer y admitir que somos criaturas de un Creador y Conservador supremo, es humildad. Y la humildad es la dignidad propia del hombre ante Dios, y el cauce y la trinchera de la esperanza.
Invocación y esperanza están esencialmente unidas. La esperanza se expresa por la invocación. Trabajamos y oramos, con temor y temblor, porque sólo hemos renacido a la esperanza del bien, pero al bien todavía no. Y no obstante, esperar es remozarse. La esperanza nos renueva las fuerzas y nos hace marchar velozmente sin fatigarnos.
Como virtud, la esperanza es un justo medio. Su exceso es la presunción y su defecto la desesperación. Mientras que la presunción es una anticipación antinatural de la plenitud, la desesperación es una anticipación antinatural del fracaso, —61→ de la condena. El presumido es un iluso; el desesperado es un autodestructor; ambos son soberbios.
La actitud de presunción suprime o desrealiza puerilmente el carácter «futuro y penoso» del logro de un bien. Se trata, como dice San Agustín, de una perversa securitas. Porque la inseguridad vital -esto hay que dejarlo bien claro- no puede eludirse.
Mucho antes de que Kierkegaard en su libro sobre la desesperación (La enfermedad a la muerte) hablara de «la desesperación de la debilidad» -el desesperado no quiere ser él mismo-, los filósofos y teólogos medievales hablaron de la acedia. Josef Pieper caracteriza la «acedia» con las siguientes notas fundamentales que nosotros nos permitimos resumir: 1) Humildad pervertida que no quiere aceptar los bienes sobrenaturales, porque implican esencialmente una exigencia para el que los recibe. 2) Tristeza del bien divino del hombre que paraliza, pesa y descorazona. 3) Deseo expreso de que Dios no debería haber elevado al hombre, sino que le debería haber «dejado en paz». 4) Vagabunda inquietud del espíritu (evagatio mentis), interna falta de sosiego (inquietudo), abundancia de palabras en la conversación (verbositas), insaciabilidad del afán de novedades (curiositas). 5) Embotada indiferencia (topor) ante todo lo que en verdad es necesario para la salvación del hombre. 6) Poquedad de ánimo (pusillanimitas), en cuanto a las posibilidades místicas del hombre. 7) Irritada oposición a todo aquello cuyo oficio es cuidar de que la verdadera y divina mismidad del hombre no caiga en el olvido, en el enajenamiento. 8) Auténtica maldad (malitia) nacida del odio contra lo divino que hay en el hombre, la consciente e interna elección del mal en cuanto tal. Después de conocer este análisis de la «acedia» que hacían los pensadores medievales, pierde novedad el análisis que Heidegger elabora sobre la «existencia banal». Y es en la «acedia» donde está el principio y la raíz de la desesperación.
A la vida como quehacer corresponde la vida como esperanza. Presunción y desesperación congelan el fluir de la existencia hacia su océano, petrificándola en un imposible o en un castillo en el aire.
La vida es esperanza, pero es algo más: es amor porque sin amor no cabe una verdadera esperanza. El que no ama desespera.
—62→
Sin el amor la vida no sería digna de ser vivida. Con el amor, se tiene la clara conciencia de un destino del hombre. En el recinto profundo y misterioso de mi intimidad surge, gracias al amor, un nuevo reino henchido de plenitudes insospechadas. Una realidad viva y tremolante proyecta su palpitar sobre los seres del cosmos... Es la fuerza creadora del espíritu (lato sensu) la que se afirma y se revela.
Cuando el ser humano, por soberbia, aspira a cortar las amarras que lo religan al Ser necesario, cuando aspira a la propia independencia y cree posible constituirse en un ser autosuficiente, cae fuera de la comunidad amorosa y se pierde en la nada.
El amor lleva a plenitud la indigencia. El amor es una actitud peculiar y permanente del espíritu, a la cual se le puede asignar -como lo ha hecho Joaquín Xirau- cuatro notas fundamentales: 1) El amor supone abundancia de la vida interior. 2) El sentido y el valor de las personas y de las cosas aparece a la conciencia amorosa en su radiación más alta. 3) Hay en el amor ilusión, transfiguración, «vita nova» o «renovata». 4) La plenitud del amor supone reciprocidad y, por tanto, en algún sentido, fusión.25 Un recóndito afán de entregarse, de expandirse, y de gozarse con esta expansión, caracteriza al amor. En este sentido, el amor presupone abundancia de vigor espiritual, exuberancia. Sólo es capaz de verterse el que rebosa. Se trata de una espontánea generosidad; Scheler ha observado que la mirada amorosa ve en las personas y en las cosas cualidades y valores que la mirada indiferente o rencorosa es incapaz de descubrir. El amor ilumina en el ser amado perfecciones virtuales y latentes, y organiza en unidad jerárquica una pluralidad de valores. Todo -incluso los defectos- son puestos, por la videncia amorosa, al servicio de algo superior.
Aunque en el amor un ser esté fuera de sí, íntimamente unido a otro, conserva su individualidad. Porque la fusión amorosa no es disolución de personalidades.
—63→El odio es desorden. Y es desorden porque es ceguera. La actitud rencorosa todo lo destruye; cierra los caminos y les quita eficacia y fecundidad. «La realidad -dice Joaquín Xirau- se reseca y se quiebra. Pierden las cosas la gracia y con ella la posibilidad de toda revelación. Nada dice ni nos dice nada. Todo deviene insignificante, silencioso y gris. Destruido el sentido inflamado de las palabras y de las cosas que designan, resulta imposible entender mi interpretar nada ni aun pronunciar palabras con pleno sentido».26
Todo hombre se encuentra implantado o puesto en un mundo dentro del cual ha de actuar y ante el cual ha de ser responsable. Tengo clara conciencia de que yo no me implanté -y los otros hombres tampoco se implantaron- en el mundo. Ni yo, ni los otros, hacíamos falta. Estamos enviados -«arrojados» dicen los existencialistas- a la existencia, por la amorosa voluntad de Alguien. En este sentido nuestra existencia es una dádiva de amor de ese Ser que nos hace ser amorosos y que es el supremo Amor. Y con su amor nos comprometió a «estar en el mundo» amorosamente. No se trata de una obligación contraída a cambio de determinada contraprestación ventajosa, ni de ningún convenio interesado. Se trata de un compromiso insoslayable. Insoslayable a menos de eludir el conocimiento de nuestra concreta situación de haber sido enviados a la existencia por Alguien que nos ama. Por eso en la más profunda subjetividad encontramos una intersubjetividad, una comunidad amorosa. Sintéticamente podríamos decir que tenemos una visión innata del amor, solidariamente unida a la noción de ser.
En cuantas regiones intentemos explorar el sentido de la vida, se nos revelan como inmanentes en forma perdurable la idea del amor y la idea de la muerte. Pero, ¿cómo nos explicaríamos el afán de plenitud subsistencial si no alboreara una nueva existencia al término de la vida presente? ¿Puede alguien -se pregunta un filósofo- negar que el hombre aspira a lo suprasensible? «Vivimos en la certidumbre de que nos espera la muerte; sabemos que muchas de nuestras aspiraciones jamás podrán realizarse; estamos expuestos a un eclipse momentáneo de la luz intelectual y condenados a una progresiva disminución de nuestras energías... y, sin embargo, ni estas ni otras formas de limitación nos impiden —64→ pensar en la vida ni nos impiden amarla», dice Jaume Serra Hunter. El amor sobrepuja a la misma conciencia de nuestra propia muerte. El amor ilumina la existencia y su sentido. Ya lo dejó dicho Platón en El Banquete: «Aquél a quien el amor no toca, camina en la oscuridad».
La existencia amorosa y esperanzada del hombre se da en una situación y en una circunstancia. Y de este diálogo y acción recíproca surge, por obra de libertad y de necesidad, la configuración concreta del ente humano.
El hombre está condicionado, al menos en parte, por su situación y por su circunstancia. Hay elementos condicionantes que son intrínsecos -la modalidad propia de nuestra espiritualidad informando el organismo- y hay elementos condicionantes extrínsecos o accidentales: tiempo, edad y sexo. En todo caso, el hombre no puede eludir su situación concreta. Cada ser humano tendrá un temperamento individual, un sexo, una edad; vivirá en un país y en un siglo determinado, pertenecerá a una raza y ejercerá una profesión u oficio. Cabe combinar las situaciones y hasta alterarlas, pero lo que no es posible es soslayarlas.
Hace aproximadamente tres decenas de años -en 1914- que dijo José Ortega y Gasset: «Yo soy yo y mi circunstancia». Con ello quería indicar Ortega que cada sujeto viviente tiene su horizonte peculiar. Circunstantia es lo que está alrededor de mí, lo que me circunscribe y rodea. Por eso no podemos admitir -como lo admite Ortega- que el cuerpo sea también circunstancia a menos de romper la unidad sustancial del compuesto humano. Circunstancia es contorno físico y contorno histórico, pero el yo -alma y cuerpo- no es circunstancia. Y no vale decir como pretende Marías, que «lo que parece fuera de toda duda es que el yo no es en modo alguno sustancia. Pues, en efecto, lejos de ser “independiente” o “en sí” y no en otra cosa, el yo necesita de su circunstancia y su ser es esencialmente un ser en el mundo».27 El discípulo de Ortega parece confundir el hecho de que el yo esté abierto a su circunstancia y coexista con ella, —65→ con otra cosa que afirma gratuitamente; a saber: que el yo no exista en sí sino en la circunstancia y como apéndice suyo.
La circunstancialidad determina parcialmente mi vida. Por de pronto me localiza geográficamente. Pero mi circunstancia no es estática ni está definitivamente constituida. Me es dada a medio hacer. Yo tengo el poder de transformarla. Mi circunstancia tiene también el poder de influir sobre mí. Entre mi circunstancia y yo hay acciones y reacciones, interacción, diálogo mudo. Vivo en un abanico de posibilidades eligiendo y renunciando, gozando y sacrificándome.
Mientras que la circunstancia me rodea, la situación me constituye. Mi circunstancia es siempre exterior; mi situación es interior. Cuando el hombre mantiene relaciones vitales con lo que no es él mismo, estamos ante una circunstancia; cuando se entabla una relación consigo mismo se trata de una situación. Tal es por lo menos la tesis que proponemos nosotros para diferenciar el medio que nos rodea (circunstancia) de los elementos intrínsecos y dinámicos que nos ponen en situación. Una vez hecha la distinción es preciso afirmar que de su combinación surgen las formas de vida colectivas y las instituciones sociales: el estado, el derecho, el lenguaje, la religión, el arte, la filosofía, etc. Dentro de una relativa fijeza formal o institucional, estas formas de vida cambian constantemente. Como el hombre tiene la libertad de forjarse, tiene también la facultad de seleccionar entre una gama, más o menos extensa, de posibilidades. Aquí es donde tiene su origen lo que se ha dado en llamar la evolución histórica.
¿Por qué tiene el hombre situaciones y circunstancias? En otras palabras: ¿por qué el ser humano tiene mundo? He aquí la razón. El hombre es cognoscente y comportante. El lenguaje evidencia el hecho de que la persona no está introvertida, sino que se escapa de sí y se vierte en una serie de seres y de relaciones. El mundo rodea o circunscribe en el aquí y en el ahora a la persona. Al servirme de las cosas y al coexistir con otras personas, fundo y amplío relaciones. Y aunque todo gira en torno a la persona y todo obrar arranca de ella, queda de rechazo alterada por ese mismo obrar. Situaciones y circunstancias retardan y limitan la movilidad del hombre. Pero aunque la autodeterminación quede restringida por el peso de las capas infrapersonales, nunca —66→ queda abolida. Cabe siempre la posibilidad de penetrar el mundo subordinándolo al servicio de un obrar responsable.
Jaspers ha hablado de las «situaciones límites». Mientras que las otras situaciones pueden cambiar o pueden ser detenidas, las situaciones límites son absolutas, definitivas. Cualquier intento de cambio, ante este tipo de situaciones, fracasaría. En calidad de existente yo me encuentro, ineludiblemente, con la muerte, el padecimiento, la lucha, la culpa. Esas situaciones límites me configuran, me impelen a la inmersión en mí mismo. Nosotros podríamos hablar, también, de circunstancias límites. Estas circunstancias serían intraspasables. Sírvanos, como ejemplo, la habitación o el lugar. Bien puede el hombre cambiar de domicilio cuantas veces quiera, pero le es imposible eludir la circunstancia de tener que estar en un lugar y con un contorno. Estas situaciones y estas circunstancias son originarias y fundamentales del ser humano. Pueden después registrarse otras situaciones y circunstancias que influyan en la existencia del hombre a partir de una cierta etapa, pero ya no tendrán el carácter de originarias. Un vecino cualquiera en una colonia residencial y el abrazar la profesión de notario pueden servir como ejemplos, respectivamente, de circunstancia y de situación no originarias. Porque la persona vive en el espacio y en el tiempo, vive expresándose -con una libertad restringida- en sus circunstancias y en sus situaciones.
Situación y circunstancia configuran y limitan la vida del hombre. Tener conciencia de esta miseria, es ya de por sí una excelencia de la persona.
Porque subsistimos como seres dotados de espíritu somos personas. Somos los únicos seres que nos poseemos, los únicos que nos determinamos voluntariamente. Tenemos conciencia de nuestra propia existencia, de nuestra misión supratemporal, de nuestro destino eterno. Nos sabemos determinados, al menos en parte, por la historia, por la fortuna y por la culpa. Pero sabemos también que podemos entregarnos libremente como don consciente para ensanchar a otros con nuestra plenitud.
Árbitros de nuestros destinos, los hombres podemos comandar a los animales e imponer nuestra voluntad a las —67→ cosas. Ninguna otra creatura visible nos supera. «La persona -ha dicho Santo Tomás- es lo más perfecto que existe en toda la creación».28 Sólo el hombre es capaz de elevarse hasta las más cimeras verdades especulativas y de reproducir, intelectivamente, el orden del universo y de sus causas. Dominamos nuestras fuerzas y transformamos el medio natural que nos circunda; tenemos hambre de eternidad y alimentamos sentimientos sublimes.
Someter la animalidad que hay en nosotros a la espiritualidad -específicamente humana- es algo privativo del hombre. Por esta disciplina interior y por esta autonomía, somos, como ha dicho Scheler, «ascetas de la vida». Y saliendo de nosotros mismos, extravirtiéndonos en la realidad plenaria, venciendo nuestro egoísmo para donarnos a nuestros semejantes, nos realizamos. Lo que parece pérdida es encuentro, lo que parece empobrecimiento nos enriquece.
Vivencias y actos, que transcurren en mi «psique» y que realizo como míos, me los apropio. Por esta conciencia de ser puedo decir: yo existo. Me propongo fines, selecciono medios y ejercito la razón sobre el instinto: yo decido. Comprendiendo la normatividad de la ley, exclamo: yo debo. Y conociendo el bien, expreso: yo amo. Con otras palabras, éstas han sido las ideas que M. E. Duthoit ha presentado como los títulos de nobleza de la persona. Algo más: este ser «ondulante y variado» puede decir en medio de las vicisitudes y accidentes de su status viatoris: yo permanezco.
Consideremos ahora la miseria de la persona. Permanezco y subsisto. ¡Sí!, pero en estado de indigencia, de debilidad, de imperfección. Ninguna persona puede reclamar para sí la verificación de la idea perfecta del ser humano. La idea de persona se realiza, en cada hombre, limitadamente. Me conozco como constantemente inacabado, como pobre, como desamparado. Deshago a cada paso lo que había hecho. Siento el peso de la culpa, se opera en mí una reconversión y vuelvo a caer. Cayendo y levantando advierto que estoy aislado y que en mi soledad no me basto.
Estudiando el hecho de la limitación individual, Willwoll advierte, a propósito de la persona, que «herencia y ambiente, leyes naturales del cuerpo y leyes contingentes de la historia, moldean su “tipo”, y “tipos” son siempre formas de limitación —68→ o limitadas». Hablando pascalianamente, podríamos decir que el alma unida al cuerpo encuentra número, tiempo, dimensiones. «¿Qué quimera es, por tanto, el hombre? -se interroga Pascal-. ¿Qué novedad, qué monstruo, qué caos, qué motivo de contradicción, qué prodigio? Juez de todas las cosas, imbécil gusano, depositario de la verdad, cloaca de incertidumbre y error, gloria y repulsa del universo». Y en otro lugar de sus fragmentos afirma: «No somos más que mentira, duplicidad, contrariedad. No sólo nos ocultamos, sino que también nos fingimos a nosotros mismos». Grande y mezquino a un mismo tiempo, el hombre, al existir para sí y para los otros se disfraza, miente. El hombre es el único animal hipócrita. Y en su bajeza -asegura el mismo Pascal- «llega hasta el extremo de someterse a la bestia hasta adorarla». Muy poco puede el ser humano abandonado a sus propias fuerzas. Pero he aquí una estupenda paradoja pascaliana que podría envidiar el propio Chesterton: «el hombre reconoce que es miserable, es miserable porque lo es, pero él es grande porque lo reconoce». La vida del hombre es la realidad más inestable. Dentro de un principio y un fin, la estabilidad de la existencia humana «pende de un instante», en el que apenas se ahonda ya ha pasado. Este devorar los instantes es indetenible. Sólo la muerte le pone término. Mientras tanto, vivimos un presente escurridizo y fugaz. Vivimos escapándonos hacia el porvenir; lo que equivale a afirmar que más que vivir, esperamos vivir después. La vida se convierte así en una menos-vida.
Sin un personismo teocéntrico, el hombre se torna oscuro y se pierde en un rincón del universo, en donde se siente arrojado a una existencia absurda. Cerrado en su desesperación, el hombre no encuentra en este estadio, ningún sentido al dolor, a la enfermedad, a la muerte, a la ignorancia y a la culpa. Es inútil buscar la sobrecompensación con un heroísmo estoico aparente o viviendo desenfrenadamente. Al final de cuentas, el hombre angustiado se deshace en un infinito de tinieblas.
Es preciso romper los límites de la individualidad, abrirse al Ser Supremo y a los otros seres contingentes para remontarse a las verdaderas fuentes. El alma espiritual, en toda la plenitud de sus disposiciones, se siente llamada ante «lo divino», en la experiencia religiosa. En esta experiencia valoral hay -como dice Gruehn- un acto de unión o apropiación. —69→ No obstante, junto a la unificación coexiste la conciencia de distancia, junto a la fascinación el pavor de la creatura. «Me horrorizo y me enardezco por la voluntad de entrega amorosa», decía San Agustín. En la experiencia religiosa encuentra la persona su impulso vital más íntimo y profundo y el cumplimiento de su sentido en lo perdurable.
Posiblemente el problema del hombre no será resuelto nunca en puridad. Para saber perfectamente lo que el hombre es habría que crearlo. Pero nos encontramos siendo hombres y frente a otros hombres, permeados de humanidad, y sin habernos dado el ser. Nuestra antropología se topará, al final de cuentas, con el misterio. Cabe, no obstante, plantear los problemas y trazar las directrices, con cierto aseo y pulcritud.
La esencia humana se realiza y cristaliza en innumerables ejemplares históricos. Las individualidades concretas, singulares y únicas, son plasmaciones particulares de la contextura humana, nunca agotada en sus verificaciones.
Necesitamos indagar en qué consiste nuestra propia naturaleza de homo humanus. Necesitamos investigar el todo humano de donde emergen, como concreciones, los múltiples aspectos de la vida, porque sin este todo las partes se nos escapan sin lazo que las sostenga. De nada sirve amontonar conocimientos parciales sobre la vida del hombre, mientras no tengamos una visión integral de la estructura humana.
La antropología filosófica no puede quedarse en una mera historia de las ideas sobre el hombre. Repásense rápidamente las principales ideas modernas sobre el hombre y se verá que no se ha logrado sobrepasar el tradicional concepto de «animal racional». Sírvannos estos ejemplos: Nietzsche llama al hombre, «el animal que hace promesas»; Klages, «el animal que piensa»; Franklin, «un animal que hace utensilios»; Paul Ernst, «el animal que se engaña a sí mismo»; Rousseau, «un animal corrompido». En todas estas definiciones se toman propiedades que dimanan de la diferencia específica (racionalidad) en lugar de tomar la esencia específica misma.
Del mismo campo de la biología han surgido pensadores como Julián Huxley que comienzan a advertir que «el hombre —70→ empieza a verse a sí mismo como un animal muy peculiar y en muchos aspectos único». Este atisbo es, para usar las palabras de Sombart, la reafirmación del hominismus y la superación del animalismus. Ante la capacidad humana de abstraer se estrellará siempre todo animalismo. Gracias a este pensar abstracto, el hombre tiene comercio con los universales y con los valores, colocándose en la dimensión del espíritu: clave de lo humano. Esta región, específicamente humana, exige disciplina y sacrificio. La pendiente de la animalidad se baja fácilmente, por más que nunca acabe el hombre de convertirse en puro animal. Lo difícil es subir la escala de los valores, dominando los obstáculos externos e internos. Para esta ascensión contamos con un motor excelente: el amor. Por el ejercicio amoroso nos salimos de nosotros mismos y nos damos a los demás. Y esta dádiva nos enriquece y nos salva.
Viviendo desenvolvemos nuestra forma humana bajo el imperativo de la individualidad: «sé lo que eres», es decir, esfuérzate por ser lo que eres en potencia. Pero este realizar nuestra entelequia transcurre como una continuidad. No importa que en la función metabólica una corriente de materia atraviese incesantemente nuestro cuerpo y que el contenido de nuestra vida psíquica esté en mutación permanente. Nos basta decir, profundamente, la identidad de nuestra sustancia personal, que soporta todos los cambios. «Esta identificación consigo mismo a través del tiempo -afirma Juan Roura-Parella- que se expresa en la fidelidad, agradecimiento y veracidad, convierte al hombre en el único animal capaz de hacer promesas y cumplirlas».29 A través de las variaciones retornamos siempre al núcleo esencial de nuestra persona. Todo intento moderno de destruir el concepto de sustancia se ha estrellado ante esa estructura permanente que regula la conducta del hombre, preside su desarrollo, configura desde el interior su organismo, estimula y gobierna su vida psíquica y marca rumbos a la existencia individual. Los valores de la personalidad presiden, como ley normativa, el desenvolvimiento individual. Un ideal personal sirve de estrella polar a la persona empírica. Entre el ideal personal y —71→ el hombre real media siempre una distancia. A mayor aproximación, mayor autenticidad y personalidad.
Cuando el hombre intenta conocerse, busca el tema básico de su personalidad dentro de las variaciones de su existencia individual. Pero conocerse implica «cortar las relaciones vitales con el mundo». Recordemos -con Roura-Parella- que «nuestra relación con el mundo rebasa la pura relación cognoscitiva. El conocimiento, en sus diversos niveles, es sólo una función del yo. En ningún modo la primaria. La persona vive en el mundo con otras personas en relación experiencial y práctica que nada tiene que ver con el conocimiento intelectual. Frente al yo hay el tú, no el objeto».30 Dentro de un horizonte de posibilidades tengo que descubrir, muchas veces a tientas, mi destino. Es preciso que opte por mi deber ser que traigo germinalmente prefigurado. Sólo realizando conscientemente este deber ser, seré verdaderamente libre. Mi tarea vital es hacer de mi existencia un orden claro y armónico que siga la pauta ideal. Y este quehacer lo tengo que ejecutar dentro de los límites de mis posibilidades (situaciones, circunstancias, tiempo). Lograr imponer a la vida esta dirección y este sello propio es forjar una personalidad. Las actividades más heterogéneas de la vida están como estampadas por ese módulo único que constituye la personalidad. Nuestra personalidad se va aclarando a medida que nuestra manera de preferir o de rechazar se va perfilando mejor. En la actividad moral, política y religiosa; en las obras religiosas, artísticas o de pensamiento, se va revelando la personalidad como una «estructura de sentido» -palabras de Spranger- basada en la intuición de un valor.
—72→
1. ¿Dónde colocar al hombre en el universo?.- 2. El hombre, monstruo metafísico.- 3. El sentido de nuestra contingencia.- 4. Hacia una nueva imagen del hombre.
En la extensa gama de entes que pueblan el universo -real e ideal-, el hombre no es un ente más, un ente cualquiera, sino un sobreente, un plusente que reflexiona sobre su entidad, que se vuelve transparente a sí mismo en el ejercicio de su conciencia subjetiva, que ilumina a los otros entes diciéndoles lo que son, que viviendo el tiempo lo mide...
Soy como persona en la medida en que inquiero por el ser, por mi ser y el de los otros entes. Y esta realidad de mi ser inquisitivo, soportada por un cuerpo, me ha sido dada con la existencia. Pero me ha sido dada de manera única, peculiar, intransferible. De aquí mi dignidad. Y no me ha sido dada hecha, sino en estado de indefinición de posibilidades, de proyección bosquejada. Nunca soy todo lo que puedo ser, nunca realizo integralmente la humanitas. Soy un protagonista que no acabo de representar perfectamente mi personaje.
Más que animal racional soy un espíritu en condición carnal. «Cuerpo y alma en el hombre -apunta Adolfo Muñoz Alonso- mejor que sustancias incompletas son sustancias completantes; o completadas en virtud de su propia naturaleza. En sí mismas son perfectas y completas; en relación con el hombre son perfectivas y coprincipios».31 Querámoslo o no, somos espíritus vivientes en carne, sometidos a la condición carnal. Podremos considerar al cuerpo como —73→ un siervo fiel del alma, pero unido a ella matrimonialmente. Angelizar al hombre o bestializarlo es destruirlo como hombre.
¿Dónde colocar al hombre en el universo? La crisis actual hace más apremiante la respuesta a esta pregunta. Sentimos la imperiosa necesidad de encontrar el ser de nuestra más íntima contextura y de aclarar nuestro destino colectivo. ¿Cuáles son las aportaciones contemporáneas al tema? Una exposición nítida y rigurosa de las corrientes de la antropología filosófica de nuestros tiempos, la podrá encontrar el lector en el libro de Francisco Romero Ubicación del Hombre.32 Resumiremos, en gracia a la brevedad, las principales posiciones:
1) La interpretación por el espíritu. Scheler sostiene que el psiquismo acompaña a la vida desde sus comienzos y se escalona en cuatro formas o grados, el último de los cuales es el espíritu humano con sus características notas: a) la libertad frente a los lazos y compulsiones de lo orgánico; b) la objetividad o facultad de ser determinado por el modo de ser de las cosas, independientemente de su agrado o desagrado, provecho o perjuicio; c) la conciencia de sí. Toda forma superior de realidad es relativamente débil e inerte. El espíritu extrae sus fuerzas de la vida, pero ésta a su vez recibe las suyas de lo inorgánico. En esta misma corriente, aunque con puntos de vista diversos, se puede citar a Sombart, Aloys Müller, Nicolás Hartmann.
2) La interpretación por la simbolización y por el sentido. La capacidad de forjar símbolos es, para Ernst Cassirer, la raíz de lo humano. Mientras el animal habita en un universo físico, el hombre vive en un mundo edificado por él, del que son partes el lenguaje, el mito, el arte, la religión. El hombre es un animal simbolizante que se enfrenta con la realidad a través de múltiples creaciones suyas (símbolos) que albergan un contenido conceptual. Spranger ve en el hombre un ser capaz de captar el sentido de complejos espirituales. Tiene sentido lo que se halla incorporado a un conjunto valioso, como su miembro constitutivo. Hay una estructura sobreindividual de sentido y de acción, anterior a cada uno de los individuos vivos, aunque sólo existe en cuanto por éstos es vivida y representada.
—74→3) Historicismo, sociologismo y existencialismo. El historicismo (Dilthey, Ortega y Gasset) interpreta lo dado en la experiencia externa como expresiones, y por medio de la comprensión trata de desentrañar la interna realidad que en esas expresiones se exterioriza. El hombre se conoce en la historia -porque no tiene naturaleza sino historia-, sirviéndonos de las categorías de teleología y evolución. El sociologismo (Comte, Durkheim, Lévy-Bruhl) sostiene que «en la vida anímica del hombre, todo lo que es mera reacción del organismo a las excitaciones que recibe es necesariamente de carácter social». Todo individuo se halla predeterminado por el hecho de haberse desarrollado en una sociedad. Se encuentra en una situación establecida por modos preformados de pensamiento y de conducta. Para el existencialismo el sentido de la existencia no se cumple en la persecución de la objetividad, en su supeditación al universalismo de la esencia, sino mediante la afirmación de la subjetividad, la profundidad del sentimiento individual y el intenso interés en el propio destino. El hombre existe primero y luego decide ser esto o aquello, creando así su propia esencia. La angustia y la responsabilidad son rasgos específicamente existenciales y humanos. El hombre se encuentra lanzado al mundo antes de conocerlo, y éste se le ofrece como preocupación, como cuidado. Se puede adoptar un tipo de existencia banal o se puede existir auténticamente pendiente de nuestro ser finito y de la muerte.
4) Las interpretaciones naturalistas. Para Freud el hombre es impulso sexual; para Adler, voluntad de dominio. Jung distingue entre el inconsciente individual y el colectivo: sepultura de los vestigios -hasta los más remotos- de la vida anímica de la especie. Klages sustenta un biologismo que declara al espíritu enemigo de la vida. Dentro de esta corriente de interpretaciones naturalistas cabría citar a Lessing, Spengler y Charles Mayer.
5) La percepción objetiva como fundamento de lo humano. Francisco Romero ha dicho que el hombre es el ser que percibe objetos, que juzga. «La percepción objetiva supone un juicio implícito de existencia -o de “presencia”- y es correlativa de la existencia del percipiente como sujeto. El espíritu es el perfeccionamiento o radicalización de la actitud objetiva».
—75→He aquí los principales intentos de ubicar al hombre. En todos ellos late -en mayor o menor grado- el sentimiento de la excepcional y singular posición del hombre en el cosmos.
Hay en el mundo un ser, mitad bruto, mitad ángel, que, con perdón de la palabra, es un verdadero monstruo metafísico. Cuesta entender que un espíritu puro se pueda anudar a un organismo vivo; que un pedazo de eternidad se pueda amalgamar al tiempo. Y cuesta tanto entender esta mixtura: ángel y a la vez bruto, que -si hemos de creer a San Agustín- «antes de la creación del hombre nadie, ni la cabeza más clarividente, puesta a pensar la cosa, la habría creído hacedera».
Como al valle sólo se le abarca desde la montaña, al hombre, en toda la majestad de su misterio, no se le ve bien sino desde la teodicea, o mejor aún, desde la teología. Las filosofías de Heidegger y Sartre, en lo que tienen de antropologías -que es casi todo-, están condenadas al fracaso, porque se encarcelan en sus dialécticas inmanentistas o fenomenologistas. Para buscarle soluciones al hombre es necesario, de una manera o de otra, hacer pie en el infinito, fincarse en Dios. La introspección puede llevar a un morboso yoísmo; pero, en manos de un descubridor auténtico como San Agustín, puede conducir a Dios. Y sin Dios toda autobiografía se convierte en nauseabundo narcisismo.
Vivimos en medio de seres que arriban gozosos a sus destinos temporales sin finalidad eternal; vivimos en medio de seres que se abandonan al juego libre de sus mecanismos instintivos, acostándose voluptuosamente en los brazos del tiempo y del espacio. Y, sin embargo, no queremos y no podemos resignarnos al mero vivir biológico en el espacio y en el tiempo. «Y porque es el espíritu del hombre intemporal temporalizado e inespacial espacializado -explica el pensador argentino Hernán Benítez-, por eso es también histórico. No bien lo intemporal se liga al tiempo, no bien lo inespacial cae en el espacio, nace la historia. Es la historia hija sacrílega de la eternidad y el tiempo. No padecen historia, ni Dios ni los brutos. Y si no es disparatado hablar —76→ de historia de la naturaleza y de historia de los animales, es porque dicha naturaleza y dichos animales son acólitos del hombre. En el fondo es éste, y sólo éste, quien se historía en la historia de los astros, de los animales y de las plantas. Porque por ser el hombre bestia histórica un poco tiñe de historia todo cuanto toca, como contagia asimismo el ambiente en que vive, de sabiduría o de estupidez, de hermosura o de fealdad, de santidad o de pecado».33
Pero el hecho es que, aun siendo misterioso ese maridaje de eternidad y de tiempo, de inmaterialidad y materia, de ángel y bestia, aquí estoy yo, aquí estás tú, aquí están los otros, aquí está el hombre, en suma.
Si moralmente somos radicalmente débiles -lo que se prueba con sólo pensar que no podemos cumplir las obligaciones para con Dios, para con los prójimos y para con nosotros mismos, derivadas no ya de imposiciones religiosas, sino de la simple ley natural- es porque metafísicamente somos, también, radicalmente endebles. «El misterio -advierte Hernán Benítez- es más trágico en la medida que vamos tomando conciencia de la paradoja que llevamos anudada a las entrañas. La paradoja se nos vuelve más paradojal al tiempo que vamos descubriendo nuestra interna detonancia, y para no rehuir la palabra propia, nuestra interna monstruosidad. La interna monstruosidad tanto más se nos revela cuanto más ahondamos en la doctrina trágica y consoladora de la gracia».34 Si en esta búsqueda introspectiva no caemos en la desesperación, es porque en los entresijos encontramos una insospechable grandeza; precisamente la misma que dice la revelación cristiana al hablar de la deificación del hombre para la gracia.
La pobre bestia humana se ve acosada de tremendas estrecheces no sólo en su ser, sino también en su conocer. No puede captar más que las esencias inteligibles encarnadas en lo sensible. Y de éstas, sólo las que están en su dimensión jerárquica. Lo que menos mal conoce o siente el hombre es su desamparo ontológico, su vacío interior dejado por la ausencia de Alguien, el único que puede colmar su derelicción, redimiéndole de su miseria.
—77→Sólo cuando salimos de nosotros mismos por la fe, la esperanza y el amor, nos hallamos a nosotros mismos. En la medida en que nos obstinemos más en penetrar en nuestro yo, mediante el egoísmo, la desesperación o, lo que es peor, el pecado contra la luz, más saldremos del ser por sendas de extravío que conducen a la nada. Desechando la vertiente de la nada, nos resta otra vertiente: la de lo absoluto. El verdadero ensimismamiento -hallazgo recóndito de nuestro yo- es, no hay que asustarnos por la paradoja, el verdadero enajenamiento: suprema contemplación de Dios.
Tengamos el atrevimiento de penetrar en el fondo insondable de nuestra conciencia. Existo, sí, pero mi existencia no se me presenta como una resultante necesaria y espontánea de mi esencia. Mi existir es mío en cuanto lo realizo, lo ejerzo; pero, en verdad, siento que no mío, que lo tengo recibido, dado por alguien. De esto no me puede caber la menor duda, mi ser me ha sido dado y puesto en la existencia. Y eso es de fundamental importancia, porque las cosas (reales o ideales), los pensamientos y los valores «se dan» de lleno «en» o «con» lo que «me ha sido dado»: mi concreta existencia.
El punto de partida es irrebatible. La raíz misma en donde todos los objetos ónticos revelan su existencia, su entidad, es en la vida. No se puede siquiera soñar en que algo exista si previamente no existe el soñador. El ser comprende no sólo la subjetividad, sino también la objetividad. No cabe pensar un ser que esté absolutamente desligado de la vida de cada cual. Si es posible pensarlo es porque el ligamen existe. Pero de esto no se infiere que los seres se confundan con mi existencia, ni se circunscriban a su horizonte. Fuera de nuestro conocimiento, y aun en posible desacuerdo con él, existe un mundo de entes y de valores. Testimonio de la extravasación del ser y los valores, respecto a nuestra conciencia vital, nos la suministra la misma, en la docta ignorantia, el olvido, la duda y el error. De esta realidad extramental, somos nosotros mismos quienes nos percatamos o los otros quienes nos lo advierten.
Una vez que he sido puesta en la existencia, mi ser tiende a perdurar y no sólo a perdurar, sino a perdurar en plenitud. —78→ Un dinamismo ascensional, emanado del seno mismo de mi existencia, me hace tender irremisiblemente a la perfección. Esta tendencia podrá tener su punto de arranque en el instinto de conservación, pero lo cierto es que lo sobrepasa.
Un horizonte de proyectos, de posibilidades, se abre ante mi dinamismo ascensional. Pero el ramillete de modos de ser se me presenta con dos ineludibles limitaciones: mi esencia humana y la muerte. En ambos casos mi contingencia se me aparece de bulto.
Yo soy, pero pude no haber sido. Hubo un antes en que no fui y habrá un después en que no seré; en que no seré, por lo menos, como soy ahora. Estos hechos me evidencian mi indiferencia esencial a la existencia. Contingencia quiere decir, en este aspecto, indiferencia, nuda posibilidad, insuficiencia radical para empezar a ser y seguir siendo. Puedo ser y puedo no ser. Es más, por mi propio peso tiendo a no ser, tiendo a inmergirme en la vertiente de la nada de donde fui sacado por Alguien. Soy un ser completamente ajeno, ab alio, como bien dicen los escolásticos. Ni siquiera tengo la posibilidad de existir. Por mí sería la nada absoluta y mi ser depende de otro. El origen de mi ser contingente es la realidad, no tiene otra explicación que el acto creativo libérrimamente puesto por Dios. Es inútil que se trate de escamotear el problema diciendo que nos encontramos arrojados a la existencia. ¿Por quién? ¿Hacia dónde? Una filosofía que no puede levantarse de lo físico sin desorientarse y marearse con el vértigo de la nada, no puede ser una filosofía auténtica. Y no es una filosofía auténtica porque no estudia el ser radical del hombre, y en él -trascendido lo físico aprehensible por sola experimentación- el sentido metafísico del término inicial y del término final. ¿Qué somos? ¿De dónde venimos? ¿Hacia dónde vamos? Es preciso trascender al hombre encadenado a lo experimental, a la vivencia psicológica, y hacer uso de la reflexión intelectual. El ser humano busca -quiéralo o no- una instancia superior, alguien que le libre de su prehistórica nada. Y a estas voces humanas no se les puede imponer tiránicamente el silencio.
En la trascendencia forzosa de nuestro ser limitado hallamos un centro de gravitación absoluto que nos explica el último sentido del hombre. He aquí un argumento de la trascendencia del contingente que, aunque no sea el más —79→ claro y patente, es profundamente metafísico y cimenta los argumentos clásicos: «Examinando el universo infrahumano en sus determinaciones últimas -dice el jesuita español J. Iturrioz- hallamos siempre en los límites extremos una puerta abierta con una flecha directriz, que nos dice que es menester ir más allá. Lo más no puede haber salido de lo menos. Lo superior es la explicación de lo inferior. Esta incompleción de los elementos singulares es fundamento básico de la admirable jerarquía en que se encuentra organizado el universo entero. Al fin, el universo mismo, por muy perfecto que en su conjunto se nos muestre, dejará abierto el círculo, exigiendo fuera de sí un ser supremo e infinito, que suficientísimo en sí, sea al mismo tiempo la explicación de cuantas perfecciones inferiores podamos encontrar y concebir. La unidad perfecta y absoluta unirá en un único ser todas esas perfecciones y habremos encontrado a Dios, fuente y razón de todo ser y de toda perfección».35 Conocemos, pues, el programa: en Dios está el origen y el término del proceso creado; el sentido supremo del orden esencial y existencial.
Todo ser creado carece de algo. Y mientras sea esencialmente indigente no puede llamarse, en puridad, bueno. Por indigencia de todo ser contingente, brota aquí la necesidad de comunicarse y obrar sobre otros seres a fin de perfeccionarse. En esta complicadísima red interactiva corresponde al hombre la cúspide de las trayectorias teleológicas. Si los elementos son para el compuesto, éste para la vida vegetal y animal, y la vida animal para el hombre, resulta ser el hombre el fin de todo el proceso generador y su razón de ser. En él están las perfecciones del universo como sintetizadas, como en alcaloide.
Dueño del mundo y, lo que es más importante, dueño de sí, el ser humano se encamina a un término superior donde se consuma todo ser y toda perfección. Tenemos consistencia los seres creados, en cuanto que de algún modo participamos de la esencia divina, la cual es participable en diversos grados de semejanza. Ahora bien, siendo la perfección de Dios unitaria y simple, ningún otro ser es capaz de imitarla y por eso hubo de multiplicarse y diversificarse en la rerum numerositas de que habla Santo Tomás. Y aunque imperfecta —80→ y limitada la participación en la omniperfección divina, resta, en cada una de las criaturas, una especie de sello impreso por su Creador que San Buenaventura ha llamado «vestigio». Estos vestigios sirven de base al itinerario de la mente hacia Dios. Los seres todos tienden a semejarse a su Creador participando en dinamismo ascensional de la bondad suma, sin jamás alcanzarla. Aquí reside la razón de la resistencia que todo ser ofrece a la destrucción, y el afán de conservarse y perdurar en sí o en su especie.
A la luz de estos principios, ya no es el hombre un relámpago tendido entre dos oscuridades, ni su vida un islote en los inacabables océanos de la nada. Es verdad que nuestra contingencia se inclina de por sí a la vertiente de la nada; pero no es menos cierto que llevamos en nosotros un afán de plenitud subsistencial que se prende a la vertiente del absoluto. El hombre es libre y con su libertad puede escoger la vertiente de la nada, infringiendo la ley de su dinamismo trascendente y deshaciendo -de un plumazo- la imagen de Dios que se iba desarrollando en esta su precaria vida. Pero -si hemos de creer a San Agustín- ni aun entonces deja la acción humana de traslucir borrosamente la imagen de la divinidad. Puede también, el ser humano, trascender la finitud y abrazarse -cuando por fin descanse de la brega- con el Ser Plenario.
El sentido de nuestra contingencia se nos ha revelado; el yo-programa de que nos hablara Fichte cobra ahora cabal significación. Mi programa está implícito en mi ser, a manera de bosquejo, con las líneas fundamentales, las específicas y las personales. Tendré que irlo desarrollando paso a paso, con las fuerzas que encuentro puestas y dadas en mí. Soy un retrato rudimentario de Dios y debo hacer todo lo que esté de mi parte por completar el diseño. Como partícipe de las perfecciones divinas, debo colaborar, además, a que el mundo se torne más humano, menos rebelde y avieso, más receptivo y hermoso. Concluyamos con estas palabras de San Agustín: «Pues si el hombre de tal modo está creado, que por lo que en él sobresale, alcanza a quien sobresale sobre todas las cosas, a saber, al Dios uno, verdadero, óptimo, sin el cual no hay naturaleza que subsista, ni enseñanza que instruya, ni acciones que aprovechen, Él debe ser buscado en quien todas las cosas nos son seguras, Él atendido, en —81→ quien todas las cosas nos son ciertas; Él amado, en quien todas las cosas nos son rectas».36
Por sí mismo, el ser contingente está privado de toda perfección en acto, puesto que lo que no existe necesariamente no puede poseer ninguna perfección que no sea recibida. Libradas a sus solas fuerzas, las criaturas se anonadarían ipso facto. Y esto no porque tiendan positivamente hacia la nada, sino por carencia primordial de ser, por falta de capacidad para existir. Ahora bien, cuando el ser contingente existe, su esencia ha sido sacada de su propia nada y sostenida en el plano del ser real. Un elemento recibido del exterior, de otro ser, le ha convertido en existente. Este impulso lo pudo haber recibido el ser contingente, de inmediato, de otro ser contingente, pero como éste a su vez fue elevado al plano existencial, es preciso recurrir a un ser que no tenga recibido su impulso de otro. Sin un ser necesario nunca habrían existido los seres contingentes. Pero el hecho es que existen los seres contingentes. Luego existe el ser necesario.
Nuestra posición de contingentes está entre dos extremos, entre la imposibilidad absoluta de ser y la necesidad absoluta de ser. De aquí resulta esa mezcla de luz y tinieblas, de plenitud y desamparo que nos inquieta y que nos desconcierta.
El hombre, a diferencia de los otros seres, no ha recibido su situación ya hecha, ni tiene su orientación determinada. Por el solo hecho de ser humano está ya en conflicto. Conflicto entre las dos vertientes por las que se siente atraído. El hombre ha de hacerse su orientación hacia la nada o hacia lo absoluto. Entrando en íntima comunicación con Dios por el conocimiento y el amor, participará más de Él. Y tanto más imperfecto será, cuanto más encamine sus pasos por la vertiente de la imperfección y del no-ser. Pero este no-ser no es el aniquilamiento total, el dejar de existir. Como ser sustancial espiritual el alma no puede morir, pero sí puede vivir en un estado de ruptura dolorosa opuesto a la exigencia de su plenitud existencial. «Es -dice Ismael Quiles S.J.- un no ser “su-ser”. “Su-ser” el ser de la persona, exigía el desarrollo de toda capacidad y perfección».37
Tenemos conciencia de la dualidad de vertientes en que —82→ el Ser necesario nos ha puesto y del conflicto que nos ha dejado a medio resolver. Nuestra responsabilidad es patente: podemos elegir ante el atractivo de ambas direcciones. A las dificultades propias de este período de prueba o de lucha, se agregan las de un espíritu inmergido en la carne.
Pero nuestro programa de vida está ya bosquejado. Se trata tan sólo de llevar a cabal término la estructura y las exigencias de nuestra personalidad metafísica integral. A ese Alguien que nos sacó de la nada, no le puede ser indiferente que sus creaturas aspiren o dejen de aspirar a su última perfección. Precisamente esta voluntad de Dios es el fundamento de la obligatoriedad -ineludible y absoluta- con que el orden del bien moral se impone al hombre. El lazo de la obligación moral que sujeta al hombre con su Creador es quebradizo por el mal uso del libre arbitrio, pero es irrompible con sólo tener lealtad en recibir los dones de quien nos creó libérrimamente y por amor.
Apenas si se han trazado las bases para edificar una filosofía del hombre. «¿Es posible -se preguntaba Rainer María Rilke por boca de Malte Laurids Brigge- que, a pesar de la cultura, la religión y el conocimiento del universo, se haya permanecido en la superficie de la vida?... Sí, es posible». Pero de los días de Rilke a los nuestros, el clima se ha tornado más propicio para la especulación sobre nosotros mismos. Por una parte la microantropología -psicoanálisis- y por otra parte la macroantropología -sociología- se prestan para ser integradas en una antroposofía. Estamos en situación de comprender que en la vida humana hay una serie de «virtualidades», esto es, de «potencialidades», que no se convierten en realidad del hombre concreto hasta no ser actualizadas. La vida de los instintos y de los sentimientos puede ser actualizada, en múltiples direcciones posibles, en virtud de la razón. La actualización de las posibilidades humanas, dentro de un margen de indeterminación, pasa al dominio de la libertad y es puesta en vigencia por la razón. Aunque nutrida y enraizada en la materia, la vida propiamente espiritual nunca se podrá comprender como una pura superestructura de la materia.
Gracias a la razón, el hombre tiene un señorío sobre las —83→ cosas. Gracias a la razón práctica, se organiza en el campo del hacer técnico y en el terreno del obrar moral. Hábitos y virtudes se someten al dominio de la prudencia: «mediadora entre el orden moral y el especulativo». Pero la acción del hombre -ya lo hemos advertido- surge en medio de una serie de circunstancias peculiares y contingentes. Y no obstante, las normas orientan siempre, de jure, la conducta del hombre. Los hechos sociales nos sirven para obtener o ratificar principios morales. Trátase de una experiencia no sólo brotada de las ideas imperantes, sino también del vivo acontecer humano. Las circunstancias histórico-sociales no pueden, ni deben, tiranizarnos. Menester es conocerlas para utilizarlas. Pero es la circunstancia la que debe servir siempre al hombre y no el hombre a la circunstancia. El «totalitarismo histórico-social», como todo «totalitarismo ideológico», es una generalización arbitraria contra la que hay que precaverse. Como tantos otros seres, el hombre también es un ser temporal. Está sometido al tránsito de la potencia al acto, pero este tránsito -y aquí radica su prerrogativa- lo realiza libremente en la historia. La plasmación progresiva de la vida de cada hombre no es simplemente cosa de tiempo, como en los animales, sino también -y acaso más- fruto de razón.
El racionalismo es una forma corrupta, o por lo menos degenerada, de concebir la razón. Está muy bien luchar contra la pretensión infatuada de una razón humana sin limitaciones y de un humanismo antropocéntrico y autárquico, pero a condición de no negar o reducir lo específicamente humano: la ratio. Cierto es que el hombre no es pura transparencia racional, pero tampoco es pura irracionalidad. La inteligencia topa con el misterio. ¡Evidente! Sólo que «el misterio -como ha dicho Gustavo Thibon- no es un muro donde la inteligencia se rompe, sino un océano donde se pierde». El análisis intelectual no puede agotar la realidad del hombre, pero también es un error creer que no se puede progresar, por vía de razón, en el conocimiento del hombre. Todo progreso deberá, sin embargo, detenerse humildemente ante el misterio del ser humano: tema inagotable, sin fondo.
No obstante la provisionalidad de todo estudio sobre el hombre, podemos, por el análisis de la condición humana, arribar al núcleo de la esencia humana. En cada cuerpo, con sus caracteres formales distintos y peculiares, anida un alma —84→ que tiene la intuición de su integral sustancialidad. Ante esta realidad concreta es preciso ejercitar el arte de observar. Después vendrán legítimamente las generalizaciones, a condición de no olvidar nunca que se trata tan sólo de cómodas simplificaciones que no deben ser tomadas por la realidad.
Cada hombre, en su ser y en su hacer, tiene mucho de original, pero no es pura originalidad, como nos lo quieren hacer creer los nominalistas contemporáneos (los existencialistas). Es claro que la descripción y la historia de los hombres concretos nos dicen mucho, pero no nos lo dicen todo. La última palabra queda reservada, en el orden natural, a la especulación metafísica.
La humanidad no puede ser concebida como una vasta máquina que fabrica hombres indiferenciados o diferenciados conforme a tipos. Son los hombres -dramas vivientes análogos-, los que forman ese conjunto o síntesis trascendental que llamamos humanidad. Yo me reconozco semejante en mi naturaleza a los otros hombres. Convivo con ellos y a ellos me siento vinculado de mil modos. Si por una parte me siento incrustado en la humanidad, por mi origen, mi educación, mi vida corporal, intelectual y sentimental, por la otra tiendo a afirmar mi autonomía, mi originalidad, mi libertad, mi personalidad. Tengo la convicción de ser un «centro autónomo», un ser completo, un todo activo y valioso. Me sitúo frente a la naturaleza al preguntarme lo que las cosas son en sí mismas, al inquirir por el orden fenoménico. Esto no lo podría hacer si toda mi actividad estuviese implicada en la evolución material del universo en que vivo. Cuando digo que las cosas son «así», tengo la certeza de alcanzar un conocimiento estable. Conociendo verdades puras y definitivas escapo al flujo temporal, me sustraigo a toda relatividad y a todo devenir. Porque para establecer acontecimientos históricos y referir sus relaciones temporales con otros acontecimientos es preciso que considere a estos acontecimientos desde más arriba, metahistóricamente.
Si podemos sustraernos a las leyes de la materia es porque no somos puramente materiales. Si habitamos este universo, cuya materia pesa sobre nuestro impulso vital e impone su sello de duración temporal, es porque no somos puro espíritu. ¿Por qué no aceptar, entonces, una imagen del hombre que sea el reflejo de ese conflicto vivo entre el espíritu y la materia, el tiempo y la eternidad?
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